Valoramos el trabajo terminado cuando en el corazón se guarda el
recuerdo de sudores y esperanzas.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Un campo y fuerza entre las manos. Abrir surcos, lanzar semillas, regar y anhelar lluvias nuevas. Luego, quitar abrojos, luchar contra parásitos incansables.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Un campo y fuerza entre las manos. Abrir surcos, lanzar semillas, regar y anhelar lluvias nuevas. Luego, quitar abrojos, luchar contra parásitos incansables.
Pasan las semanas y los meses. Quedan atrás fríos y tormentas, jornadas
de sol y días inciertos. Por fin, llega el tiempo para la cosecha.
La semilla dio fruto. Crecieron plantas vigorosas. Las espigas ondean
bajo el viento. Un campo fecundo ofrece una cosecha como pocas.
El tiempo de cosechas tiene un sabor especial para quien ha estado
tantos días sobre el surco. No es lo mismo masticar pan tierno sin haberlo
trabajado que tomar entre las manos una hogaza cuando en el corazón se guarda
el recuerdo de sudores y esperanzas.
Si la cosecha ha sido buena, surge de lo más íntimo del alma un canto de
gratitud a Dios. Desde su mirada paterna, con su cariño incansable, nos permite
nuevamente tener en la mesa los frutos de los campos, recogidos gracias a
hombres y mujeres que, cerca o lejos, emprendieron ese difícil trabajo de la
siembra.
La gratitud, si es completa, se convierte en fiesta compartida. Los
frutos no son para unos pocos. Cientos de hombres y mujeres esperan, necesitan,
manos amigas que compartan ese don inmenso de una nueva cosecha. La caridad es
parte de ese inmenso río de bendiciones que viene de los cielos.
Es tiempo de cosechas y de acción de gracias, de bendiciones y de
repartos. Si hay justicia y amplitud de miras, si hay generosidad y atención a
los más pobres, este tiempo será una nueva ocasión para imitar la bondad del
Dios que hace llover sobre buenos y malos (cf. Mt 5,44-48), que ofrece
amor y alegría sin medida.
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