Las
Bienaventuranzas enseñadas por Jesús a los apóstoles y a la multitud reunida sobre la colina junto al
mar de Galilea “son el camino a la santidad y a la felicidad”. A través de
estas indicaciones, de hecho, han caminado los santos que nos han precedido en
la patria celestial; y nosotros, reconociéndonos antes que nada pecadores,
debemos esforzarnos en seguirles.
Lo dijo el Papa Francisco durante la homilía de la misa que celebró en el Cementerio del Verano, en Roma.
Junto a él, concelebraron el cardenal vicario para la capital italiana, Agostino Vallini; el arzobispo Iannone, vicegerente de la diócesis y el párraco de San Lorenzo Extramuros, P. Armando Ambrosi. Luego de la celebración eucarística, el pontífice rezó por los difuntos y bendijo sus tumbas.
“El camino para alcanzar la verdadera felicidad, el camino que conduce al Cielo -dijo Francisco- es un camino difícil de comprender, porque va contra la corriente, pero el Señor nos dice que quien va por este camino es feliz, y que tarde o temprano se convierte en una persona feliz”.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Podemos preguntarnos, ¿cómo puede ser feliz una persona pobre de corazón, cuyo único tesoro es el Reino de los cielos? Pero la razón está justamente aquí: que teniendo el corazón vacío y libre de tantas cosas mundanas, esta persona está a la “espera” del Reino de los Cielos”.
Pero bienaventurados son también quienes lloran, y serán consolados: “¿Cómo pueden ser felices aquellos que lloran? Y sin embargo, quien jamás haya experimentado en la vida la tristeza, la angustia, el dolor, jamás conocerá la fuerza de la consolación. En cambio, pueden ser felices cuantos tienen la capacidad de conmoverse, la capacidad de sentir en el corazón el dolor que hay en sus vidas y en la vida de los demás. ¡Ellos serán felices! Porque la compasiva mano de Dios Padre los consolará y los acariciará”.
Inmediatamente después fue el turno de los mansos: “Bienaventurados los mansos. Y nosotros al contrario, ¡cuántas veces somos impacientes, nerviosos, ¡siempre listos para lamentarnos! Hacia los demás tenemos tantas pretensiones, pero cuando nos tocan, reaccionamos alzando la voz, como si fuéramos dueños del mundo, mientras que en realidad todos somos hijos de Dios. En cambio, pensemos en esas mamás y en esos papás que son tan pacientes con sus hijos, que “los hacen enloquecer”. Este es el camino del Señor: el camino de la humidad y de la paciencia”.
Quienes tienen hambre y sed de justicia, “que tienen un fuerte sentido de la justicia, y no sólo hacia los demás, sino sobre todo hacia ellos mismos, estos serán saciados, porque están listos para recibir la justicia más grande, aquella que sólo Dios puede dar”.
Y luego “bienaventurados los misericordiosos, porque encontraran misericordia”. Felices los que saben perdonar, que tiene misericordia por los demás, que no juzgan todo ni a todos, sino que buscan ponerse en el lugar de los demás. El perdón es la cosa de la cual todos tenemos necesidad, nadie está excluido. Por eso al inicio de la Misa nos reconocemos como aquello que somos, es decir pecadores. Y no es un modo de decir, una formalidad: es un acto de verdad. “Señor, aquí estoy, ten piedad de mi”. Y si sabemos dar a los demás el perdón que pedimos para nosotros, somos bienaventurados. Como decimos en el “Padre Nuestro”: Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»”.
Bienaventurados, por último, los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios: “Miremos el rostro de aquellos que van por ahí sembrando cizaña: ¿son felices? Aquellos que buscan siempre la ocasión para engañar, para aprovecharse de los demás, ¿son felices? No, no pueden ser felices. En cambio, aquellos que cada día, con paciencia, buscan sembrar la paz, son artesanos de la paz, de la reconciliación, ellos son bienaventurados, porque son verdaderos hijos de nuestro Padre del Cielo, que siembra siempre y solamente paz, al punto que ha enviado al mundo Su Hijo como semilla de paz para la humanidad”.
Queridos hermanos y hermanas, concluyó Francisco, “este es el camino de la santidad, y es el camino mismo de la felicidad. Es el camino que recorrió Jesús, y aún más, es Él mismo este camino: quien camina con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser personas sencillas y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de ser mansos, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en instrumentos de su misericordia. Así han hecho los Santos, que nos han precedido en la patria celestial. Ellos nos acompañan en nuestra peregrinación terrenal, nos animan a ir adelante. Que su intercesión nos ayude a caminar en el camino de Jesús, y nos obtenga la felicidad eterna para nuestros hermanos y hermanas difuntos, por quienes ofrecemos esta Misa”.
