Necesitamos la virtud de la fortaleza para evitar el descamino, para dejar a un lado las baratijas de la tierra y no permitir que el corazón se apegue a ellas.
I. Recordemos el Evangelio cuando nos relata el
martirio de Juan el Bautista [1], que fue fiel, hasta dar la vida, a la misión
recibida de Dios. Si en los momentos difíciles hubiera callado o se hubiera
mantenido al margen de los acontecimientos, no habría muerto degollado en la
cárcel de Herodes. Pero Juan no era como caña que se mueve con cualquier
viento. Fue coherente hasta el final con su vocación y con los principios que
daban sentido a su existencia.
La sangre
que derramó Juan, junto a la de los mártires de todos los tiempos, se uniría a
la Sangre redentora de Cristo para darnos un ejemplo de amor y de firmeza en la
fe, de valentía y de fecundidad. El martirio es la mayor expresión de la virtud
de la fortaleza y el testimonio supremo de una verdad que se confiesa hasta dar
la vida por ella. El ejemplo del mártir «nos trae a la memoria que a la fe se
debe un testimonio (…) personal, preciso, y -si llega el caso- costoso,
intrépido; y nos recuerda, en fin, que el mártir de Cristo no es un héroe
extraño, sino que es para nosotros, es nuestro» [2]: nos enseña que todo
cristiano debe estar dispuesto a entregar su propia vida, si fuera necesario,
en testimonio de su fe.
Los
mártires no son sólo un ejemplo incomparable del pasado; nuestra época actual
es también tiempo de mártires, de persecución, incluso sangrienta. «Las
persecuciones por la fe son hoy muchas veces semejantes a las que el
martirologio de la Iglesia ha registrado ya durante los siglos pasados. Ellas
asumen formas diversas de discriminación de los creyentes, y de toda la
comunidad de la Iglesia (…).
»Hoy hay
centenares y centenares de miles de testigos de la fe, muy frecuentemente
desconocidos u olvidados por la opinión pública, cuya atención está absorbida
por otros hechos; frecuentemente sólo Dios los conoce. Ellos soportan
privaciones diarias, en las más diversas regiones de cada uno de los
continentes.
»Se trata
de creyentes obligados a reunirse clandestinamente porque su comunidad
religiosa no está ya autorizada. Se trata de obispos, de sacerdotes, de
religiosos a los que les está prohibido ejercer el santo ministerio en sus
iglesias o en sus reuniones públicas (… ).
»Se trata
de jóvenes generosos, a los que se impide entrar en un seminario o en un lugar
de formación religiosa para realizar allí su propia vocación (…). Se trata de
padres a los que se niega la posibilidad de asegurar a sus hijos una educación
inspirada en la propia fe.
»Se trata
de hombres y mujeres, trabajadores manuales, intelectuales y de todas las
profesiones, los cuales, por el simple hecho de profesar su fe, afrontan el
riesgo de verse privados de un porvenir brillante para sus carreras o sus
estudios» [3]. Sin embargo, el Señor no pide a la mayor parte de los cristianos
que derramen su sangre en testimonio de la fe que confiesan. Pero reclama de
todos una firmeza heroica para proclamar la verdad con la vida y la palabra en
ambientes quizá difíciles y hostiles a las enseñanzas de Cristo, y para vivir
con plenitud las virtudes cristianas en medio del mundo, en las circunstancias
en las que nos ha colocado la vida: es la senda que deberán recorrer la mayoría
de los cristianos, que han de santificarse siendo heroicos en los deberes y
circunstancias de cada día. El cristiano de hoy tiene necesidad de modo
particular de la virtud de la fortaleza, que, además de ser humanamente tan
atractiva, resulta imprescindible dada la mentalidad materialista de muchos, la
comodidad, el horror a todo lo que suponga mortificación, renuncia o sacrificio
…: todo acto de virtud incluye un acto de valentía, de fortaleza; sin ella no se
puede ser fiel a Dios.
Enseña
Santo Tomás [4] que esta virtud se manifiesta en dos tipos de actos: acometer
el bien sin detenerse ante las dificultades y peligros que pueda comportar, y
resistir los males y dificultades de modo que no nos lleven a la tristeza. En
el primer caso encuentran su campo propio de actuación la valentía y la
audacia; en el segundo, la paciencia y la perseverancia. Todos los días se nos
presentan muchas ocasiones para vivir estas virtudes: para superar los estados
de ánimo, para evitar las quejas inútiles, para perseverar en el trabajo cuando
comienza el cansancio, para sonreír cuando nos encontramos con menos facilidad
de hacerlo, para corregir lo que sea necesario, para comenzar cada labor en su
momento, para ser constante en el apostolado con nuestros familiares y amigos…
II. Poner la meta de nuestra vida en seguir de cerca a
Jesucristo y en progresar siempre en ese seguimiento ya requiere fortaleza,
porque nunca fue empresa cómoda seguir a Cristo. Es tarea alegre, inmensamente
alegre, pero sacrificada. Y después de la primera decisión está la de cada
tiempo, la de cada día. Fuerte ha de ser el cristiano para emprender el camino
de la santidad y para reemprenderlo en cada una de sus etapas, para perseverar
sin amilanarse a pesar de todos los obstáculos, internos y externos, que se
presentan.
