14 octubre 2015
FUNDADORA
Y ORANTE
Teresa
de Cepeda y Ahumada es reformadora de la orden de carmelitas descalzas y
doctora de la Iglesia. Es, además, una gran mística y poetisa de Siglo de Oro
español.
¿Quién no
conoce a Teresa de Jesús? ¿Y quién es el que ignora que Teresa de Jesús, de
Cepeda y Ahumada, nació en Ávila? Fue el 28 de marzo de 1515. Su abuelo, don
Juan Sánchez de Toledo, había apostatado de la religión católica. Suerte que
los Reyes Católicos, a través del Tribunal de la Inquisición, habían anunciado
un edicto de gracia por el que los apóstatas podían reconciliarse con la
Iglesia católica, y a esta posibilidad se acogió don Juan, que debió cumplir la
penitencia que le impusieron: asistir cada viernes, durante siete semanas, a la
procesión de los reconciliados de iglesia en iglesia, en Toledo, con el
sambenitillo y sus cruces a sus espaldas. Con don Juan se reconciliaron también
sus hijos, Pedro, Álvaro, Rodrigo, Elvira, Lorenzo, Francisco y Alonso, el
padre de Teresa.
Pensando
el abuelo don Juan, mercader sagaz, intuitivo, certero y afortunado, que en
Toledo siempre sería mal visto, tanto por católicos, como por judíos, antes de
que llegara su prevista ruina económica, emigró con su familia a Ávila, donde
se estableció como mercader de tejidos, y cambió su apellido de Toledo, judío,
por el de Cepeda de su esposa, por lo que vino a llamarse don Juan Sánchez de
Cepeda, apellido que, naturalmente heredará Teresa junto con el dinamismo
inquieto, la intuitiva sagacidad y la esplendidez hidalga y generosa del
abuelo.
Don
Alonso de Cepeda, segundo hijo de don Juan, casó con doña Catalina del Peso,
que falleció dejando a su esposo con dos niños pequeños, María y Juan. Don
Alonso, al quedar viudo a sus veintisiete años, casó en segundas nupcias, con
doña Beatriz de Ahumada, y de este matrimonio, nació Teresa, que llenó de
felicidad aquel hogar.
Siendo
niña, se reúne con su hermano Rodrigo para leer vidas de santos y repetir
muchas veces que gloria y pena son «¡para siempre, siempre, siempre!», y se
escapará con él a tierra de moros a que los «descabezasen por Cristo», y cuando
se frustró su plan, decidirán «ser ermitaños». Con sus amiguitas Teresa
construirá pequeños monasterios «como que éramos monjas». A los trece años
muere su madre, y acude a la Virgen de la Caridad a pedirle con muchas
lágrimas, que sea ella ahora su madre. «Paréceme que, aunque se hizo con
simpleza, me ha valido».
RETRATO FÍSICO Y
PSÍQUICO DE TERESA
Sus
contemporáneos nos han dejado su retrato. Teresa era de estatura mediana, más
bien grande que pequeña. Medía 1,68. Gruesa más que flaca, y en todo bien
proporcionada. De color blanco y encarnado, especialmente en las mejillas.
Cabello negro, limpio, reluciente y blandamente crespo. Frente ancha y muy
hermosa. Cejas un poco gruesas, de color rubio oscuro. Los ojos negros, vivos y
redondos, al reír mostraban alegría, y cuando mostraban gravedad eran muy
graves. La nariz, más pequeña que grande. La boca, ni grande ni pequeña. Los
dientes, iguales y muy blancos. La garganta ancha, blanca y no muy alta, sino
un poco metida. Manos y pies, lindos y proporcionados. Y tenía tres lunares en
la cara. Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa
en todas sus palabras y ademanes. Tenía particular aire y gracia en el andar,
en el hablar, en el mirar y en cualquier ademán que hiciese. Los vestidos,
aunque fuesen viejos y remendados, todos le caían muy bien.
No
ignoraba Teresa las cualidades que tenía. Anciana ya, manifestaba a un padre
carmelita: «Sepa, padre, que me loaban de tres cosas temporales, que eran de
discreta, de santa y de hermosa, y yo creía que era discreta y hermosa, que era
harta vanidad, más que era buena y santa, siempre entendía que se engañaban».
Su
psicología está marcada por una gran sensibilidad, que se manifestaba en la
expresión de su rostro; sus profundos sentimientos fácilmente le bañaban en
lágrimas los ojos de pena, de ternura, de alegría o de compasión. Lloraba con
mucha frecuencia, aunque con más parsimonia, en su madurez. Tenía una gracia
natural que se llevaba a la gente de calle, y un deseo de agradar fuera de lo
común. Juan Rof Carballo ha estudiado su grafismo y ha escrito: «Trazos llenos,
vibrantes, contradictorios, muestran el juego activísimo de las fuerzas del
inconsciente. Pero todo ello aparece, y esto es lo asombroso, como enmarcado o
dominado con suavidad infinita dentro de un yo de extraordinario poder y
riqueza».
LA LECTORA
Entre la
piedad y la ilusión. Aprendió a leer de niña en el Flos sanctorum y en los
Santos evangelios, pero en su adolescencia, iniciada por su madre, doña
Beatriz, se emborrachó con la lectura de los libros de caballerías, en cuyas
historias atractivas y fascinantes de caballeros enamorados y damas hermosas,
adoradas por los hombres que se rendían a sus pies y que eran capaces de
desencadenar inauditas hazañas y escenas de amor apasionado, dilató su naciente
imaginación y ensanchó su horizonte vital y cultural.
Resultado
de la lectura de los libros de caballerías. Avivado por las novelas su natural
instinto femenino en esos años adolescentes de ilusión, aprendió a utilizar
todos los resortes femeninos para acicalarse y embellecerse, aunque con un cuerpo
en capullo en plenitud de primavera, necesitaba poco para estar espléndida. Nos
cuenta ella misma que usaba perfumes y joyas y dicen sus biógrafos que, a la
par que cultivaba extraordinariamente la limpieza, tenía muy buen gusto para
elegir vestidos y para combinar y armonizar los colores. «Comencé a traer galas
y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabellos y
olores, y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser
muy curiosa». Decididamente, femenina.
Naturalmente,
comenzó a conocer el amor adolescente y romántico. Y descubrió el amor humano.
Gozaba con la compañía de sus primos, un poco mayores que ella, y con sus
charlas y vanidades, «nonada buenas». Llegó a enamorarse. Pero con una gran
limpieza. Tenía miedo de casarse, pero pensó en ello. Este es un cabo suelto
que nos ha dejado la Providencia: La que iba a ser madre de tantas mujeres, no
podía quedar en una inmadurez psicológica estéril, cuya causa, en gran parte,
es el desconocimiento de la vida y del amor humano. Ella consideró esta
situación un extravío, pero estaba muy dentro del plan providencial sobre su
misión eclesial.
Todo fue
muy bonito, pero a don Alonso, su padre, no le resultó tanto y, sin que ella se
diera cuenta, pues él sabía que, de haber contado con ella, habría
dialécticamente perdido la batalla, la encerró en el monasterio de las
Agustinas de Gracia, donde vivirá en compañía de otras muchachas de su edad, y
vigilada y acompañada por doña María de Briceño, que tuvo tino para desadormecer
a Teresa, quien ya desde entonces comienza a reflexionar en serio en qué estado
servirá a Dios, y pide a todas «que la encomendasen a Dios, para que le diese
el estado en que le había de servir; mas todavía deseaba que no fuese el de
monja». «Comencé a hacer oración sin saber qué era». Comenzó a orar acompañando
a Cristo, consolándole y deseando limpiarle el sudor en la Oración del Huerto.
No era una oración racional, sino un diálogo vivo con Dios. Es verdad lo que
dice, tras su estudio grafológico, Moretti: «Su espíritu se apoya menos en el
raciocinio que en la intuición nutrida de un derroche de imaginación». Aquel
corazón que había despertado al amor, después de haber experimentado ese
sentimiento tan bello y tan grandioso y transformante, necesitaba depositar ese
amor en otro corazón más grande, que no estuviera sujeto a la mutabilidad
humana, y que durara siempre, eternamente, que será el de Cristo. Se cumple lo
que diagnostica Moretti: «Sabe distinguir los sentimientos auténticos y los espurios
y, por ende, pone en orden la vida psíquica y orienta el sentimiento, tanto en
el trato como en sus relaciones con Dios». Comenzó a orar acompañando a Cristo
en la Oración del Huerto, porque es ahí donde le ve más solo. Tiene el Señor
una especial necesidad de consuelo en la Oración del Huerto. A otra mística
contemporánea, Gabrielle Bossis, ha dicho el Salvador: «¡Os necesito tanto en
el Huerto de los Olivos! ¡Me hallaba tan solo en mi extremada agonía!». Teresa
permanece con El todo lo que le duran los pensamientos. Su corazón femenino,
cariñoso y lleno de generosidad, sólo desde el amor y la generosidad podrá dar
el salto a la vida religiosa, que es cambiar el objetivo de su amor. Aquellos
hombrecillos que le fascinaban van a dejar paso al Hombre Dios, de quien se va
a apasionar ardientemente. Ella es así. No puede vivir a medias. Necesita
entregarse por entero. Otra vez Moretti: «Se propone fines sólidos, que procura
alcanzar, pese a quien pese». Y tercia la Santa: «Paréceme que andaba Su
Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a Él».
Una
enfermedad la saca del monasterio de las Agustinas, donde se había hecho
querer, como en todas partes siempre.
La visita
en Hortigosa a su tío Don Pedro de Cepeda, virtuoso y amigo de buenos libros,
enriquece el afán de la lectora y cambia el rumbo de sus temas. El tío quiere
que le lea a él, y ella, por darle gusto, le lee, y la fuerza de la lectura y
la conversación ablandan el barbecho, hacen que se vaya encontrando a sí misma
y que recuerde la «verdad de cuando niña, de que todo era nada y la vanidad del
mundo y cómo acababa en breve».
Las
Epístolas de san Jerónimo la enardecen y decide irse al monasterio. A las
Agustinas no, que eran excesivamente austeras; a la Encarnación, donde tiene
una amiga: Juana Suárez, «que era mucho lo que quería».
Entra
monja en el monasterio de la Encarnación. Arrumbados sus planes de matrimonio,
lo que le costó una enfermedad por el empeño y la entereza que ponía en sus
decisiones, y vencida la negativa paterna con tenacidad, el día de Animas de
1535, cuando acababa de cumplir sus veinte años, salió furtivamente de su casa,
y se dirigió a la Encarnación para ser, al fin, monja. En el monasterio tuvo
que seguir el método racional de oración que le imponía la regla y dejar el
suyo vital y afectivo, que era una conversación personal. Como ha de prevalecer
el ritmo calculado y casi mecánico del método que le enseña la maestra de
novicias sobre su propio modo de orar desde su vida que la conectaba con la
Vida y de ella sorbía vida, acusó el desajuste. Comenzó a debilitarse. Era todo
muy complicado. No acertaba. Comienza a hacer penitencias. Y el resultado fue
fatal. Poco después de la profesión la invadió una gran tristeza, síntoma de
una grave enfermedad psicosomática, que la forzó a dejar, temporalmente, el
monasterio. Hace un año que ha profesado y tiene veintitrés y medio. Cuando
pasa por Hortigosa a curarse, camino de Becedas, su tío Pedro le regala el
Tercer Abecedario de Osuna, que la introduce en las quintas moradas. Todo,
enfermedad, penitencias, encuentro con su tío y lectura en la soledad de
Becedas, son elementos providenciales para la forja de su alma, que están en la
base de su Obra y de sus libros, sobre todo en Camino, por ser el más didáctico
de todos.
Curada,
deviene el milagro de san José, y se convierte en la monja fina, pálida y
delicada, de palabra fácil, porte gentil y personalidad seductora, que atrae
las simpatías, las visitas y las limosnas al monasterio pobre.
RETROCESO Y
RECUPERACIÓN
Mal
aconsejada, cede a su natural y, «de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en
vanidad, de ocasión en ocasión», pierde el fervor y casi su vocación de orante.
Deja la oración porque tiene vergüenza de «tener tan particular amistad» con
Dios, dada la disipación en que vive. «Ayudóme a esto que, como crecieron los
pecados, comenzó a faltar el gusto y regalo en la virtud». Y tiene que
intervenir Dios de nuevo con la enfermedad de su padre, a quien fue a cuidar
«estando más enferma en el alma, que él en el cuerpo». Esto le da la oportunidad
de encontrarse con el padre Vicente Barrón, quien le aconseja que vuelva a la
oración, cosa que resultó más eficaz que la representación de Cristo «con mucho
rigor» manifestándole el desagrado que le producen aquellas amistades y sus
charlas en el locutorio que la desangraban, la desinteriorizaban.
Siguen
diez años de mediocridad, de chalaneo entre Dios y el mundo. «Pasaba una vida
trabajosísima». Sufre en la oración, porque no es fiel: «me llamaba Dios pero
yo seguía el mundo». Intentaba concertar estos dos contrarios tan enemigos uno
de otro». Y no es que fuera mala, era considerada por muy buena, pero Dios la
quería mejor, y ella estaba imposibilitando la realización de su llamamiento.
Dios
tiene infinitos resortes. Ella reconoce que «con regalos grandes castigabais,
Señor, mis delitos». A pesar de la desgana sigue acudiendo al oratorio,
haciendo esfuerzos sobrehumanos, más pendiente del reloj que de la oración,
«cualquier penitencia acometiera de mejor gana que la oración». El Señor
sostiene su perseverancia, y su fidelidad de permanecer apoyada «en la columna
de la oración» pone a prueba su «determinada determinación» de orar. Ya no
estaba en su mano dejar la oración, «porque me tenía en las suyas el que me
quería para hacerme mayores mercedes».
Profesar
como monja en un monasterio no es sinónimo de penetrar en el misterio de Dios,
dejarse quemar en su fuego y permanecer pacientemente en su nube asomada al
abismo. Lo primero se puede hacer desde una vida ramplona y vulgar, mediocre.
Lo segundo exige una inmensa y dolorosa purificación, devoradora de la mujer
vieja. Teresa vivió como monja mediocre casi veinte años. A punto de cumplir
los cuarenta la va a tomar Dios por su cuenta, porque la tiene elegida para
maestra de la Iglesia de su tiempo, sacudida por el vendaval de la polémica en
torno a la oración, cuando además no se aprovecha la energía de la mujer.
Corriente antioracionista y antifeminista que Teresa está llamada a corregir y
a orientar, como maestra segura de oración y de vida cristiana, de su tiempo y
de todos los tiempos.