Lo dijo el Papa Francisco durante la homilía de la misa que celebró en el Cementerio del Verano, en Roma.
Junto a él, concelebraron el cardenal vicario para la capital italiana, Agostino Vallini; el arzobispo Iannone, vicegerente de la diócesis y el párraco de San Lorenzo Extramuros, P. Armando Ambrosi. Luego de la celebración eucarística, el pontífice rezó por los difuntos y bendijo sus tumbas.
“El camino para alcanzar la verdadera felicidad, el camino que conduce al Cielo -dijo Francisco- es un camino difícil de comprender, porque va contra la corriente, pero el Señor nos dice que quien va por este camino es feliz, y que tarde o temprano se convierte en una persona feliz”.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Podemos preguntarnos, ¿cómo puede ser feliz una persona pobre de corazón, cuyo único tesoro es el Reino de los cielos? Pero la razón está justamente aquí: que teniendo el corazón vacío y libre de tantas cosas mundanas, esta persona está a la “espera” del Reino de los Cielos”.
Pero bienaventurados son también quienes lloran, y serán consolados: “¿Cómo pueden ser felices aquellos que lloran? Y sin embargo, quien jamás haya experimentado en la vida la tristeza, la angustia, el dolor, jamás conocerá la fuerza de la consolación. En cambio, pueden ser felices cuantos tienen la capacidad de conmoverse, la capacidad de sentir en el corazón el dolor que hay en sus vidas y en la vida de los demás. ¡Ellos serán felices! Porque la compasiva mano de Dios Padre los consolará y los acariciará”.
Inmediatamente después fue el turno de los mansos: “Bienaventurados los mansos. Y nosotros al contrario, ¡cuántas veces somos impacientes, nerviosos, ¡siempre listos para lamentarnos! Hacia los demás tenemos tantas pretensiones, pero cuando nos tocan, reaccionamos alzando la voz, como si fuéramos dueños del mundo, mientras que en realidad todos somos hijos de Dios. En cambio, pensemos en esas mamás y en esos papás que son tan pacientes con sus hijos, que “los hacen enloquecer”. Este es el camino del Señor: el camino de la humidad y de la paciencia”.
Quienes tienen hambre y sed de justicia, “que tienen un fuerte sentido de la justicia, y no sólo hacia los demás, sino sobre todo hacia ellos mismos, estos serán saciados, porque están listos para recibir la justicia más grande, aquella que sólo Dios puede dar”.
Y luego “bienaventurados los misericordiosos, porque encontraran misericordia”. Felices los que saben perdonar, que tiene misericordia por los demás, que no juzgan todo ni a todos, sino que buscan ponerse en el lugar de los demás. El perdón es la cosa de la cual todos tenemos necesidad, nadie está excluido. Por eso al inicio de la Misa nos reconocemos como aquello que somos, es decir pecadores. Y no es un modo de decir, una formalidad: es un acto de verdad. “Señor, aquí estoy, ten piedad de mi”. Y si sabemos dar a los demás el perdón que pedimos para nosotros, somos bienaventurados. Como decimos en el “Padre Nuestro”: Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»”.
Bienaventurados, por último, los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios: “Miremos el rostro de aquellos que van por ahí sembrando cizaña: ¿son felices? Aquellos que buscan siempre la ocasión para engañar, para aprovecharse de los demás, ¿son felices? No, no pueden ser felices. En cambio, aquellos que cada día, con paciencia, buscan sembrar la paz, son artesanos de la paz, de la reconciliación, ellos son bienaventurados, porque son verdaderos hijos de nuestro Padre del Cielo, que siembra siempre y solamente paz, al punto que ha enviado al mundo Su Hijo como semilla de paz para la humanidad”.
Queridos hermanos y hermanas, concluyó Francisco, “este es el camino de la santidad, y es el camino mismo de la felicidad. Es el camino que recorrió Jesús, y aún más, es Él mismo este camino: quien camina con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser personas sencillas y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de ser mansos, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en instrumentos de su misericordia. Así han hecho los Santos, que nos han precedido en la patria celestial. Ellos nos acompañan en nuestra peregrinación terrenal, nos animan a ir adelante. Que su intercesión nos ayude a caminar en el camino de Jesús, y nos obtenga la felicidad eterna para nuestros hermanos y hermanas difuntos, por quienes ofrecemos esta Misa”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario