Desde hace ya un tiempo vengo
dándole vueltas al tema de la alabanza. A pesar de lo que pueda parecer, hablar
de la alabanza no equivale a hablar de música, por más que ésta se exprese con
frecuencia a través de la música.
Como decía San Ignacio en el principio y fundamento, “el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. El culto de alabanza que damos a Dios es mucho más que unos inspirados cantos o una encendida oración en una asamblea. Es un culto de vida: se alaba con la existencia entera.
Como decía San Ignacio en el principio y fundamento, “el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. El culto de alabanza que damos a Dios es mucho más que unos inspirados cantos o una encendida oración en una asamblea. Es un culto de vida: se alaba con la existencia entera.
Pero a veces nos olvidamos de
esto. Creemos que por introducir música tipo “worship”, o tener un buen
ministerio musical vamos a conseguir que haya una “buena” alabanza en nuestras
oraciones, y nos dejamos en el camino lo fundamental porque nos centramos en
cantar en vez de en esa entrega de vida que debería ser nuestra existencia, incienso
quemado a los pies de Jesús.
Al fin y al cabo, la música es un
instrumento que sirve para expresar algo que nace de la entrega constante. Es
un vehículo privilegiado que puede “elevar el alma a Dios” (sin entrar en la
banalización de discutir que si aquel instrumento más o el otro menos, que si
esta música más o la otra menos).
Por supuesto, Dios mora en la
alabanza de su pueblo, y se hace presente en medio de ella. De hecho, la
alabanza desata la presencia de Dios, y esto lo saben bien quienes caminan en
la vida del Espíritu. Cuando los apóstoles reciben el Espíritu Santo en
Pentecostés se liberan para la alabanza a Dios, y así sucede una y otra vez en
los Hechos de los apóstoles.
Espíritu Santo, Alabanza y Poder
de Dios, parecen ser cosas relacionadas y una combinación explosiva. Allá donde
hay un derramamiento del Espíritu Santo, se manifiesta la presencia de Dios con
poder y es constatable cómo ocurre donde hay alabanza perfecta que lleva a la
adoración en espíritu y verdad. Es una experiencia común en círculos
carismáticos, pero también lo es ordinariamente en la Iglesia cada vez que se
celebra el culto de alabanza por excelencia que es la Eucaristía por una
comunidad entregada. Ad contrarium, donde languidece la fe, falta la comunidad
verdadera y no hay más que una musitación formal de las oraciones aprendidas
para la primera comunión, “no pasa” nada, no hay poder.
Algunos pensarán que estoy
hablando del sentimiento, y apelando al mismo, pero todo lo contrario.Se trata
de la fe que lleva a hablar (2 Cor 4,13), de la fe recibida que lleva a
pronunciar las alabanzas de Dios en medio de la asamblea (Salmo 22,25). Alabar
es por tanto proclamar el poder de Dios, pronunciar su palabra, accionar sus
maravillas, declarar su santidad y reinado. Es un canto interrumpido como el
que se da en el cielo en la eternidad. Es una participación en esa corriente de
amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por el amor que se profesan…
alabar es el amor profesado por los hijos de Dios a su Padre, hecho vida.
Por eso, no basta con alabar
cantando. Por más que nos gusten las alabanzas encendidas y musicalmente bien
ejecutadas, por más “ungido” que sea el ministerio de alabanza o el cantante de
turno, el centro no está ahí. La alabanza de vida no es sino la proclamación de
palabra y de obra del señorío de Dios...y esto no se puede circunscribir a un
rato más o menos inspirado musicalmente en el que todos juntos tenemos un
subidón del Espíritu Santo.
Al final, o todo es alabanza o
nada lo es, y por eso no nos extrañemos de que tantos grupos que tienen la
cultura y la costumbre de la música de alabanza, resulten a veces cansinos y
suenen huecos en su constante cacareo de músicas y aleluyas en forma de
coletillas que han aprendido como parte de su cultura grupal, pero que nunca
han interiorizado en su vida.
Quizás será porque nadie les ha
enseñado lo que es la alabanza, y se han creído que se cubría el expediente con
una música o una gestualidad, hasta con unas palabras. En esto hay muchos mea
culpa que entonar, pues los que enseñamos muchas veces nos hemos contentado con
el barniz de las cosas, y hemos dejado que se nos hiciera la boca agua con
cosas que al fin y al cabo son aspectos técnicos o materiales, o incluso tan
espirituales como el caramelo de la unción, olvidándonos del Dador de toda
unción.
Levantemos
los ojos al Señor, de quien viene todo el auxilio. Centrémonos en Él para poder
centrarnos en las cosas de aquí abajo. Pidámosle que nuestras vidas sean un culto
constante de alabanza a su nombre, y que nos haga la misericordia de darnos la
coherencia de vida, de manera que no haya diferencia entre nuestras acciones,
nuestras oraciones y nuestras alabanzas, pues todo no es sino parte de nuestra
vida entregada a Aquel que nos amó primero. Pidámosle una alabanza nueva, un
canto nuevo… cantar y alabar como un hombre nuevo, dejando atrás lo viejo, que
ya pasó. Caminos nuevos para hacer algo antiguo y eterno. Nuevas luces para
alumbrar lo que una vez estuvo oscuro y ahora brilla porque hemos sido
rescatados del dominio de las tinieblas.
José
Alberto Barrera Marchessi
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