Y, como
el mejor médico suele ser el que padeció la enfermedad que ha de curar, la
Providencia dispuso que Teresa aprendiera a orar sola, por no haber tenido
maestros: «yo no hallé maestro, aunque lo busqué, en veinte años». Tropezando,
abandonando, recomenzando, perseverando, saldrá maestra de oración. Veinte años
de oración a secas, dura, difícil, árida y seca, ascética, «cuando sacaba una
gota de agua se sentía feliz», para poder después, desde su experiencia, enseñar
a sacar agua del pozo para regar «el huerto, para que crezcan las plantas y
lleguen a echar flores que den de sí gran olor».
Dios
seguía acosando, pero ¡alerta!, que Su Majestad le está preparando la
emboscada.
En esta
guerra interior de fluctuaciones y titubeos, en este caer y levantarse, a Dios
ya le corre prisa, y dirige un ultimátum a Teresa: la vista de la imagen de un
pequeño «Cristo muy llagado» la sobresaltó de forma tal que decide, «con
grandísimo derramamiento de lágrimas, no levantarse de cabe sus plantas hasta
que no hiciese lo que le suplicaba: la fortaleciese ya de una vez para no
ofenderle». La lectura de las Confesiones de san Agustín hincarán más el arpón:
«Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, parece
que me la dio el Señor a mí. Estuve un gran rato que toda me deshacía en
lágrimas, con aflicción y fatiga».
LA CONVERSIÓN
El
capítulo nueve de la Vida, en que narra su conversión definitiva, es
considerado como el punto clave en la trayectoria vital de Teresa. Ha rebasado
ya el ecuador de su vida. Tiene treinta y nueve años. Le quedan veintisiete de
vida y muchas cosas por hacer. Los planes de Dios sobre ella son de gran vuelo.
Ya es hora de intervenir. Y va a intervenir.
Vida
mística habitual. Los atisbos de quinta morada en la soledad de Castellanos de
la Cañada, de hace quince años, al rescoldo de la lectura del Tercer
Abecedario, que nos ofrecen el embrión de su carisma al convertir al sacerdote
de Becedas, se van a hacer habituales y la van a instalar en creciente vida
mística. Veamos por qué.
Ante el
alud de las mercedes, Teresa acude a sus consejeros: Francisco de Salcedo y
Gaspar Daza. Escuchan sin entender; escapaba a sus esquemas aquella monja tan
desenvuelta y tan enriquecida de Dios, y diagnostican los dos que su espíritu
es diabólico. Terrible tortura para teresa: no hace más que llorar. «Fue grande
mi aflicción y lágrimas». La incompetencia y terquedad de aquellos romos e
intransigentes directores obligó a Teresa a someter su conciencia a unos y a
otros y su caso pasó de mano en mano injustamente discutido; lo que le ocasionó
un martirio atroz.
Desposorio
místico. Un poco y llegarán Diego de Cetina, que, aunque joven, la apacigua y
comprende, y Francisco de Borja y Juan de Prádanos, gloria a Dios, que
aciertan. A este último le cabe el mérito de que, bajo su dirección, alcance
Teresa el desposorio místico, que ella encuadra en su sexta morada: «Ya no
quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles».
La gracia
que sana. En este momento ha comenzado una nueva vida para Teresa. El Señor ha
estado grande con ella. No olvidemos que la grandeza es del Señor, que socorre
la debilidad de Teresa.
Se puede
mirar el privilegio como mérito del privilegiado, y es todo lo contrario; se
privilegia la debilidad que necesita ser ayudada, restañada, curada, para poder
cumplir los designios del autor de los regalos. Dios la quería más interior. Si
su sicología y sus contradicciones interiores son un obstáculo, Él la sanará y
las armonizará.
ES CREADA LA MUJER
NUEVA
Paladinamente
lo confiesa Teresa en el capítulo veintitrés: «De aquí en adelante es otro
libro nuevo, quiero decir otra vida nueva. La de hasta aquí era mía, ésta es de
Dios que vive en mí».
Teresa
estrena vida nueva. Tras los forcejeos de ella, sus vacilaciones y mediocridad,
e impotencia, Dios se enseñorea de su timón, porque la necesita transfigurada,
transformada, recreada. Y en el crisol de la contemplación ha matado el gusano
y ha nacido la mariposa, «la mariposita blanca». Lo que Teresa no ha podido
conseguir en tantos años, lo ha logrado Dios con su gracia en un instante.
CATARATA DE CARISMAS
Siguen
las gracias místicas esplendorosamente, dolorosamente, eficazmente: visiones
intelectuales de Cristo, «vi cabe mí o sentí a Cristo que me hablaba»; e
imaginarias como la transverberación: «veía un ángel cabe mí en forma corporal…
veíale un dardo de oro con fuego que metía en el corazón y me llegaba a las
entrañas…»; y los arrobamientos en público, que la llenaban de rubor y de
bochorno. Estaba realmente humillada, acobardada, era tan excesivo el tormento,
que hubiera preferido que la enterraran viva. Llegó a pensar irse a otro
monasterio, quizá a Valencia, donde no la conocieran.
SAN PEDRO DE ALCÁNTARA
Sólo alguien
que conociera por experiencia los fenómenos tan extraños en que venían
envueltas las inmensas torrenteras de amor, podía intervenir con eficacia para
serenarla, garantizarla, devolverle la paz. Este santo varón fue san Pedro de
Alcántara.
«Enseguida
vi que me entendía por experiencia, que era lo que yo necesitaba».
«Quedamos
muy amigos». Es admirable la Providencia que acude en ayuda de Teresa.
¿Cuántos
extáticos habría en España en aquellos tiempos? ¿Uno? Pues ese llega a consolar
a Teresa en el momento necesario. Más adelante volverá para convencer al obispo
de Ávila de que apruebe su fundación. Su intervención fue necesaria y decisiva,
porque don Álvaro de Mendoza se había cerrado en banda: no quería admitir la
fundación. A pesar de haberle escrito fray Pedro, su decisión se mantuvo
inexpugnable. Pero el amor de fray Pedro era más fuerte que la terquedad del
Obispo y enfermo como estaba, se levantó de la cama, y quiso que le llevaran
cabalgando en un borriquillo a El Tiemblo, donde estaba el Obispo. Le
acompañaron Gonzalo de Aranda y Francisco de Salcedo. «Los que de veras aman a
Dios todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo
lo bueno alaban, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden».
La sangre y la vida darán por ayudar las obras de Dios». Es la piedra de toque
que patentiza si se busca a Dios o el prestigio propio y la imagen que por nada
del mundo se quiere arriesgar.
LA VISIÓN DEL INFIERNO
Teresa ha
experimentado el infierno. Nos lo relata en el capítulo treinta y dos de Vida.
«Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían
aparejado… Quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y
amargura espiritual, como si los padeciera en mi carne». Es el golpe definitivo
y fulminante de Dios. ¿Qué puede hacer Teresa por Dios, por los hombres, sus
hermanos, por la Iglesia? «De aquí gané la grandísima pena que me da de las
muchas almas que se condenan y los ímpetus grandes de ayudar a las almas, que,
por librar una sola de gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de
buena gana». Como mujer de su tiempo antifeminista se encuentra limitadísima.
Por lo menos podrá convertirse ella, «guardar su regla con la mayor
perfección»; «hacer lo poquito que puede» para que, pues «el Señor tiene tantos
enemigos y tan pocos amigos, que esos sean buenos». Y tras la conversación en
su celda con sus amigas, cuando salta al desgaire en la conversación la idea de
«si no podrían ser monjas como las Descalzas y hacer un monasterio», con el
permiso del Provincial y el del Papa, será fundadora. Se reformará ella y
reformará el Carmelo, que tendrá desde ahora un apellido: Teresiano. Tiene
cuarenta y cinco años. Toda su alma va a poner en el empeño, pues «Su Majestad
le ha mandado que lo procure con todas sus fuerzas», aunque le esperan «grandes
desasosiegos y trabajos».
TERESA DE JESÚS FUNDADORA
Se van a
cruzar en su camino monjas y frailes, arrieros y alguaciles, albañiles y
señoras principales, caballeros y mercaderes, obispos y curas, mesoneros y
corregidores, teólogos y confesores, arrieros y duquesas, príncipes, nuncios
papales y hasta el mismo rey. Está bien preparada. Fogueada por Dios, puede ya
«repartir la fruta»; dará la talla, cruzará Castilla cabalgando a lomos de mula
o en carreta, atravesará la nevada sierra de Guadarrama en crueles invernadas,
llegará hasta Andalucía y estará a punto de perecer ahogada en el paso difícil
de una torrentera burgalesa. Camina ya dentro de la morada del Rey y su
actividad es la de Dios.
Teresa,
mujer en plenitud, superdotada de cualidades humanas. Teresa de Jesús ha ido
desarrollando su inteligencia prócer y ha madurado en su estilo y en todas sus
capacidades humanas y cristianas. Aquellas preceden a éstas, que han encontrado
un buen soporte en las humanas. Largo sería el análisis de unas y de otras:
Junto con la capacidad para vivir con las personas más dispares, incluso con su
atrabiliario cuñado Martín Barrientos, posee veracidad y audacia y tiene un
sentido profundo de la justicia, incluso en las menudencias domésticas. Una
vecina prestaba a las monjas la sartén que no tenían. Cuando recibieron una
limosna, cada una fue indicando en qué gastarían el dinero, y la Madre terció:
«en la sartén, en la sartén», y mandó a sus monjas que la compraran, para no
abusar de la generosidad de la vecina. Sabe dudar y sabe preguntar: se pregunta
a sí misma y pregunta a quienes le pueden informar o dar seguridad.
Dialogante
por idiosincrasia, es realista y discreta para conseguir sumar voluntades y no
le interesa para nada restar amistades ni desestimar o rechazar colaboraciones,
conocedora de lo que hay de bueno y de positivo en cada interlocutor que tiene
la suerte de cruzarse con ella en su camino. Me ha gustado oír a una artista
italiana que, Juan Pablo II la felicitó un día por determinado programa
realizado por ella en la Televisión italiana. El Papa, decía la artista, tiene
unos ojos tan profundos, quiso decir clarividentes, que, aún entre mis pecados,
supo leer si hay algo en mí de bueno. Y he pensado, ¡Juan Pablo como santa
Teresa! Conoce el corazón humano y tiene tacto para conducirlo. «Era cosa de
cielo ver con qué tiento examinaba el talento de las personas. Y a las dos
vueltas que daba, calaba y tanteaba los quilates de valor que tenían las mujeres
que le venían a hablar para tomar el hábito», dice el médico Antonio Aguiar.
Teresa siente un gran respeto por los demás, y adquirirá fama de no hablar mal
de nadie: con la madre Teresa «tienen todos las espaldas bien guardadas». Es
fiel cumplidora de la palabra empeñada, posee entereza y es muy agradecida,
«con una sardina me sobornarán» solía decir. Pero sobre todo lo dicho, es mujer
de grandes ideales, lo que le daba un aire de gran señora que compaginado con
su porte de pobreza y humildad, la hará más singularmente atractiva. Su
dignidad y señorío la llevan a querer ocultar las necesidades que pasa, sin
pedir a nadie. Lo mismo que a no querer viajar como una pordiosera «en unos
borriquillos que las viera Dios y todo el mundo».
Su
capacidad creativa, que es asombrosa, tiene, en parte, su hontanar en la
observación, pues desde niña ha sido como un esponja que ha asimilado todo lo
que en su entorno ha visto, ha oído o ha observado, y ha hecho suyo todo lo
positivo y ha conseguido irradiarlo a su alrededor. Sensibilísima e intuitiva,
como un radar que es capaz de recoger incluso los imponderables que flotan en
el ambiente, y que no tienen explicación racional. Como contrapartida lógica,
consecuencia de la riqueza de información que capta su radar, posee un
temperamento hipersensible que la hace inestable, «otras veces me parece que
tengo mucho ánimo… y otro día viene que no me hallo con él para matar una
hormiga». Pero ella ha podido y ha sabido equilibrar esta inestabilidad con su
gran talento, dominio y sensatez.
Si es
difícil conjuntar voluntades para la acción, (juntos Doria y Gracián, ¡qué
proeza!) ella ha vencido esa dificultad con la gracia de saber hacerse ayudar
por todos, haciendo ver que necesitaba los servicios de todos, y así sus obras
se convertirán en obras de todos. Hoy diríamos que sabía trabajar en equipo.
Siendo líder, arrolladora y convincente, no quiso ser, ni pasó por ser
«vedette».
Desde la
oscuridad de sus monasterios influye y anima a media España, de palabra y con
sus cartas, más de quince mil, según Efrén-Steggink, como una gran madre de
familia numerosa, que es feliz haciendo felices a sus hijos, mientras aglutina
a todos en el trabajo, sabiendo alentar a todos, estimular y conseguir que se
sientan necesarios e importantes en la obra común. Cuando desaparezca de la
escena del mundo lo que más se echará de menos será su poder aglutinante que ya
no podía sortear las borrascas que amenazaban cuartear su Obra. Quiere que
todos estén alegres, como ella es alegre y efusiva, excelente conversadora, y
huye de santos encapotados, («cuanto más santas más conversables»). Junto al
lecho de los enfermos es una excelente y cariñosa enfermera, (cuidó a su
confesor el padre Prádanos en Aldea del Palo con doña Guiomar, y a su padre, en
la enfermedad de que murió). Le gusta el trabajo bien hecho. Siempre amiga de
la limpieza y de la gentileza, hacendosa ama de casa, y primorosa en sus
labores, de las que aún se conservan reliquias. Y todo esto con una vida
interior de gran calado y sublime.
Así pudo
ser, y lo es aún, una excelente formadora. Fruto de nuestra cultura occidental,
se ha dado una formación humana, religiosa y clerical, en la que ha predominado
el cerebro y se ha dejado atrofiar el corazón, la sensibilidad, los
sentimientos. Para no caer en el sentimentalismo, se ha pecado de racionalismo.
Entre hombres, sobre todo, se ha huido de la manifestación de los sentimientos,
como propia de mujeres, y se ha quedado la persona, mutilada, deformada,
desequilibrada. Es como escribir a máquina con dos dedos, o escribir en
ordenador con los diez a toda velocidad. Es como tocar el órgano con un solo
registro, o sacar todos los registros, haciéndole rendir al instrumento todas
sus posibilidades y todo su relieve, perspectiva, contraste y colorido, y toda
su grandiosidad.
En
nuestras celebraciones eucarísticas, por ejemplo, con oraciones excesivamente
racionales, sobran palabras y faltan sentimientos. Porque el hombre es algo más
de lo que expresan las palabras de un discurso lógico. ¡Cuán enriquecedor nos
resultaría un trasplante de la liturgia oriental con su color, perfume, luz,
gestos y ornamentos! Es necesaria una integración de los sentimientos con las
ideas, para que el ser humano pueda ser ofrecido a Dios «con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). Desde que Teresa de Jesús
consiguió su armonía, forma así, y rectifica aquella dirección equivocada. Y lo
logra porque es una mujer integrada y completa, toda corazón y toda cabeza. Al
padre Gracián que le pide que cuando vaya su madre, doña Juana Dantisco, a
visitarla, se descubra el rostro cubierto por el velo, le contesta: «Parece que
no me conoce: quisiérales yo abrir las entrañas». En contraste, quiere que sus
monjas tengan valor más que de hombres.
Fray Juan
de Salinas, Provincial de los Dominicos, preguntaba al padre Báñez: «¿Quién es
una Teresa de Jesús, que me dicen es mucho vuestra? ¡No hay que confiar de
virtud de mujeres! Herido Báñez, respondió: «Vuestra paternidad va a Toledo a
predicar y la verá, y experimentará que es razón de tenerla en mucho». El padre
Salinas la trató y la examinó en Toledo casi cada día. Más tarde se encontró
con el padre Báñez, y éste inquirió: «¿Qué le parece a vuestra paternidad de
Teresa de Jesús?». Y el padre Salinas respondió con donaire: «¡Oh, habíadesme
engañado, que decíades que era mujer; y a fe que no es sino varón, y de los muy
barbados». Esta armonía de los valores humanos, que ni son masculinos ni
femeninos, porque pertenecen a la persona humana, se da en Teresa y la capacita
para formar personas integrales, armónicas, completas, que desarrollan a tope
todas sus capacidades, sin temor de caer en sentimentalismos ni en cerebralismos,
y sin timideces ni complejos de ridículo. ¿Cómo consigue Teresa esta maravilla?
En su tiempo con la gente con la que trató, por su ascendiente, no impositivo,
sino endógeno, actuaba como por ósmosis. Después y hoy, con sus lectores, por
ósmosis también. Y por contagio. Gracias a Dios. Y ha podido ser así porque la
habitó esplendorosamente la Santa Trinidad que hizo crecer armónicamente y
abrillantó toda la riqueza de sus cualidades y las solidificó desde la entraña.
Y esto de tal manera que, mientras no fue poseída por Dios en plenitud, sus
grandes valores permanecieron bloqueados y sin vida, ni propia ni comunicativa.
TERESA, LA REFORMADORA
Escribirá
en Camino: «Miradle con tanto padecimiento… perseguido… escupido, negado por
sus amigos y desamparado, sin nadie que le defienda, helado de frío, tan solo…
cargado con la cruz, sin que le dejaran respirar… y Él os mirará con unos ojos
tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por
consolar los vuestros…» Así enseña a orar en Camino, que es como ella en su
oración trata a Cristo Hombre. Aunque pocas veces le apea el tratamiento de «Su
Majestad», Cristo es «tratable», es humano, es su hermano, su esposo, su padre,
su amigo «verdadero», «unas veces de una manera, otras de otra».
Pero este
Hombre Dios tiene una esposa, que es su prolongación sacramental. Teresa ha
visto, ese es su carisma, que entregarse a Cristo, es darse también a la
Iglesia, trabajar para engrandecer el cuerpo místico, como María hizo crecer el
cuerpo físico de Jesús. La misma compasión que siente por Cristo, la siente por
la Iglesia, humillada, perseguida, «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (He
9,5), destruidos los templos, profanados los sagrarios, pero también
agonizantes las almas, sobre todo, las de sus sacerdotes. Conoció las flaquezas
de la Iglesia, pero no le tiró piedras. La compadeció. Cuando «Noé se
emborrachó y medio desnudo se quedó dormido, su hijo Cam vio la desnudez de su
padre y corrió a decírselo a sus hermanos» (Gén 9,20). No se mofará Teresa de
la desnudez del cuerpo de Cristo. Llorará. Y como «Sem y Jafet que tomaron un
manto, se lo echaron a la espalda y caminando hacia atrás, cubrieron, sin
verla, la desnudez de su padre» (Ib 23), Teresa cubrirá la desnudez de ese
cuerpo. Comprenderá todas las debilidades de los hombres que lo componen y que,
aún así, lo construyen (Ef 4,12), y lo integran (1Cor 3,9), y se consagrará a
su reconstrucción, se dedicará a restaurar y a hermosear a la esposa de su
Esposo, que es también su esposa (Prov 14,1). En su tiempo, otros la
escarnecieron, y la rompieron, ella le entregó su vida. Eso es el amor.
Venían
sonando desde el siglo XV voces de reforma «in capite et in membris». Teresa
las escuchará pero comenzando por reformarse ella, que es también miembro,
célula del cuerpo místico, sabedora de que la riqueza de salud de una célula,
repercute en todo el torrente vital del cuerpo. Y al revés. La verdad real es
que la esposa de Cristo siempre está necesitada de reforma pues, «al recibir en
su propio seno a los pecadores, es santa y al mismo tiempo necesitada de
purificación constante y por eso busca sin cesar la penitencia y la renovación»
(LG 8). Por eso Teresa se «determinó a hacer eso poquito que podía hacer, que
es seguir con toda la perfección que pudiera y procurar que estas poquitas que
están aquí hiciesen lo mismo».
LA COMUNIDAD CRISTIANA,
ESPOSA DEL CORDERO INMACULADO, CRISTO (LG 6)
La
Iglesia no es una entelequia, una abstracción. La Iglesia son, somos, los
cristianos, aquellos santos y estos pecadores; aquel cura de Becedas y el padre
García de Toledo, «buen sujeto para nuestro amigo», los arrieros y los
regidores, el obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza, y el gobernador
eclesiástico de Toledo, don Gómez Tello. Y sus carmelitas, y sus frailes, sus
hijos. Y su «Senequita». Y fray Pedro de Alcántara, y el padre Gracián. Sobre
todo el padre Gracián. Aunque al final la defraudará. No estuvo a la altura.
Aciertos y errores. Antes, ahora y después. Así va peregrinando la esposa entre
«las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (Ib). Somos hijos y
tributarios del pasado, que ha acarreado a nuestra vida y cultura el aire que
respiramos y del que vivimos, el terreno de reporte de todos los factores
humanos que constituyen el humus sobre el que es el ser que somos, la
civilización que ha llegado hasta nosotros, y hasta el pecado que se enraíza en
nuestros genes y cromosomas biológicos, llega también hasta las fibras de
nuestro espíritu. En la genealogía de Jesucristo hay nombres santos e ilustres:
Abrahán, Isaac, Jacob, David, José, María… Pero causa sorpresa encontrar
también mujeres tan poco ejemplares como Tamar, tramposa e incestuosa; Rahab,
prostituta; Ruth, pagana; Betsabé, adúltera con el rey David y madre de
Salomón. Si queremos conocer la realidad de la historia, hemos de conocer con
madurez la verdad del devenir de la humanidad, aceptando el bien y el mal que
han hecho, que hemos hecho los hombres, y admirar la generosidad y el amor de
Dios, que quiso que Jesús descendiera a nuestro nivel y participara totalmente
de la condición humana, con sus límites y sus debilidades y pecados, y que su
Hijo entrara en el torbellino de las conductas de los hombres y que se viera
sacudido por el huracán de las humanas pasiones, siendo «uno de tantos» para
salvar a la humanidad desde dentro. Así también el nuevo Israel, la Iglesia. Y
así, Teresa.
18 DE NOVIEMBRE DE 1572
«Díjome
Su Majestad: “No tengas miedo, hija, de que nadie pueda apartarte de Mí”.
Entonces se me representó por visión imaginaria, como otras veces, muy en lo interior,
y me dio su mano derecha, y me dijo: “Mira este clavo, que es señal de que
desde hoy serás mi esposa; de ahora en adelante, no sólo mirarás por mi honra
como Creador y como Rey y tu Dios, sino como verdadera esposa mía: mi honra es
ya tuya y la tuya mía”» (Relaciones 35). Como verdadera esposa de Cristo Teresa
ha sido introducida en el misterio de la Redención, y, con el Redentor, y como
Él, abarca la entera historia de la salvación. A nosotros nos cumple conocer a
qué pueblo teológico pertenece Teresa, igual que conocemos la ciudad de Toledo
donde su abuelo judaizó, y la ciudad de Ávila donde ella nació. Nos enriquece y
nos gusta saber qué generaciones espirituales han precedido a Teresa; qué
cultura y qué vida religiosa y cristiana ha llegado hasta su cuna espiritual, y
en qué ambiente se va a desenvolver su misión de compadecer, restaurar,
embellecer y hacer crecer a la esposa de su Esposo. Es evidente que no puede
escapar de la ley común de todas las comunidades humanas la historia del pueblo
de Dios. Como toda la historia de todos los pueblos ha tenido sus luces y sus
sombras. Cuando llega Teresa a la palestra han transcurrido quince siglos y
medio de cristianismo, algunos de llameante evangelio, otros con vibración
menor, y algunos, desgraciadamente, lejos del camino de las bienaventuranzas.
Hasta
llegar al siglo XVI, el suyo, y el más fecundo para el evangelio, la Iglesia, y
la evolución de su doctrina y espiritualidad, han pasado por muy diversas
vicisitudes y alternancias. Tras los Hechos de los Apóstoles, con el recuerdo
del Esposo vivo todavía, la comunidad paleocristiana vivió con intensidad
enamorada la fe, y se valoró la oración por encima de todas las actividades y
de todos los ministerios. Quedaba aún la Tradición de los Apóstoles, que habían
decidido abandonar la administración temporal, para dedicarse en plenitud «a la
oración y al ministerio de la palabra» (He 6,4); y la oración de la palabra, y
la palabra orada, y el testimonio de los Padres Apostólicos, mantenía fiel a la
esposa de Cristo y la fecundaba para prepararla a enfrentarse a la lucha y al
martirio. De los primeros cristianos decían los paganos que eran «hombres que
oran». Y así vivió la Iglesia durante los tres primeros siglos, que quedaron,
casi todos ellos, señalados con la sangre de los mártires. Primero Esteban, en
Jerusalén. Después, Lorenzo, en Roma. Finalmente, Vicente en Valencia. Y con
ellos ¡cuántos obispos y sacerdotes! Las hogueras vivas y las cruces sembraron
el suelo del Imperio. A aquellos verdaderos soldados cristianos, incluso
hombres laicos y mujeres, vírgenes adolescentes y, hasta niños, no les
aterrorizaron ni los tormentos, ni los suplicios, porque estaban arraigados en
la raíz inconmovible de los mandamientos divinos y fortificados con las
enseñanzas y con la vida del evangelio. «La sangre de los mártires, semilla de
cristianos» (Tertuliano).
Al fin,
la paz, y con la paz constantiniana, se inician cuatro siglos maravillosos que
se extienden hasta el final del período carolingio y de nuestra cultura
isidoriana, en los que la Iglesia, respaldada por el Imperio, intentó salvar la
cultura, especialmente el Derecho Romano, como medio de civilización de los
pueblos bárbaros, a fin de convertirlos en factores nuevos de progreso humano y
poder sembrar el evangelio en aquellos surcos nuevos de aquellos hombres
nuevos. Comenzó entonces a extenderse el estudio de la Palabra, y la reflexión
teológica de los santos Padres invadió las inmensas bibliotecas con su sabia
producción. Fueron tiempos desbordados de estudio, oración y predicación. Las
obras de los Padres fueron una prolongada reflexión sobre la Palabra, y una
escuela evangélica de oración, de kerigma y de estudio. «La fe proviene de la
predicación; y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 10,17).
Consiguientemente,
cuando después de los Padres, falló la predicación, se sucedieron unos siglos
de decadencia, que prepararon la invasión musulmana en Hispania. Pero la lucha
contra el invasor ejercitó a los cristianos, y a los mozárabes, para
enfrentarse al Islam. Brotó de nuevo el estudio y la plegaria, en los pequeños
reductos, y en la clandestinidad, hasta que en el siglo XII, se retornó al
cultivo de las ciencias sagradas y a la oración, que determinará el apogeo del
siglo XIII, que otra vez llena bibliotecas, engendra santos, edifica templos,
escribe poemas y hace teología y oración en piedra con las catedrales e
imágenes; en colores, con las pinturas y los códices miniados; en verso, con
Gonzalo de Berceo, las Cantigas y la Divina Comedia.
Y OTRA VEZ LA NOCHE
Tras este
insigne esplendor, sobreviene de nuevo la decadencia de los siglos XIV y XV en
los que se produce un eclipse largo del evangelio de Jesús, de teología, de
oración, de verdad y, por tanto, de vida evangélica. Occidente es invadido por
la corrupción y desolado por las guerras. Los hombres no han podido vivir nunca
largos tiempos en paz.
EL SIGLO DE ORO
Y después
de esta larga noche y oscura, comienza, ¡oh dichosa ventura! a despuntar de
nuevo la aurora en el glorioso siglo XVI, justamente llamado «Siglo de Oro», en
el que florecen las artes y renace la cultura. En Castilla se crean veinte
universidades y hay veintitrés facultades de teología, en las que se explica la
palabra de Dios y se escriben libros de piedad, de ascética y de mística. El
renacimiento espiritual alcanza todos los niveles, mientras en Europa se
desarrolla el Humanismo. Ha germinado un semillero y ha brotado un deseo
generalizado de volver a las fuentes y a la interiorización del evangelio,
porque la tentación constante siempre, y lo sabían ya bien los profetas del
Antiguo Testamento, es la de convertir la religión en fenómeno externo, en
ritualizado «rabinismo» no comprometedor de la vida. Algunas órdenes
Religiosas, como la Franciscana y la del Carmen, habían recogido el clamor de la
Reforma. En España, los Reyes Católicos, apoyados por los obispos Hernando de
Talavera y Cisneros, tratan de implantar la Gran Reforma entre el clero y los
religiosos. Fruto de esta inquietud brotan numerosos escritores de oración y de
virtudes cristianas, como García Jiménez de Cisneros, primo del Cardenal, y
Abad de Montserrat, con su Exercitatorio de la vida espiritual, en el que
Ignacio de Loyola incubó sus Ejercicios. Escriben también Francisco de Osuna,
Bernardino de Laredo, Alonso de Orozco, Francisco de Evia, fray Luis de
Granada, san Pedro de Alcántara, Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, y
muchos más.
Todos
ellos serán censurados por causa del erasmismo y alumbradismo y por el peligro
de la herejía protestante. La herejía protestante, «Los luteranos de Francia».
Teresa oyó hablar de sus desmanes cuando andaba en trance de fundación, y la
van a espolear en su afán de mayor austeridad y santidad, que buscará para ella
y para sus hijas, como medio de ayudar con mayor eficacia a la Iglesia, evitar
que se extienda su rompimiento, extender el ejercicio de las virtudes
cristianas y de la oración, según el modelo inflamado de aquellos hombres de
Dios del Carmelo. Ella ha leído en la Institución de los primeros monjes, que
su oración fue tan valiosa cual la de Elías, que en su lucha con los profetas
de Baal, atrajo durante dos años la sequía, «Vive Yavé, Dios de Israel, que en
estos dos años no habrá lluvia ni rocío, mientras yo no lo diga» y resucitó con
su oración, al hijo de la viuda de Sarepta, y «postrado en tierra en la cima
del Carmelo, hizo caer una lluvia abundante» (1Re 17).
La
Institución de los primeros monjes era considerada por los carmelitas del siglo
XVI como la regla antigua, resultando así históricamente la fuente primitiva,
aunque jurídicamente lo era y lo es la Regla albertina, como escribe Efrén en
Tiempo y Vida. «Lo que leía santa Teresa era, sin embargo, una doctrina
espiritual con estructuras de historia legendaria. Aquellas afirmaciones no
resisten hoy a la crítica documental. Pero tienen valor de medio para inocular
la vinculación a la Madre de Dios y al profeta Elías» (Ib). En la historia de
la Iglesia era necesaria esta mujer. Si ella no hubiera sido fiel a su Dios, en
la Iglesia habría un vacío enorme cuyas consecuencias y frutos, aunque en su
mayor parte son y serán desconocidos, porque están en el misterio escondido con
Cristo en Dios (Col 3,3), serían trascendentales. Pero fue fiel y está ahí,
sirviendo a su Esposo y a la esposa de Cristo, enamorada de los dos hasta morir
de amor por ambos: «Al fin, Señor, soy hija de la Iglesia».
LA ESCRITORA
La
formación de Teresa como escritora viene de lejos. Nadie podía pensar que
cuando devoraba libro tras libro de caballerías gastando «muchas horas del día
y de la noche, y se apasionaba y se embebía tanto, que si no tenía libro nuevo
no estaba contenta», en aquellas lecturas estaba comenzando a germinar el rosal
de la escritora, que se inició en el arte de escribir esbozando junto con su
hermano Rodrigo, su confidente, su propio libro de aventuras. No cabe duda que
estas lecturas le proporcionaban cultura y lenguaje, pero también la iban
introduciendo en el conocimiento de las diversas reacciones del corazón humano,
lo que contribuyó a dotarla de buenas dosis de psicología. Su enorme capacidad
asimilativa depositó en el subconsciente el arte de escribir que, madurado por
las lecturas de adulta, espirituales, densas y cerebrales, ha sabido después
utilizar genialmente, sin seguir demasiadas reglas gramaticales, que
desconocía, pero que han poblado sus escritos de narraciones ágiles y vivas,
llenas de imágenes expresadas con brillantez y saturadas de profunda
introspección. Del estilo novelesco de sus lecturas le ha quedado la técnica
del relato, y de los diferentes caracteres y reacciones femeninas y masculinas
en el tema del amor, su psicologismo.
Esto en
la forma, y en el fondo igualmente ha sabido coordinar la densidad del concepto
de sus lecturas serias y trascendentes, con la agilidad y la frescura de las
imaginativas y líricas que devoró, creando un estilo propio en el que se
engarza la solidez del concepto con la galanura de la narrativa, como afirma
Menéndez Pidal: «Aunque Teresa fue toda su vida voraz lectora de los doctos
libros religiosos, no sigue el estilo de ninguno de ellos. La austera
espontaneidad de la santa es hondamente artística. Aunque quiso evitar toda
gala en el escribir, es una brillante escritora de imágenes».
Mujer
escogida y trabajada exquisitamente por Dios, Quien quedó tan satisfecho de su
obra que le dijo un día: «Si no hubiera criado el cielo, por ti sola lo
criara». Afortunadamente hoy podemos conocer los caminos por donde anduvo su
alma privilegiada, porque en los libros que escribió, nos la dejó esculpida.
Donosa y clásica escritora. Teresa es un clásico. Puede mirarse la obra de
santa Teresa como obra literaria, que lo es. Otro clásico, fray Luis de León
escribió: «En la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad
con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma del decir y en la pureza
y facilidad del estilo y en la gracia y buena compostura de las palabras y en
una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra
lengua escritura que con sus libros se iguale» (Carta prólogo en la edición
príncipe, 1588). Pero lo principal de la obra de santa Teresa no es su calidad
literaria, que la tiene, sino su contenido doctrinal. A la verdad ella no
hubiera escrito una sola página por hacer literatura. Escribió para darse
interiormente a conocer a sus confesores, para complacer a sus hijas que
solicitaban su magisterio, y para obedecer a quienes se lo mandaban. Hubo
siempre alguien que le mandó escribir: El padre García de Toledo, Francisco
Soto y Salazar, Domingo Báñez, Ripalda, el «Vidriero», el padre Gracián y el
doctor Velázquez.
Patrona de los escritores
españoles y doctora de la Iglesia universal.
Fue
declarada en 1965 por Pablo VI Patrona de los escritores españoles. Ellos han
reconocido su calidad y su mérito.
Azorín ha
dejado escrito un testimonio sobresaliente de la Vida: del que dice que es el
libro más hondo, más denso, más penetrante que existe en ninguna literatura
europea. A su lado, los más agudos analistas del yo, son niños inexpertos. Y
eso que no ha puesto en este libro sino un poquito de su espíritu. Pero todo en
esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades,
todo puro, todo denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una
ansiedad trágicos.
Ha
escrito Gerardo Diego que Teresa escribe como es; es ella escribiendo, y como
la habita Dios es Él quien escribe por ella y es Él el que pone el brillo a
todas las calidades humanas con que la había enriquecido.
También
Marañón la ensalza: «Toda su vida está escrita en cada línea que escribió. Por
extraño que le sea el tema tratado, deja girones de personalidad, como deja
copos de lana el corderón entre las zarzas. Este arte inconsciente de
transparentar la vida del autor en todo lo que escribe, es una de las notas más
auténticas de la superioridad de un escritor».
«No se ha
podido escribir mejor, porque tampoco se ha podido vivir existencia mejor, toda
entendimiento y voluntad abierta» dice Emilia Pardo Bazán.
GESTACIÓN DE SU PRIMER
LIBRO: SU «VIDA»
Cuando
empezó a ser invadida por las mercedes de Dios en la oración, se apresuró a
pedir consejo y a desvelar su alma a sus consejeros —algunos ya citados—, y se
encontró bloqueada al intentar manifestar lo que ocurría en su alma, el
misterio. ¿Cómo podrá decir su vida, su alma henchida de Dios? Una cosa es
vivir, experimentar; otra decir lo inefable. Y aún no se le ha dado este
carisma. Forcejea. Ha leído la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo y
se ha visto reflejada allí, al pie de la letra. Subrayó los pasajes con que él
describe lo que a ella le ocurre y entregó el libro a sus consejeros. Esta
narración tan original de su vida, la relación escrita dirigida al padre Pedro
Ibáñez y las diversas Cuentas de conciencia, constituyen el embrión del libro
de la Vida, que, por mandato del padre García de Toledo, terminó de escribir en
junio de 1562, cuando ya gozaba del carisma de efabilidad.
Teresa
escribe «como quien tiene un dechado delante, del que está sacando aquella
labor». Le dictan. «Es así que, cuando comencé esta última agua a escribir, me
parecía más imposible saber tratar estas cosas que hablar en griego, así de
difícil es. Así pues, lo dejé y me fui a comulgar. Bendito sea el Señor que así
favorece a los ignorantes. ¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes! Iluminó
Dios mi entendimiento, unas veces con palabras y otras inspirándome cómo lo
había de decir, que parece que Su Majestad quiere decir lo que yo no puedo ni
sé. Esto que digo es entera verdad, y así lo bueno que diga es doctrina suya,
lo malo, del piélago de los males que soy yo». Por eso fray Luis de León no
duda que «hablaba el Espíritu Santo en ella en muchos lugares y que le regía la
pluma y la mano».
INSTRUMENTO RACIONAL AL
SERVICIO DE DIOS
A veces
le inspiraban, pero ordinariamente ella ponía el instrumento adiestrado y
afinado por sus copiosas lecturas, entre las que se incluyen las Confesiones de
san Agustín, cuyo estilo de diálogo con Dios adopta muchas veces. Hemos visto
antes que había leído mucho. Y lo había poderosamente asimilado. Había leído de
todo, pero fundamentalmente libros buenos. «Diome la vida haber quedado amiga
de buenos libros». Cuando termina de escribir el libro de su Vida tiene
cuarenta años. Su personalidad está granada, en plenitud de madurez vital,
biológica, humana con la riqueza de sus variadísimas vivencias, y siempre en
búsqueda de que le garanticen sus experiencias, todavía reescribe su libro, su
“alma”, obedeciendo a Francisco de Soto y Salazar, que será después obispo de
Salamanca, para enviarlo al padre Juan de Ávila, el más prestigiado criterio de
Andalucía, quien «si aceptó leerlo fue, no por pensar que él fuera suficiente
para juzgarlo, sino por aprovecharse de su doctrina con la que se ha consolado
y podría edificarse con ella». Teresa, a su vez, descansó y se consoló con el
dictamen de Ávila, seis años después de la primera redacción, y en vísperas de
inaugurar la reforma de los frailes en Duruelo con san Juan de la Cruz y el
padre Antonio de Jesús, el de Requena.
«CAMINO DE PERFECCIÓN»
SU SEGUNDO LIBRO
Creado ya
el primer monasterio en Ávila vencidas enormes dificultades, escrito el Libro
de la Vida, pero embargado por su confesor, el padre García de Toledo, habiendo
recibido el consejo del padre Báñez de que escribiera otro libro, e importunada
por sus hijas, que necesitaban tener a mano y por escrito su entrañable
magisterio oral, y conocedora del deseo de Báñez, toma de nuevo la pluma y, de
una manera sencilla y familiar, escribe unos avisos, que con el tiempo llegarán
a ser titulados Camino de perfección. Murió con el deseo de verlo editado. Un
año tardó en editarlo don Teutonio de Braganza, obispo de Évora, pues lo
consiguió en 1583, muerta ya la Santa. El padre Gracián lo editó en Salamanca
en 1585, y san Juan de Ribera en Valencia en 1587. En 1588, fray Luis de León,
después de desenmarañar la madeja del castigado códice de Toledo, lo editará en
Salamanca. Aparte de su excelente doctrina, su trazado didáctico es una
maravilla de construcción y de amenidad, de sabiduría y de inaudita pedagogía
femenina, programático y práctico para enseñar deleitando cómo llegar a la
perfección. Y por añadidura encontramos en él una fuente valiosa de información
sobre la situación del cristianismo, y de la vida religiosa y de determinadas
actitudes sociales de su tiempo.
Queriendo
con todas sus fuerzas ayudar a sus dos apasionados amores, a la esposa de
Cristo, y «a este Señor mío que tan apretado le traen», por la limitación de
los condicionamientos eclesiales y sociológicos de la época, que margina y
subestima a la mujer, cuyos derechos Teresa subliminalmente reivindica, se
entregará ella y dedicará a sus monjas a la oración, con lo que, sin ruido,
alcanzaba la entraña del problema. Y ese es el tema nuclear de Camino de
perfección: la oración como causa transformadora de los orantes, y el ejercicio
de las virtudes evangélicas que los hagan capaces de poder llegar a la «fuente
del agua viva», que, para ella, es la oración perfecta, la contemplación, para
ser eficaces con sus plegarias. Pues, aunque Dios escucha toda oración, de
oración a oración va mucho. Camino, además, a la vez que es un tratado de
oración, es también una práctica de oración teresiana, pues en casi todos los
puntos doctrinales intercala conversaciones con el Señor, efusiones afectuosas,
peticiones ardientes, alabanzas, acciones de gracias, en comunión con el
lector.
También
podría llamarse el libro Camino de santidad, con mayor acento actual de
iniciativa divina. Su experiencia propia de orante y de cristiana, las
confidencias de sus hijas, la observación de sus años en la Encarnación, la
asimilación de la lectio divina durante sus veintisiete años de monja y, sobre
todo, la inspiración de Dios, que otorga sus luces a quienes Él confía una
misión eclesial, son las fuentes de este libro, fundamental para vivir el hecho
cristiano, y clásico en la literatura universal. Que se haya escrito a ratos,
con muchas, y a veces largas interrupciones, y sin echar mano a libros de
consulta, no le resta mérito, al contrario, lo hace más vivo y dinámico.
LA PALABRA DE DIOS EN
SUS OBRAS
Como
todas sus obras, también Camino está muy enraizado y respaldado en la palabra
de Dios, pues aunque su lectura no fue directa, sino a través del Breviario, de
devocionarios al uso y de las perícopas de epístolas y evangelios dominicales
que pudo leer en la biblioteca de la Encarnación en la traducción de fray
Ambrosio Montesino, está muy presente la Sagrada Escritura en la obra escrita
de la autora. Pocas veces cita explícitamente, pero existe un río subterráneo
en su espíritu que alimenta abundosamente sus imágenes y sus frases; lo que
coincide con su experiencia mística que también es Palabra, aunque privada, que
no desmiente la Palabra pública, y que es una manera fruitiva profunda de
conocer en vivo la Palabra. Ofrecen también un influjo notable de divina
Escritura los Morales o Comentarios del Libro de Job, de san Gregorio Magno,
que ella había leído y asimilado. Hasta su modo de concebir la oración y de
dirigirse a Dios en el diálogo, trae remembranzas de los diálogos de Job con
Dios.
En la
laboriosa elaboración de Camino, he procurado localizar todos los datos
revelados, explícitos unas veces, implícitos las más, y esto con
intencionalidad doble, la de dejar más asegurada, aunque no lo necesita, la
doctrina de la mística Doctora poniendo de relieve sus raíces, y la de hacerla
más actual, porque destacando lo mucho que ella amó la Palabra, se aprecia cómo
se anticipa a las orientaciones del concilio Vaticano II enaltecedoras y
estimulantes de la lectura de la Sagrada Escritura: Así dice la Dei verbum: «Es
necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión
cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella. Porque en los
sagrados libros, el Padre que está en los cielos, se dirige con amor a sus
hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de
Dios, que es en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe de
sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. Pues
la palabra de Dios es tan viva y eficaz (Heb 4,12), que puede edificar y dar la
herencia a todos los que han sido santificados» (He 20,32) (21).
