Escuchar requiere un acto
interior de la inteligencia y del corazón, para captar e integrar, asimilando.
Es un acto consciente. Oír es algo reflejo, donde captamos muchos sonidos, pero
no todos son pensados ni acogidos. Escuchar sí requiere una inteligencia
amorosa, una capacidad de recepción, atención, disponibilidad, desterrando
cuanto nos pueda distraer o apartar para no desperdiciar ninguna palabra.
He
aquí, entonces, un modo más de
participación litúrgica, fructuosa e interior.
La
escucha, en primer lugar, se refiere a las lecturas de
la Palabra de Dios en la liturgia, que merecen ser bien proclamadas, con
lectores aptos para leer en público y en alta voz (y no por un falso concepto
de participación, aceptar que cualquiera lea, aunque luego no sepa ni entonar):
“pido que la liturgia de la Palabra se prepare y se
viva siempre de manera adecuada. Por tanto, recomiendo vivamente que en la
liturgia se ponga gran atención a la proclamación de la Palabra de Dios por
parte de lectores bien instruido” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis,
n. 45). Y también: “Es necesario que los lectores
encargados de este servicio, aunque no hayan sido instituidos, sean realmente
idóneos y estén seriamente preparados. Dicha preparación ha de ser tanto
bíblica y litúrgica, como técnica” (Benedicto XVI, Verbum Domini, n.
58).
Hay
una mayor abundancia de lecturas bíblicas y un Leccionario muy completo, tal
como pedía la Constitución Sacrosanctum Concilium:
“A fin de que la mesa de la palabra
de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor
amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de
años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura” (SC 51).
Ahora bien, esto no siempre va
acompañado de una lectura clara, solemne, por parte de los lectores, y tampoco
se conduce al pueblo cristiano a entender que su participación en la liturgia
incluye el escuchar amorosamente la Palabra divina: parece que participa más el
lector que el fiel que escucha, cuando en realidad el lector es un servidor
para que todos puedan participar escuchando.
“En la liturgia, Dios habla a su pueblo; Cristo sigue
anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración”
(SC 33). Por eso “hay que fomentar aquel
amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable
tradición de los ritos, tanto orientales como occidentales” (SC 24).
La
Palabra, para ser escuchada, debe ser acogida en lo interior, con el suficiente
silencio y reposo, ha de ser meditada y debe iluminar las mentes y los
corazones orientando nuestros pasos. “La palabra sólo
puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior… Exhorto a los
pastores a fomentar los momentos de recogimiento, por medio de los cuales, con
la ayuda del Espíritu Santo, la Palabra de Dios se acoge en el corazón”
(Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 66). La Palabra de Dios provoca en nosotros
una respuesta de fe, el asentimiento de todo nuestro ser. Se entabla así un
diálogo de Dios con el hombre. Su Palabra nos conducirá a estar cada cual
“enteramente disponible a la voluntad de Dios” como la Virgen María (Id., n.
27).
Para
participar así en la liturgia, escuchando la Palabra proclamada, hallamos un
gran modelo en la Virgen María, que nos enseña a participar de veras en el
culto divino con sus actitudes internas más personales. Ella es la Virgen
oyente y así Ella nos enseña a participar escuchando:
“María es la "Virgen oyente", que acoge
con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la
Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: "la
bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz
creyendo" (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a
su duda (cf. Lc 1,34-37) "Ella, llena
de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno", dijo:
"he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc
1,38) (46); fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el
cumplimiento de la palabra del Señor" (Lc 1, 45): fe, con la
que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los
acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo
de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual,
sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la
palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida (47) y escudriña a
su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la
historia” (Pablo VI, Marialis cultus, n. 17).
Hemos de
recuperar el valor sagrado de la
liturgia de la Palabra, su expresividad ritual; la participación plena,
activa y fructuosa requiere una atención cordial a las lecturas bíblicas para que
sean recibidas; necesitan del silencio orante y oyente, del canto del salmo, de
la interiorización... y de buenos lectores que sepan ser el eslabón
último de la Revelación en el “hoy” de la
Iglesia.
“Los fieles tanto más participan de la acción litúrgica,
cuanto más se esfuerzan, al escuchar la palabra de Dios en ella proclamada, por
adherirse íntimamente a la palabra de Dios en persona, Cristo encarnado, de
modo que procuren que aquello que celebran en la Liturgia sea una realidad en
su vida y costumbres, y a la inversa, que lo que hagan en su vida se refleje en
la Liturgia” (OLM 6).
(De
nuevo, una vez más, algo en principio que parece "pasivo",
como es escuchar, resulta que sí es participación: ¿por qué
identificamos "participar" con "hacer algo"? Escuchando la Palabra con
obediencia de fe, se participa, y mucho, en la santa liturgia).
Javier Sánchez Martínez
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