AL FIN, MUERO HIJA DE
LA IGLESIA
«Ya es
tiempo de caminar. ¡Vamos muy enhorabuena!» Maltrecha y agotada, obediente a
sus superiores, que eran sus hijos, hasta la muerte. Así tenía que ser. En Alba
de Tormes a donde la conduce, medio muerta, la obediencia al padre Antonio de
Jesús, provincial de Castilla, se paró aquel corazón consumido de amor a Cristo
y a la Iglesia, los dos, el único amor de esta mujer excepcional. «Al fin,
muero hija de la Iglesia». Fueron sus últimas palabras, y en ellas va encerrado
todo el secreto de su vida: el deseo de servir a la Iglesia, «ayudar lo que
pudiera a este Señor mío, que tan apretado le traen», y el temor de que la
Iglesia no permitiera que ella la ayudara e impidiera el desarrollo de su
carisma; que no la quisiera mantener en sus entrañas maternales, que pudo haber
ocurrido, y no fue fácil que no ocurriera, pues los «tiempos eran recios».
INFLUENCIA DE SUS OBRAS
Por sus
escritos ha podido Teresa extender su magisterio, incluso extramuros de la
Iglesia Católica. Con sus páginas ha llegado hasta la judía, hoy, gracias a
ella, Beata Edith Stein que, en 1921 leyó de un tirón su Vida y encontró la
verdad. Ha alcanzado también al patriarca ortodoxo Atenágoras, al primado
anglicano Ramsey, y a los también anglicanos Allison Peers, y Trueman Dicken,
autor éste de Crisol del amor, un estudio profundo sobre los libros de Teresa y
de su compañero san Juan de la Cruz. Y la que en Camino se lamentó del
crecimiento de la desventurada secta de los «luteranos», con sus libros ha
inspirado en algunos temas, al filósofo protestante Leibniz, y ha conseguido
que el también luterano Ernst Schering haya escrito la obra Mística y realidad,
basada en las experiencias místicas de ella. Otro luterano, Roger Schutz,
ferviente admirador, ha escrito de ella: «Santa Teresa de Jesús compraba,
discutía de negocios, escribía, y vivía al mismo tiempo, en su vida profunda,
en la intimidad con Dios. Por algo esta mujer ha sido siempre un ejemplo
clásico de contemplativo». Lo dice él, que ha fundado Taizé, según el ideal
contemplativo.
Camino de
perfección nos descubre la entraña de una extraordinaria mujer, y de una madre
universal, sublimemente divina y tiernamente humana, con la garantía de leer
doctrina de la Iglesia que por boca de Pablo VI ha proclamado a santa Teresa
«doctora» el 27 de septiembre de 1970. La primera doctora de la Iglesia.
1. DE TERESA DE CEPEDA
Y AHUMADA A TERESA DE JESÚS
Singular
trayectoria. Dios buscó a Teresa, Teresa buscó a Dios y los dos se encontraron;
pero la aventura, que terminó con su muerte en el seno de la Iglesia «¡al fin,
muero hija de la Iglesia!», duró casi sesenta años.
¡Cuánto
amó a la Iglesia! ¡Cuánto trabajó por ella! ¡Cómo le dolió su rompimiento en
dos mitades por los «luteranos de Francia»! ¡Hasta dónde la laceró conocer por
fray Alonso Maldonado, «las muchas almas que por las Indias se pierden»! Tenía
que hacer algo, tenía que aportar su colaboración, su esfuerzo, su imaginación
creativa, pero «como se vio mujer y ruin», sólo podrá aportar su oración, su
organización, su dolor, su carisma, en fin.
Su
oración, y recorrerá el camino a solas y sin maestro hasta que el Maestro le dé
«libro vivo». Su organización, y levantará dieciocho monasterios «sin una
blanca». Su dolor, y se verá plagada de enfermedades, de Vida fecunda la suya.
Desde que siendo niña se reunía con su hermano Rodrigo para leer vidas de
santos y repetir muchas veces ¡para siempre, siempre, siempre! y se escape con
él a tierra de moros a que los «descabezasen por Cristo», y decidan ser
ermitaños, y construya con piedrecitas pequeños monasterios jugando con sus
amiguitas como «que éramos monjas», y a los trece años acuda a la Virgen de la
Caridad a decirle que se le ha muerto su madre y que lo sea ella ahora, lo «que
le ha valido», y con la lectura de los libros de caballerías haya perdido el
fervor de cuando niña, y los flirteos con sus primos que estuvieron a punto de
tronchar su vocación…, hasta que la alcanzó la muerte: «Ven, muerte, tan
escondida», en Alba de Tormes, ¡qué peripecia tan singular e insólita, qué
andadura tan rica y polifacética, qué maternidad tan prolífica y qué acción tan
estimulante! Doña María de Briceño, en Nuestra Señora de Gracia, restaurará las
heridas de la avidez de sus lecturas, y la afectividad lastimada por sus
primos, criadas y parientas, y curará su tibieza que la hacía «enemiguísima del
monjío». Una enfermedad la saca del monasterio de las Agustinas, donde se había
hecho querer, como en todas partes siempre.
Tuvo tino
la Briceña para desadormecer a Teresa que ya desde entonces comienza a
reflexionar en serio en qué estado servirá a Dios.
La visita
en Hortigosa de su tío don Pedro de Cepeda, virtuoso y amigo de buenos libros,
enriquece el afán de la lectora y cambia el rumbo de sus temas. El tío quiere
que le lea a él, y ella, por darle gusto, le lee, y la fuerza de la lectura y
la conversación ablandan el barbecho, hacen que se vaya encontrando a sí misma
y empiece a recordar la
Monja
carmelita en la Encarnación de Avila. Entró en la Encarnación. El empeño que
puso en la lucha la enfermó, y la llevaron a curarse a Becedas, donde casi la
mataron, cuando andaba ya por las quintas moradas, introducida por Francisco de
Osuna a través de su Tercer abecedario, regalo de su tío el de Hortigosa.
Curada, deviene el milagro de san José y se convierte en la monja fina, pálida
y delicada, de palabra fácil, porte gentil personalidad seductora, que atrae
las simpatías, las visita y las limosnas al monasterio pobre. Retroceso y
recuperación. Mal aconsejada, cede a su natural y, «de pasatiempo en
pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión», pierde el fervor y
casi su vocación de orante. Deja la oración porque tiene vergüenza de manifestándole
el desagrado que le producen aquellas amistades y sus charlas en el locutorio
que la desangraban. La desinteriorizaban.
Siguen
diez años de mediocridad, de chalaneo entre Dios y el mundo. «Pasaba una vida
trabajosísima». Sufre en la oración, porque no es fiel: No es lo mismo profesar
como monja en un monasterio que penetrar en el misterio de Dios, dejarse quemar
en su fuego y permanecer con docilidad en su nube asomada al abismo. Lo primero
se puede hacer desde una vida ramplona y vulgar. lo segundo exige una inmensa y
dolorosa purificación, devoradora de la mujer vieja. Doña Teresa vivió como
monja mediocre casi veinte años. A punto de cumplir los cuarenta la va a tomar
Dios por su cuenta, porque la tiene elegida para maestra de la Iglesia de su tiempo,
sacudida por el vendaval de la polémica en torno a la oración, cuando además no
se aprovechaba la fuerza de la mujer. Corriente antioracionista y antifeminista
que Teresa está llamada a corregir y a orientar, como maestra segura de oración
y de vida cristiana, de su tiempo y de todos los tiempos. Y, como el mejor
médico suele ser el que padeció la enfermedad que ha de curar, la Providencia
dispuso que Teresa aprendiera a orar sola, por no haber tenido maestros: “yo no
hallé maestro, aunque lo busqué, en veinte años». Tropezando, abandonando,
recomenzando, perseverando, saldrá maestra de oración. Veinte años de oración a
secas, dura, ascética, «cuando sacaba una gota de agua se sentía feliz», para
poder después, desde su experiencia, enseñar a sacar agua del pozo para regar
la huerta.
Dios
seguía acosando, pero ¡alerta!, que Su Majestad le está preparando la
emboscada.
EL ULTIMÁTUM
En esta
guerra interior de fluctuaciones y titubeos, en este caer y levantarse, a Dios
ya le corre prisa, y dirige un ultimátum a Teresa: la vista de la imagen de un
pequeño «Cristo muy llagado» la sobresaltó de forma tal que decide, «con
grandísimo derramamiento de lágrimas, no levantarse de cabe sus plantas hasta
que no hiciese lo que le suplicaba: la fortaleciese ya de una vez para no
ofenderle». La lectura de las Confesiones de san Agustín hincará más el arpón:
LA CONVERSIÓN
El
capítulo nueve de la Vida, en que narra su conversión definitiva, es
considerado como el punto clave en la vida de Teresa. Ha pasado ya el ecuador
de su vida. Tiene 39 años. Le quedan 27 de vida y muchas cosas por hacer. Los
planes de Dios sobre ella son de gran vuelo. Ya es hora de intervenir. Y va a
intervenir.
VIDA MÍSTICA HABITUAL
Los
atisbos de quinta morada en Castellanos de la Cañada de hace quince años,
cuando sólo tenía veinticuatro, al rescoldo de la lectura del Tercer
abecedario, que nos ofrece el embrión de su carisma al convertir al sacerdote
de Becedas, se van a hacer habituales y la van a instalar en creciente vida
mística. Veamos por qué. Ante el alud de las mercedes, Teresa acude a sus
consejeros: Francisco de Salcedo y Gaspar Daza. Escuchan sin entender; escapaba
a sus esquemas aquella monja tan desenvuelta y tan enriquecida de Dios, y
diagnostican que su espíritu es diabólico. Terrible tortura para Teresa que no
hace más que llorar. «Fue grande mi aflicción y lágrimas». La incompetencia y
tozudez de aquellos cortos e intransigentes directores obligó a Teresa a
someter su conciencia a unos y a otros y su caso pasó de mano en mano discutido;
lo que le ocasionó un martirio atroz. Desposorio místico. Un poco y llegarán
Diego de Cetina que, aunque joven, la apacigua, y Francisco de Borja y el padre
Juan de Prádanos, gloria a Dios, que aciertan. A este último le cabe el mérito
de que, bajo su dirección, alcance Teresa el desposorio místico, que ella
encuadra en su Sexta Morada. Teresa oye la voz: «Ya no quiero que tengas
conversación con hombres, sino con ángeles». La gracia que sana. En este
momento ha comenzado una nueva vida para Teresa. El Señor ha estado grande con
ella. No olvidemos que la grandeza es del Señor, que socorre la debilidad de
Teresa. Se puede mirar el privilegio como mérito del privilegiado, y es todo lo
contrario; se privilegia la flaqueza que necesita ser ayudada, restañada,
curada, para poder cumplir los designios del autor de los regalos. Dios la
quería más interior. Si su psicología y sus contradicciones interiores son un
obstáculo, Él la sanará y las armonizará. Es creada la mujer nueva.
Paladinamente lo confiesa Teresa en el capítulo veintitrés: “De aquí en
adelante es otro libro nuevo, quiero decir otra vida nueva. La de hasta aquí
era mía, ésta es de Dios que vive en mí».
TERESA ESTRENA VIDA
NUEVA
Tras los
forcejeos de ella, sus vacilaciones y mediocridad, Dios se enseñorea de su
timón, porque la necesita transfigurada, transformada, recreada. Ha muerto ya
el gusano de mal olor y ha nacido la mariposa, «la mariposita blanca». Lo que
Teresa no pudo conseguir en tantos años, lo logra Dios con su gracia en un
instante.
CATARATA DE CARISMAS
Siguen
las gracias místicas esplendorosamente, dolorosamente, eficazmente: visiones
intelectuales de Cristo, Teresa está bien preparada; fogueada por Dios, puede
ya “repartir la fruta”; dará la talla, cruzará Castilla cabalgando a lomos de
mula o en carreta, atravesará la nevada sierra de Guadarrama en crueles
invernadas, llegará hasta Andalucía y estará a punto de perecer ahogada en el
difícil paso de una torrentera burgalesa. Camina ya dentro de la morada del Rey
y su presencia y su actividad es la de Dios. Se eclipsó su luz en Alba. «Ya es
tiempo de caminar. ¡Vayamos muy enhorabuena!» Maltrecha y agotada, rezumando
Dios por todos sus poros, humanísima y celestial, soñadora y realista
-equilibrada-, inteligentísima y práctica, decidida y trabajadora infatigable,
haciéndose presente en toda Castilla y Andalucía con sus cartas, tan humanas y
afectuosas, preocupada, tanto por las necesidades más ordinarias de la vida,
como por el vuelo de sus corresponsales, y obediente a sus superiores, que eran
sus hijos, hasta la muerte- Así tenía que ser. En Alba de Tormes a donde la
conduce, medio muerta, la obediencia al padre Antonio de Jesús, provincial de
Castilla, se paró aquel corazón singular cansado de tanto amar, agotado y
consumido de amor teologal: «Al fin, muero hija de la Iglesia». Fueron sus
últimas palabras, y en ellas ve encerrado todo el secreto de su vida: el deseo
de servir a la Iglesia, «ayudar lo que pudiera a este Señor mío, que tan
apretado le traen», y el temor de que la Iglesia no permitiera que ella la
ayudara e impidiera el desarrollo de su carisma; que no la mantuviera en sus
entrañas maternales, que pudo haber ocurrido, y no fue fácil que no ocurriera.
GESTACIÓN DEL LIBRO DE LA VIDA
Pero nos
interesa saber cuándo empieza a escribir. Concretamente este libro de su Vida.
Cuando comenzó a pedir consejo y a abrir su alma a sus consejeros -algunos ya
citados-, se encontró trabada al querer manifestar lo que ocurría en su alma,
el misterio. ¿Cómo podrá explicar su vida, su alma henchida de Dios? Una cosa
es vivir, experimentar; otra decir lo inefable. Y aun no se le ha dado este
carisma. Forcejea. Ha leído la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo y
se ha visto reflejada allí, al pie de la letra. Subrayó los pasajes con que él describe
lo que a ella le ocurre y entregó el libro a sus consejeros. El embrión de
«Vida». Esta narración tan original de su vida, la relación escrita dirigida al
padre Pedro Ibáñez y las diversas Cuentas de conciencia, constituyen el embrión
del libro de la Vida, que, por mandato del padre García de Toledo, terminó de
escribir en junio de 1562, cuando ya gozaba del carisma de poder decir lo
inefable. Le dictan. Escribe ella, pero «como quien tiene un dechado delante,
del que está sacando aquella labor». Le dictan. «Es así que, cuando comencé
esta última agua a escribir, me parecía más imposible saber tratar estas cosas
que hablar en griego, así de difícil es. Así pues, lo dejé y me fui a comulgar.
Bendito sea el Señor que así favorece a los ignorantes. ¡Oh virtud de obedecer,
que todo lo puedes! Iluminó Dios mi entendimiento, unas veces con palabras y
otras inspirándome cómo lo había de decir, que parece que Su Majestad quiere
decir lo que yo no puedo ni sé. Esto que digo es entera verdad, y así lo bueno
que diga es doctrina suya, lo malo, del piélago de los males que soy yo». Por
eso fray Luis de León no duda que Genial comunicadora. Teresa sabía hablar, era
una gran comunicadora. También sabía escribir. Aunque apenas conocía la
gramática ni las reglas de sintaxis, ha sido capaz de conseguir un estilo lleno
de fuerza que, con imágenes vigorosas, narración vivaz en los relatos y
pinceladas coloristas, pone en pie al lector. Ahí brilla su genio mejor. Esto
en la forma, y en el fondo, la interior introspección, resultado de su rica y
poderosa personalidad y del conocimiento de las reacciones psicológicas que
asimiló en sus lecturas de
EN BUSCA DE LECTORES
Ha
escrito Julián Marías refiriéndose a san Juan de la Cruz, que el autor, por muy
santo que sea, prefiere tener lectores más que estudiosos. Debemos dilatar la
audiencia selecta de Teresa en estos Se comprende, sólo con asomarnos a aquel
ambiente, que Teresa tuviera dificultades, y no sólo las sociales. En una
atmósfera, no sólo poco propicia, sino hostil, cuando sólo el pensamiento de
buscar la interioridad era peligroso (se temía el erasmismo y el alumbradismo),
Teresa se abre camino y ofrece con contundencia el mensaje de aquel momento,
para aquel momento. Y en medio de la tormenta se abrió camino, ¡y qué camino!
Creo que no hay en toda la historia de la Iglesia un panegirista de la oración
más caracterizado, elocuente y persuasivo que Teresa en obras y en palabras.
Fue su gran divina intuición. Hemos vivido unos años de verdadera algarabía en
torno a la oración. Y no sólo en la Iglesia Católica sino también en las
separadas. Sobre la oración primero fue el silencio. Después la calumnia. Luego
la omisión. Y ahora que se habla más de ella, creo que se habla más que se
ejerce. Mientras avanza el desierto.
Con la
teología radical de la muerte de Dios, no había posibilidad de diálogo con un
Dios muerto. Con la crisis y falta de fe, Dios no interesaba al hombre. La
autonomía del hombre descartaba el trato con el Ser trascendente. Más, se le
consideraba rival y amenazante. Estorbo para el desarrollo humano. Con la
secularización y la desacralización, el trato con Dios era una forma alienante
de la personalidad. Le escasa coherencia de los orantes profesionales, daba
origen a acusar a la oración de evasión y desencarnación de la vida. En esta
situación, como en la suya, no más fácil, ni menos difícil, Teresa alza la voz
y nos dice: «que nadie tomó a Dios por amigo que no se lo pagase». Y se
pregunta: ¿Por qué no hacen oración? La oración es importantísima, pero no lo
es todo. El primado es del amor, pero sin oración el huerto no produce flores,
es decir, ni amor ni valores humanos, ni virtudes evangélicas, y las
bienaventuranzas sin ella yacen marchitas, heladas: «Que para esto es la
oración, para que nazcan siempre obras, obras, obras», que en el pensamiento de
la maestra equivalen a virtudes.
La
Primera fuente de información de Santa Teresa, es la humana. Sorprende al
estudioso de santa Teresa la abundancia de doctrina que encuentra en sus obras,
más si se tiene en cuenta el ambiente cultural de su época, en el que la mujer
tenía la puerta cerrada a las letras. Aún así, Teresa conoce toda la teología
católica. Es más. No quiere oración que no vaya fundamentada en doctrina
sólida: “de devociones a bobas nos libre Dios”. Es verdad que ella tiene varias
fuentes de información y de formación. A la humana, y a ésta me refiero ahora,
ha accedido por via de lectura personal y por la escucha, también individual y
personal, de los mejores teólogos de su tiempo: “Yo he tratado a muchos, pues
los he buscado y siempre fui amiga de ellos”: Domingo Báñez, el Padre Ibáñez,
García de Toledo, y un largo etcétera, a quienes ella consultó, escuchó y cuya
enseñanza asimiló, de qué manera… ¡Cuánta gratitud rebosa ella, tan agradecida,
a “estos hombres que nos enseñan a los que sabemos poco y nos dan luz y nos
enseñan a entender las verdades de la Sagrada Escritura”! “Había de ser muy
continua nuestra oración por estos que nos dan luz”.
Necesidad
de testigos hoy. “En un mundo secularizado las huellas de Dios se van borrando
y por este motivo la concentración en el Dios Trino como origen y base firme de
nuestra vida y de todo el mundo constituye la tarea más urgente”, ha dicho Juan
Pablo II a un grupo de profesores de Teología. Estas palabras nos ha afianzado
más en la idea de que Santa Teresa de Jesús puede aportar al mundo eso que
urgentemente necesita y precisa que se lo digan más que los maestros, los
testigos, y testigo es ella que se ha visto inmersa experimentalmente en la
inmensidad de la vida trinitaria.
La
segunda fuente de información de Santa Teresa: la divina. Enseña Santo Tomás
que la tarea del teólogo al servicio de la doctrina sobre Dios constituye un
acto de amor al hombre (II-II, 181 a 3 c; 182, a 2, c; I, 1 a 7 c). Santa
Teresa demuestra su amor al hombre aún hoy iluminándonos con sus palabras el
misterio, para lo cual la ha capacitado la segunda y más misteriosa y
privilegiada fuente de información de que ha sido dotada, la divina, que le ha
llegado de arriba. “Muchas cosas que aquí escribo, no son de mi cabeza, sino
que me las decía mi Maestro celestial” (Vida 39, 8). Enseñada por el Maestro
que fue “su libro vivo” y subida a la atalaya de la oración “donde se aprenden
verdades”, sumergida en el misterio de Dios, “vio lo que ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni el corazón sintió” (1 Cor 2, 9). Por eso es imposible no sentirse
invadidos y como sacudidos por una oleada de firmeza en la fe ante la
experiencia teresiana del misterio de la Trinidad, de Cristo, de la Eucaristía,
de la gracia y del pecado, de la vida celeste, de la terrible realidad del
infierno, de la visión de la creación según los designios del Creador y, en
suma, de todas las verdades mistéricas.
Ante la
presencia tan impresionante reflejada por las palabras candentes de la Doctora
Mística, ¿cómo no ver la evidencia del amor de Teresa a los hombres al abrirles
su corazón henchido de amor de Dios? En ella se realizan las palabras de Santo
Tomás que refrendan el acto de amor al hombre del teólogo. Y sobre todo del
místico. Por eso he querido poner a Santa Teresa en contacto con Santo Tomás, a
la Doctora Mística con el Doctor Angélico y Místico también. Situar a Santa
Teresa en la línea del pensamiento de Santo Tomás, con el esquema de la Suma
dejándole una acomodada organización que le aporte ordenación, claridad y
sistematización, siendo Santo Tomás y Santa Teresa diferentísimos, pues aquél
es la razón y el orden y la serenidad intelectual y ésta, el ímpetu del
espíritu y la espontaneidad de la intuición maternal. ¡Siendo tan distintos,
los dos uncidos al mismo yugo pueden abrir surcos profundamente divinos! Unidos
no por su semejanza, sino por su complementariedad. Anduvo siempre Teresa en
busca de teólogos que le autenticasen su espíritu, y antes de conquistar para
su reforma a san Juan de la Cruz, encontró en Ávila a Domingo Báñez, célebre
comentarista de santo Tomás, que sería profesor en Alcalá, Valladolid y
Salamanca, y que, sin duda, no sólo fue su confesor durante seis años, sino
también su formador y maestro. No le viene extraña pues, la Suma Teológica de
santo Tomás a Teresa, integrada en esa escuela encabezada por el Maestro Báñez,
y continuada por otros, si no tan famosos, como los padres Ibáñez y García de
Toledo, también dominicos. San Juan de la Cruz tomista también. Después vendrá
san Juan de la Cruz, su “Senequita”, “no he hallado en toda Castilla otro como
él…, porque es de grandes experiencias y letras” (Cta 282), y éste se ha
formado en teología con los dominicos también, en Salamanca. El es quien redujo
científica y orgánicamente el cuerpo de doctrina de la fundadora, cimentando
sobre los sólidos principios de la teología tomista, las enseñanzas de la vida
de perfección a la que ella conducía a sus hijas. Los escritos de la Santa no
tienen forma científica. Están llenos de intuiciones profundas, pero carecen de
desarrollo sistemático. Suplirá san Juan de la Cruz esta carencia. Mientras
ella afirma por intuición, él explicará y razonará y argumentará los caminos de
la intimidad con Dios. Pero el mismo santo Doctor confiesa, que él “no trata en
sus obras de virtudes y sus hábitos y ejercicio, y el de las obras de
misericordia, y la guarda de la ley de Dios”. No era ese su campo.
PERVIVENCIA DE SANTO
TOMÁS DE AQUINO
La Suma
Teológica, Carta magna de la Teología Católica. Fue el Angélico entre los
teólogos del siglo XIII, el gran adalid del progreso. La teología tradicional,
heredada del siglo XII y codificada en el libro de las Sentencias de Pedro
Lombardo, era hostil al uso de la razón en la explicación de los dogmas y se
limitaba a coleccionar y ordenar los argumentos de los Padres, especialmente
del mayor de todos, San Agustín. Los excesos de Roscelín, de Gilberto de la
Porrée y de Abelardo les habían prevenido contra el uso de la Dialéctica, que
consideraban como una especie de racionalismo y la sustituían por un misticismo
piadoso y contemplativo, derivado de San Bernardo y cultivado con brillantez
por Ricardo y por Hugo de San Víctor. Los teólogos por un lado, y los
filósofos, abusando de la autoridad de Aristóteles con sus adherencias árabes y
judías por otro, abrían cada vez más hondo el foso que iba separando y
oponiendo la Teología a la Filosofía, por no tener la perspicacia para
descubrir, como ocurre también hoy, que no hay contradicción entre la Teología
y las ciencias humanas, sino diferentes metodologías. Y, como afirma Pablo VI:
“la separación entre el Evangelio y la cultura es un caso dañino de nuestro
tiempo como lo fue en otras épocas” (EN 20). Por eso llegó a tiempo San Alberto
Magno para advertir la necesidad de revisar las mutuas posturas, tratando de
armonizar en la Filosofía a Platón con Aristóteles, con lo cual unía a San
Agustín, representante del platonismo, con Aristóteles. También la Teología
debía utilizar los servicios de la Filosofía, aunque permaneciendo ésta como
“ancilla Teologiae”. San Alberto Magno, hombre de más erudición que
originalidad, de más curiosidad que penetración, no logró dominar plenamente
los vastísimos materiales que con su estudio e investigación había acumulado;
le faltó la crítica y no consiguió evitar un cierto eclecticismo, que traduce
sin pretenderlo, un espíritu de compilador, y por eso no pudo lograr la
síntesis.
Quedaría
la culminación de esta empresa colosal para su discípulo predilecto, Tomás de
Aquino. Este, con la aprobación de la Santa Sede, trabajó sobre una traducción
directa de Aristóteles, y un estudio profundo sobre el Estagirita y sobre San
Agustín le descubrió que el espíritu de ambos no era divergente y podía ser
armonizado. Con una síntesis propia y personal hizo suyo el espíritu de ambos,
y situó en la base la experiencia y la técnica aristotélicas y en el vértice
las geniales intuiciones agustinianas, enriquecidas con sus agudas aportaciones
personales. Este trabajo y agudeza determinará que, a partir de él, la Teología
se convierta, sin perder nada de su altura y afectividad, en verdadera ciencia.
Ya no será puramente mística y subjetiva, sino también científica y objetiva.
En adelante, va a ser más difícil su estudio, pero en compensación, resultará más
rica y fecunda. Por eso con Santo Tomás comienza una época nueva para la
Teología y para la Filosofía. Fue un cambio profundo y gigantesco. La
colaboración de la fe y la razón aseguraba a la Teología fundamento
inconmovible (cf Santiago Ramírez, Introducción a la Suma). Valorando la Suma,
dice el mismo autor: “Santo Tomás se sumerge hasta lo más hondo de los
problemas, buceando sus reconditeces más ocultas con una facilidad y agilidad
pasmosa. Nada de titubeos, nada de saltos en el vacío, nada de pasos atrás.
Montado sobre principios indiscutibles y evidentes, puestos al principio de
cada tratado…, se lanza imperturbable al sondeo de las conclusiones más
recónditas, avanza con paso firme, explora con ojos de lince, recoge solícito
las conclusiones anudándolas fuertemente a sus principios, y sobre ellos vuelve
a emerger, exhibiendo su presa a la luz del día, en un lenguaje todo sencillez
y transparencia”.
NO ESPIRITUALIDAD SIN
TEOLOGÍA
Santa
Teresa no quería “devociones a bobas” y buscaba maestros, teólogos, casi todos
tomistas, después que alzó el vuelo. He dicho antes, que Santo Tomás estuvo
presente a través de ellos en su formación, y es hallazgo sorprendente
comprobar que en casi todos los temas fundamentales de la Suma tiene algo que
decir Santa Teresa, aunque sólo sea a veces de manera muy sumaria. Doctora de
la Iglesia, la caracteriza sobre todo su don de oración, que a la vez que tiene
a Dios tan cercano, se remonta a la trascendencia del hombre y se acerca y
llega al hombre y a la mujer de hoy para dar solución a las aspiraciones del
humanismo contemporáneo, desencantado ante tantos ídolos caídos, en esta
cultura nuestra posmoderna de las postrimerías del siglo XX. Lejos quedan
afortunadamente, los tiempos en que, por no haber teología, la filosofía se
encerró en el estudio de la materia como su objeto exclusivo. Y los que por la
desorientación e ignorancia del camino cristiano, y de la Iglesia como
misterio, hasta en algunos monasterios de clausura llegó a prohibirse la
lectura de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, como afirma Menéndez Reigada.
Otra corriente más conforme con el predominio de la inteligencia, ha
infravalorado como camino no científico y de categoría no intelectual, la
dedicación al estudio o, mejor, la vivencia teologal, y la formación mística
del cristiano interior; ha considerado la iniciación de la familiaridad
experimental con el misterio de Dios, como apta para personas menos
intelectuales.
El
peligro de un cristianismo “humanista”. Una falta de integración del Evangelio
con el Antiguo Testamento ha dado un conocimiento de Jesús de forma abstracta y
ha dado pie a inventar un poco su figura, y ha podido ser convertido en un
personaje sociológico, humanista, romántico y futurista; y su Iglesia en una
institución humana más. “Con una lectura parcial del Concilio se ha hecho una
presentación unilateral de la Iglesia como una estructura meramente
institucional, privada de su misterio”, ha constatado el Sínodo de los Obispos
a los 20 años del Concilio. Tal afirmación nos da la clave del desmedulamiento
a que se ha llegado en la praxis y en la concepción del hecho cristiano. La
conjunción de esta “Suma Antológica” con la Suma Teológica de Santo Tomás,
intenta dar vigor nuevo racional a la lectura espiritual, desarbolando a un
tiempo estas concepciones erróneas, de escaso calado teológico y bíblico.
RAÍCES DE LA
DESCRISTIANIZACIÓN DE LOS PUEBLOS
Del
teocentrismo al antropocentrismo. La pérdida del sentido de Dios comenzó en el
siglo XVI con la renovación del paganismo, y con el renacimiento de la soberbia
y de la sensualidad pagana en los pueblos cristianos. Creció con el
protestantismo, que llevaba consigo la negación del Sacrificio eucarístico y
del sacramento de la confesión, de la infalibilidad de la Iglesia, de la
Tradición, del Magisterio y de la necesidad de guardar los mandamientos para
conseguir la vida eterna. Errores graves que, como el cáncer, han introducido
en el pueblo y en la Iglesia un principio activo de muerte. Cuando estaba bien
cuajado este movimiento de descristianización progresivo llegó la Revolución
Francesa, basada en el Deismo y en el Naturalismo, con un Dios, Ser abstracto
al que sólo le importan las leyes universales y no se preocupa de las personas individuales.
Ni existe lo sobrenatural, ni el pecado ofende a Dios. El robo no es pecado, y
la que peca es la propiedad individual. De ahí, se precipitan en cadena los
errores: el liberalismo, el radicalismo, el racionalismo y, por reacción, el
romanticismo, el socialismo y de éste el comunismo con su materialismo
dialéctico y ateo, la persecución y negación de la religión como “el opio del
pueblo”, de la propiedad individual, de la familia, y el reduccionismo de la
vida a la actividad económica. En 1917, la Virgen en Fátima, profetizó de éste:
“Si no se reza y no se hace penitencia, Rusia extenderá muchos errores en el
mundo”. Así ha ocurrido hasta nuestros días. El año 1989 ha sido testigo del
desmoronamiento del marxismo, pero como estaba larvado, junto al “vacío
espiritual provocado por el ateísmo, ha dejado sin orientación a las jóvenes
generaciones”, según la “Centessimus annus”. Las sociedades arrasadas con la
moral por los suelos, tratan de dulcificar con eufemismos, pecados y crímenes
gravísimos.
A GRANDES MALES,
GRANDES REMEDIOS
Pero ¿se
pone remedio a tanto mal grave? Al menos, ¿se sabe ver dónde está el remedio?
¿Se acierta en su diagnóstico? Una predicación con poca solidez doctrinal y sin
robustez de fe, que no provoque la conversión del corazón y no construya al
hombre interior, y una acción apostólica dañada por el activismo, no serán
suficientes. No se puede curar un cáncer con aspirinas. Los brotes de un cierto
neoromanticismo, muy pernicioso; la afirmación del yo, el exclusivismo en el
apostolado, la independencia, la proclamación a ultranza de los derechos del
hombre, muchas veces contra los de Dios y en pugna con la legislación positiva;
la vanidad, la presunción y búsqueda de sí mismo y la ostentación de la propia personalidad
y la jactancia, pueden hacer estéril la nueva evangelización. La innovación y
la predicación de un Jesús de Nazaret fácil, producto del sentimiento y de la
imaginación, que todo lo tolera y permite; guerrillero, unas veces, humanista y
permisivo, otras; que ni es el Jesús del Evangelio, ni revela genuinamente al
Padre, no será el remedio decisivo. Un Jesús falsificado, el Jesús de la Pascua
y no el de la cruz; una separación entre la Pascua y la Cruz, como si la
primera fuera la fiesta, y el llanto la segunda, disociables, y no unidas, con
ignorancia intolerable y culpable, no trae la Buena Noticia. ¿No dijo
Nietzsche: “Si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, le ha salido bien,
porque el hombre ha creado un Dios hecho a su imagen y semejanza también”? Pues
ahí asoma el peligro.
LA ORACIÓN ES LA
SOLUCIÓN CLAVE DE LOS PROBLEMAS
Cuando
los discípulos de Jesús habían fracasado en el intento de expulsar al demonio,
el padre del joven endemoniado se dirigió a Jesús, y le dijo: “Maestro, te he
traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y donde le coge le tira; echa
espuma, rechina los dientes y se pone rígido. He pedido a tus discípulos que lo
alejen, pero no lo han conseguido”. Cuando le preguntaron a Jesús sus
discípulos: “¿Por qué no hemos podido expulsarlo nosotros? Jesús respondió:
Esta especie sólo se puede expulsar con la oración y el ayuno” (Mc 9, 28).
Habían fracasado los discípulos de Jesús, a quienes él estaba formando para
continuar su acción; los mismos que mientras Jesús oraba en Getsemaní, dormían
(Lc 22, 45). El Espíritu Santo en Pentecostés les enseñará a decidirse por la
oración: “Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra”
(Hch 6, 4). Según Santo Tomás la enseñanza y la predicación brotan de la
plenitud de la contemplación. He ahí el gran remedio que necesita nuestro
mundo: la oración. Ha escrito Trueman Dicken: “El único remedio al que nuestro
señor mismo prometió coronar con el éxito…, no ha sido aplicado seriamente: el
remedio de la oración… La oración es la clave indispensable de la situación”
(El crisol del amor). Si Santa Teresa pudo corresponder tan vigorosamente a los
deseos de Dios fue debido a la oración. De ella le vino todo, porque antes “no
entendía como lo había de entender, en qué consiste el amor verdadero a Dios”.
Pero al “Príncipe de este mundo” le interesa que no se dé con el remedio, y que
se vayan dando palos de ciego, a ver si se acierta por casualidad. El problema
no está en disparar al blanco, sino en hacer diana. “No luchamos contra la
carne y la sangre, sino contra los imperios y potestades, contra los
dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos”, que saben lo
que se juegan cuando una persona se decide de veras a vivir el misterio de la
cruz y del amor. “Les presenta el demonio tantos peligros y dificultades ante
sus ojos, que no es menester poco ánimo para no volver atrás, sino mucho y
mucho favor de Dios”, dice Santa Teresa.
El método teresiano
La
Doctora Mística en sus obras afirma, pero raras veces razona, las verdades
cristianas. Sobre todo, vive, ha vivido, exhorta a vivir en cristiano, narra
sus experiencias humanas, a veces dramáticas, cristianas y celestiales infusas.
Es Doctora sin ínfulas porque es también y a la vez, Madre. Es Madre, no
abuela, por eso, con claridad y firmeza, puede y educa a sus hijos, a quienes
no consiente, pero comprende, porque ella también se sabe de barro y ha tenido
que luchar consigo misma, y porque sabe que “por muchas caídas, como tenga amor
de Dios el alma y no deje la oración, el Señor le da la mano tantas cuantas
veces caiga, para que se levante”. Uno de los tratados más intensamente
esparcido por todas sus obras es el amor de Dios y el amor a Dios. Amor a Dios
y al hombre, sobre todo en su vocación y valor supremo, la llamada a la
identificación con Dios por amor. Con ello se constituye en realizadora de los
Mandamientos del Sinaí, que se resumen en amor a Dios y al prójimo y, sobre
todo, del Evangelio y del Mandato de Jesús. ¿Cómo podría ser de otra manera si
Dios es Amor?
Hoy que
tanto se horizontaliza el amor, necesitamos oír a Teresa y aprender de ella el
amor teologal, pues “si el amor a los hermanos no nace de la raíz del amor de
Dios”, no amaremos con perseverancia, constancia y con sacrificio a los
hermanos, “porque nuestra raíz está muy dañada”. Puede ella hablar con
autoridad del amor porque el que habita en un fuego luminoso devorador e
inextinguible, le abrasó las entrañas en su fuego vivificante. El arquero clavó
en su corazón la saeta envenenada y extinguió en ella la raiz de Adán y la creó
mujer nueva: Mujer humana para un mundo selvático; mujer celestial para unos
hombres mundanos; mujer divinizada para un mundo transfigurado, que aspira ¡a
que pase ya “la representación de este mundo afeado por el pecado, y llegue la
morada nueva donde habita la justicia que Dios nos prepara y cuya
bienaventuranza es capaz de saciar y de rebasar todos los anhelos de paz que
surgen en el corazón humano” (GS, 39). Arde la Santa en santa exigencia, pero
ésta, si es iluminada y positiva, y lo es su magisterio, se acata y se sigue
porque ilumina y porque también es vigorizante y porque ella camina con el
discípulo. Como ella camina en la luz, proyecta la luz a los demás. Porque vive
en la verdad, arrastra hacia la vida, que ella vive con una manera de ser y de
pensar en la que los mandatos y las prohibiciones son expresión de una
convicción profunda y fluyen de su ser, no como una ascesis dolorosa, sino como
una explosión gozosa que mueve y apasiona. No define ni pontifica, sino que aplica
la doctrina a la vida; sólo una definición se ha permitido, la clásica,
afortunada y conocida de la oración: “tratar de amistad estando muchas veces a
solas con quien sabemos nos ama”. Humildemente explica, y a cada paso como que
pide disculpas por atreverse a decir lo que dice. En una palabra: educada.
Cuando explica lo que vive con Dios, aunque ahí radica el Doctorado teresiano
como “Madre de los espirituales”, sólo una vez apela a su derecho a enseñar
como Madre y Priora. Más que afirmar indiscutiblemente lo que vive (nuestra
sociedad hoy tan dogmática y absoluta, mientras huye de lo dogmático y presume
de demócrata), lo refiere como “que le parece”. “Le parece que ha oído, que ha
visto, que ha sentido”, aunque le constan con certeza todas esas percepciones
suyas, como quien manifiesta que está pronta a rendirse al Magisterio de la
Iglesia y a sus confesores.
Santa
Teresa demuestra muy especialmente su enseñanza en la oración y en las
virtudes. Sus palabras son teología pero sobre todo, experiencia de quien ha
vivido y vive lo que enseña. Las virtudes son frutos de la oración: “para esto
es la oración, para que nazcan obras, obras”. Obras en su idioma son actos,
actos de virtudes, de todas, pero tres son sus predilectas, “virtudes grandes”
las llama: la caridad, el desasimiento y la humildad. La obediencia no la
incluye en las tres grandes pero, a pesar de eso, es piedra de toque del camino
de santidad del que es Maestra. La obediencia para ella es la consecuencia de
la humildad y de la fe.
Teresa
Maestra de virtudes y ¡qué silencio tan clamoroso hoy en torno a ellas”. Quien
ha de hacer algún provecho debe tener las virtudes fuertes”. La pobreza de
virtudes en los cristianos es causa de escándalo y de esterilidad, de vacío y
de desierto. Porque se va la fuerza en el enmarañado trazado de esquemas, y de
planes pastorales muy racionalizados, es necesario dar un golpe de timón, un
cambio de rumbo según el estilo de Santa Teresa. La conversión del mundo
antiguo al cristianismo fue el fruto de la fe encarnada en las virtudes de los
cristianos primitivos, y no el resultado de una actividad muy elaborada y
sumamente planificada.
“Después
que el Señor ya me había fortalecido en la virtud, se aprovecharon en dos o
tres años, muchos”, cuando antes, “sin virtudes”, “en muchos años solos tres se
aprovecharon”. Esta es una voz de alarma dirigida a los maestros de todos los
tiempos. “La nueva evangelización no va a ser realizada con teorías astutamente
pensadas”, ha escrito Ratzinger. Debe comenzar con la vida abnegada y virtuosa.
En la práctica, el tratado de las virtudes, diseminado por las obras de Santa
Teresa, es el más eficaz evangelizador. Si no se practican virtudes, parecerá
que se hace, pero no se hace, que se hace el bien, pero para quedar bien.
Frutos con gusano dentro, espectaculares, pero inútiles, cuando no dañinos.
El
tratado original de las cuatro maneras de regar el huerto, está lleno de
belleza, e inventiva y energía, y ha conseguido montones de flores olorosas y
sabrosas frutas. Ellas solas tienen energía suficiente para llenar de olor a
todo el mundo y para construir un mundo mejor, convertido en verdadero paraiso.
Nos
enseña y nos contagia su fe. Esa fe en los grandes misterios y la seguridad del
valor de su oración e inmolación con las que ha salvado las almas. Ha llegado
al más profundo centro del misterio de la Iglesia y ha sido sumergida en la
Verdad y nos da testimonio de la Verdad. ¿Qué mayor magisterio que participar
con su Esposo en la Redención por la Sangre de su cruz? Ha comprendido el
misterio de la cruz del Redentor y la Misericordia del Padre que lo entrega, y
la debilidad del Todopoderoso que baja de los truenos y de los rayos del Sinaí
al madero de la cruz ensangrentada, donde se revela en la pobreza su rostro
cabal de Dios. Y nos da testimonio del Amor y de la Cruz. Por eso puede cumplir
su magisterio sólo con contarnos su vida, vida totalmente en Cristo, como la de
San Pablo. No cabe en su estructura mental la trivialización y la mediocridad.
Destierra el peligro de superficializar en el pueblo de Dios el misterio de la
Iglesia, el designio de Dios de hacernos santos e irreprensibles ante El por el
amor.
La
galanura del estilo de Teresa. Y, aunque es accidental, ¡cómo se realza y queda
enaltecido el magisterio de Santa Teresa con la riqueza estilística con que nos
lo entrega! Como ofrecer el Sacrificio en cáliz de oro: la Sangre es la misma,
pero alegra y deleita el corazón verla tan ricamente servida. La teología
católica está muy bien representada en el cañamazo del Angélico, pues no en vano
el Vaticano II quiere que “los misterios sean profundizados y descubierta su
conexión bajo el Magisterio de Santo Tomás” (OT, 16).
También
Pablo VI exhorta a que se escuche con reverencia la voz del mismo, “pues es
tanta la penetración y reducción a la unidad de las verdades más profundas, que
su doctrina es eficacísima para salvaguardar los fundamentos de la fe y para
lograr un sano progreso”.
En la
Meditación en las grutas vaticanas, con motivo de la gran oración por Italia
(15-3-94), ha dicho Juan Pablo II: “Desde el corazón de la historia del siglo
XIII, es necesario proclamar la figura de un gigante del pensamiento, un genio
acaso irrepetible: hablo de Tomás de Aquino, hijo de la Orden de Santo Domingo.
La síntesis filosófica y teológica por él elaborada constituye un bien sólido y
permanete de la Iglesia y de la Humanidad”. No ha de parecer extraño que tenga
temas radicalmente suyos, pues es especialista en ellos: El amor teologal en su
doble vertiente divina y humana, y la oración de la que es maestra consumada y
que fue el carisma de su vida. Ella fue un áscua de amor forjada en la oración.
Y ese es su servicio permanente a la Iglesia y al mundo.
Hoy que
se cacarea estridentemente el afán del compromiso, tenemos ante nosotros a una
mujer comprometida en el más sustancial sentido de plenitud y de gratuidad y,
sin embargo, de eficacia, que la sociedad de hoy tan competitiva, intensamente
persigue y, las más de las veces, cosechando virutas, cenizas, sino
tempestades. El Creador nos quiere asociados a El y colaboradores con El, en la
acción que desde su amor creador dimana infatigable, constante y silenciosa y
cala y desciende hasta el centro de la vida, como savia invisible que asciende
por las ramas del vigor haciendo germinar las flores y nacer y madurar los
frutos.
Todas la
empresas caerán perecidas si brotan del ser ambicioso que pretende edificar
sobre sí y con sus fuerzas una torre, que siempre será sin Dios, y se llamará
Babel.
Recurrir
al hontanar de la vida y de la energía suprema es el quehacer más perentorio
que precisa nuestro mundo. Lo que Teresa de Jesús ha hecho es dejarse sumergir
en la raices del ser y dejar que subiera su savia fecunda hasta los más
insignificantes actos de su misión eclesial. Por eso no le basta lo que ella
alcanza hacer; siente la necesidad de entrelazar sus manos con muchos que crean
lo mismo, porque ella será el vigilante constante que les contagiará su vigor y
les comprometerá en su empresa divina y humana -“su negocio”-. No importa
quiénes sean sus compañeros con tal de que quieran seguirla.
Teresa de
Jesús no ha fundado conventos para recluirse y solazarse a solas con Dios
burguesamente y aislada en su torre de marfil, sino para estar más presente en
el mundo, en las gentes, en los suyos, y en los extraños.
Sus grandes
obras doctrinales, que tanto esfuerzo le costaron, son casi un grano de arena
comparadas con la multitud de cartas dirigidas a tantas personas, con quienes
une sus manos para salvar y extender la redención de la sangre de su Señor a
toda la tierra.
Uncida al
yugo de la pluma permanece toda su vida de fundadora, agotándose con el uso de
aquellos medios elementales, plumas de ave, tinta y papel de difícil escritura,
correos lentos e inseguros. Su gran pena de no poder llegar más lejos en la
extensión de su amor por las almas, quedaba paliada por el cauce de su
correspondencia cordial y santa, prudente y sagaz, con que mantenía el fuego
sagrado entre sus amigos y en todas aquellas personas que le ofrecieran
siquiera, una leve rendija por donde pudiera colarse su amor y compromiso.
Cartas
compartiendo el dolor, o la pobreza, o la preocupación de su familia, siempre
elevándoles a la santidad, su afán supremo. Para que crezca la cristiandad en
el corazón de la humanidad, para que esa cristiandad se haga caridad, en frase
de Peguy.
La
contemplación de la esencia tomista se concreta en la ética de las virtudes. A
ellas conduce aquélla y es así como se entronca en la vida evangélica el
destello de la belleza reflejado por las virtudes, que ella llama “obras”.
Teresa no
queda encerrada en su pequeño horizonte, sino que, abismada en Dios, trasciende
el deseo de su corazón a todas las personas que entran en su órbita. Cuando se
lamenta a Dios de que quede encerrada en ella la riqueza que está recibiendo,
oye la voz: “Espera y verás grandes cosas”. Por eso ella siempre espera que el
Señor encamine la solución de sus ardientes deseos: “Hágalo Dios como puede y
ve que es necesario”.
Como
orante calificada, visto Dios y habiendo estado en el infierno, siente el deber
acuciante de proyectar la luz eterna sobre las cosas temporales, de situar los
destinos humanos en la balanza de la eternidad, de elevar las cosas enmarañadas
e inexplicables de la tierra a la realidad plena y diáfana que les corresponde
según la verdad, el juicio y la gracia de Dios. Visión de fe, anticipo de la
celeste.
Juan, en
sus visiones apocalípticas, Dante, en la Divina Comedia, y Teresa en su propia
vida, no sólo han visto la purificación y salvación, sino también el fuego y
las bestias del abismo.
Si la
creación es la manifestación de Dios, su Palabra es su más excelsa salida hacia
los hombres. Cuando la Palabra se hace soplo débil utilizando unos impulsos de
aire vocalizados por un Hombre-Dios, éste ha llegado a su sublime “kenosis”,
abajamiento. Habló Jesús y hablan sus Profetas y Santos. Con su estilo
inimitable, Teresa, que en sus grandes obras ha expresado la Palabra, en sus
cartas la matiza y la hace más humana, materna y fraterna. Si uno se pregunta
cómo poner en práctica esa vida que en sus obras grandes se manifiesta siempre
en vuelo, al leer sus cartas verá cómo y con qué facilidad puede encarnarse, en
la vida de cada día, y quedará asombrado de cómo viviendo una vida mística
permanente, no queda comprometida ni perjudicada su vida cotidiana y sí
sublimada la preocupación por todas las iglesias, de Pablo. El águila que vuela
alto, puede y lo hace, descender a los más nimios detalles de la salud de todos
y de cada uno, de las recetas y medicación rudimentarios, de los consejos para
la compra de las casas nuevas, de la inversión de las dotes de las que pueden,
para ayudar a las que no pueden, como medio de aportar una corriente de sangre
nueva a la Iglesia. La sabiduría de acertar: si sólo escoge las que le gustan,
se quedará sin monjas. No podría haber tantas si ella tanto hubiera elegido. Se
comienza con lo que se puede y Dios actúa después…
Zozobras,
penas de Gracián, inquietudes sin fin por el éxito de su empresa, que es de
Dios, calumnias y alegrías, ansia de vocaciones nuevas, alegrías infantiles de
Teresica y de su Bela, ¡cómo pudo todo recalar en un solo corazón, de no haber
sido oceánico y rebosante de amor cósmico que la unión con su Esposo le ha fraguado!
Un verdadero trasplante, diríamos hoy.
Pero no
son sus obras grandes las que han acaparado sus más intensas energías. Cada día
ha llevado apresado en su afán, el latido vigoroso de la escritora de cartas.
Si 15.000 se calculan que escribió, de las cuales sólo nos han llegado poco más
de cuatrocientas, es evidente que la cantidad de sus páginas superan mucho las
cuatro obras mayores. Con la ventaja para el lector de poder contemplar
vibrante ante los más diversos aconteceres, su espíritu singular, y su estilo
de buen humor que, a veces, toma a broma los acontecimientos, las personas, y a
ella misma, y la complejidad de los días. No necesita maquillarse para
entregarse a sus corresponsales. Se presenta tal cual es, sin doblez ni
amaneramiento, con una sencillez y un desgaire que cura para siempre a los
amanerados de gazmoñería. Sin fingimientos. Con llaneza. Con autenticidad.
Capacidad
inaudita de observación, ninguna obsesión por ningún tema, avisos certeros,
tenacidad en insistir en lo esencial, labor constante, aunque sin tiempo para
releerla y por lo tanto, pulirla. Y todo de manera magistral. ¡Cuanta y cuán
maravillosa belleza refulge en estas cartas! ¡Qué estilo más impresionante y
embelesador! ¡Qué arte tan excepcional goza su autora! La difícil facilidad de
su estilo siempre a su alcance. ¡Qué regalo su lectura y cuán bienhechora!
“Las
cartas son para mí, vida”. Ella lo dijo. Hablaba de la “barahúnda” de las que
recibía. Porque las que ella escribió desde que se metió a fundadora, la
agobiaban y la consumían. Que la tenían clavada en su escritorio paupérrimo
hasta las tres de la mañana. ¿De dónde sacó tanto tiempo par escribir tántas y
tan bellas, con los precarios medios del siglo XVI? Quienes hoy apenas
escribimos por la abundancia y la facilidad y la rapidez de las comunicaciones,
apenas podemos comprender este río que fluye de su mano al impulso de su
voluntad y enorme corazón.
Apreciaremos
que no da puntada sin hilo. Y que las cartas son el complemento de la doctrina
de sus libros mayores. Como el diagnóstico y la receta. Por su pluma pasan
todos y todos los acontecimientos y todos y cada uno de los problemas, suyos y
de los otros, siempre con ánimo, vigor, amor manifestado, humanidad, respeto,
exigencia. Sobre la manifestación de su amor a las personas no conozco en la
hagiobiografía un caso semejante de alguien que hable de amor sin ningún rebozo
y con tanta generosidad, salvo San Pablo en algunas de sus cartas. Yo creo que
este estilo nos está haciendo mucha falta. Preocupados con exceso por las ideas,
como buenos occidentales que rinden culto a la mente, olvidamos el corazón, que
es parte integrante de nuestra vida de hombres, y la que le da follaje al
árbol, le hace florecer y le da perfume.
Jesús
tiene Corazón. Y nuestros hermanos también tienen corazón. Y, como miembros del
Cuerpo Místico, integran a Jesús. Jesús se deja querer y se hace de querer. En
cada hermano nuestro hay un Niño, que necesita amor y dedicación. Una sonrisa
le hace feliz; una pequeña atención puede disipar una tristeza.
Teresa no
quiere hombres y mujeres hirsutos, “almas encapatodas”, personas cerebrales,
que tienen miedo de manifestar sus sentimientos porque creen, equivocadamente,
que eso les empequeñece, y les rebaja: “Cuanto más santas más conversables con
las hermanas”. Los que así piensan, no tienen ni idea de que la grandeza
consiste en la sencillez, y de que el hombre integral no es sólo cerebro, sino
también corazón, es decir sensibilidad, afectos, emociones, sentimientos. Dice
Jesús: “Tengo compasión de esta gente”. Jesús llora ante el sepulcro de Lázaro,
se deja perfumar por Magdalena, acaricia y bendice a los niños, y deja que se
le acerquen y rodeen, consuela a la viuda que lloraba a su hijo muerto: “Mujer,
no llores”… Hemos de aprender en la escuela de los sentimientos de Jesús,
porque somos prolongación de Jesús y, no solo histórica, sino principalmente,
profunda e interior. “Tened los mismos sentimientos de Cristo”, nos dice San
Pablo. La Iglesia, Esposa de Cristo, ha de estudiar más los sentimientos de
Cristo que las ideas de Cristo. Porque en la Iglesia, huyendo del peligro de
caer en el sentimentalismo, se cae, con muchísima facilidad, en el
racionalismo. Y la razón no conmueve. Y sólo desde la conmoción podemos adoptar
las grandes decisiones, y se consiguen las plenas adhesiones.
Muchas
lanzas rompió el genio de Teresa que cambiaron el rumbo de la historia, pero no
es pequeña la que rompe en la manifestación de su afecto, en una época hirsuta
de señorías, sus mercedes y sus reverencias, cuando incluso a su sobrina
Teresica le habla de usted.
Teresa
hoy, con su estilo, sustancial y accidental, puede centrar la atención a los
hombres de acción para que no se pierdan en lo superficial, pero con tintes de
clarividencia y siempre de ternura y con su disposición al sacrificio. ¿Por qué
aparece tan preocupada por la salud, sobre todo de los responsables, Gracián en
primera línea, y después las prioras, sino porque aquella vida que ella ha
ideado inmolada y sin descanso, les minaba las energías? Sacrificio cuyos
frutos sabe que sólo verá en el cielo, como fruto ímprobo de su trabajo. “No
sienta que haya padecimientos, pues el padecer trae tantas ganancias”.
Preguntó
a Fray Juan de la Cruz una hermana tras escuchar sus versos divinos: “Padre,
¿esas palabras se las ponía Dios, o las buscaba usted?” -“Unas veces me las
ponía Dios y otras las buscaba yo”. Teresa en sus cartas no está siempre en
trance místico: Busca, pregunta, observa, razona.
El lector
que se decida a leer las Cartas no va a perder el tiempo; son un tesoro maravilloso
de sencillez, de buen humor, de enfado y enojo naturales y espontáneos,
corregidos por la paciencia, y con una abundancia de matices que nos la hacen
ver más palpitante que en sus obras doctrinales grandes.
Maestra
de apóstoles, paciente y dolorosa ante su inactividad exterior forzosa, siempre
animada por la esperanza de que el Señor lo encaminará todo bien. Madre de
Gracián, sobre todos, porque es el artífice que el Señor le ha puesto para que
ella dirija y pulse su arpa.
¿Entendió
Gracián alguna vez a la Madre, o se dejó arrullar por sus acentos,
prescindiendo alguna vez de sus avisos? La impetuosidad de Gracián ha de ser
refrenada muchas veces por la Madre. El fue su hijo querido pero, aun repleto
de carismas por la oración de ella y por su influjo, no llegó a conocerla del
todo.
¿Conoció
Teresa a Doria? Quedó fascinada al principio por su personalidad arrolladora.
Se dejó impresionar por el genovés, que suplía muchas de sus carencias, a quien
intuyó culto, y no se si algo se le enmascaraba. Los hombres cambian mucho,
pero en ellos siempre permanece intacto su carácter hereditario y cultivado
desordenadamente por miras no tan finas y sobrenaturales. La audacia de Doria y
su preparación en medio de un mundo de mediocres e incultos, logró disimular a
la Madre su fondo intrigante, absorbente, que equivocaba los principios
evangélicos. Estalló la catástrofe cuando ya la Madre no estaba para defender a
Gracián y a sí misma como Fundadora. Gracián y María de San José, serán las
víctimas de Doria.
¿Conoció
a San Juan de la Cruz? Apenas podemos saberlo por algunas cartas a otras
personas. Desafortunadamente no tenemos ni una sola a él dirigida. La
persecución terminó con unas. La mortificación del Santo, que las llevaba en
una taleguilla colgadas al cuello, las destruyó todas. Lamentable pérdida.
Desgraciadamente,
los cristianos de hoy, nuestros hermanos, sin excluir a los consagrados, han
optado por prescindir de los clásicos espirituales a cambio de acudir a la
lectura de autores de tercera o cuarta división. Los juzgan anacrónicos, no
situados, lejanos. Y es verdad esto referido al ropaje. Pero es falso si, con
superficialidad, trasladamos el anacronismo y el desfase al mensaje.
No se
puede prescindir en el camino cristiano de Santa Teresa, como tampoco de San
Juan de la Cruz; si lo hacemos y porque lo hemos hecho más de lo que se cree,
nuestra teología se ha empobrecido y nuestra fe oscila sobre arena movediza.
Pienso que la mejor democracia es la que pone en manos del pueblo lo mejor de
la cultura y de la espiritualidad para elevarlo.
No
tenemos derecho a quedarnos con la llave de la puerta, y menos a ponernos a la
tranca de estorbo, porque se nos ha dicho que empujemos para que entren, no que
dificultemos el paso (Lc 14,23).
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