Tenemos
necesidad de la fortaleza para ser fieles en lo pequeño de cada día, que es, en
definitiva, lo que nos acerca o nos separa del Señor. Esta actitud de firmeza
se manifiesta en el trabajo, en la vida familiar, ante el dolor y la
enfermedad, ante los posibles desánimos que quitarían la paz si no hubiera una
lucha decidida por superarlos, apoyados siempre en la consideración de que Dios
es nuestro Padre y permanece junto a cada uno de sus hijos.
Necesitamos
la virtud de la fortaleza para evitar el descamino, para dejar a un lado las
baratijas de la tierra y no permitir que el corazón se apegue a ellas en una
época en la que muchos las tienen como el fin de su vida y olvidan que su
corazón lo creó Dios de manera que sólo Él puede saciar su ansia de felicidad.
Muchos cristianos parecen haber olvidado que Cristo es verdaderamente el tesoro
escondido, la perla preciosa [5], por cuya posesión vale la pena no llenar el
corazón de bienes pequeños y relativos, pues «el que conoce las riquezas de
Cristo Señor nuestro, por ellas desprecia todas las cosas; para éste son
basuras las haciendas, las riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda
compararse con aquel tesoro supremo, ni que pueda ponerse en su presencia»[6].
Para estar efectivamente desprendidos de los bienes que debemos utilizar, para
no convertirlos en fines, debemos ser fuertes.
Esta
virtud nos lleva a ser pacientes ante los acontecimientos y noticias
desagradables y ante los obstáculos que cada día se presentan, a saber esperar
el momento oportuno para hacer una corrección. No es propio de un cristiano que
vive en la presenciado su Padre Dios el andar con un gesto agrio, malhumorado o
triste ante una espera que se prolonga, ante planes imprevistos que ha de
cambiar a última hora, o frente a los pequeños (o grandes) fracasos que lleva
consigo toda vida normal. La paciencia nos lleva también a ser comprensivos con
los demás, cuando parece que no mejoran o no ponen todo el interés en corregirse,
y a tratarlos siempre con caridad, con aprecio humano y sentido sobrenatural.
Quien tiene a su cargo la formación de otras personas (padres, maestros,
superiores …) necesita particularmente de la paciencia, porque «gobernar,
muchas veces, consiste en saber “ir tirando” de la gente, con paciencia y
cariño» [7]. A todos nos puede ayudar este consejo para hacer hoy examen en
nuestra oración personal: «Has de conducirte cada día, al tratar a quienes te
rodean, con mucha comprensión, con mucho cariño, junto -claro está- con toda la
energía necesaria: si no, la comprensión y el cariño se convierten en
complicidad y en egoísmo» [8]. La caridad nunca es debilidad, y la fortaleza no
debe tomar una actitud desabrida, áspera y malhumorada.
III. Son pocos, efectivamente, en comparación a todos
los fieles que componen la Iglesia, los hombres a los que pide el Señor un
testimonio de la fe derramando su sangre, dando su vida en el martirio (mártir
significa testigo), pero sí nos pide a todos la entrega de la vida, poco a poco,
con heroísmo escondido, en el cumplimiento fiel del deber: en el trabajo, en la
familia, en la lucha por ser siempre coherentes con la fe cristiana, con un
ejemplo que arrastra y estimula. Por esto, no basta con que vivamos
interiormente la doctrina de Cristo: falsa fe sería aquella que careciera de
manifestaciones externas. Por pasividad, por afán de no comprometerse, no
pueden dar a entender los cristianos que no estiman su fe como lo más
importante de su vida o no consideran las enseñanzas de la Iglesia como un
elemento vital de su conducta. «El Señor necesita almas recias y audaces, que
no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»
[9]. En ocasiones, pueden existir graves razones de caridad para confortar con
el testimonio de nuestra fe a los que andan vacilantes: una confesión decidida
como la del Bautista, sin complejos, que arrastre y remueva.
El honor
de Dios está por encima de las conveniencias personales. No podemos permanecer
pasivos cuando se quiere poner al Señor entre paréntesis en la vida pública o
cuando hombres sectarios pretenden arrinconarlo en el fondo de las conciencias.
Tampoco podemos estar callados cuando hay tantas personas a nuestro lado que
esperan un testimonio coherente con la fe que profesamos. Ese testimonio
consistirá unas veces en la ejemplaridad en el trabajo profesional, en la
caridad y la comprensión con todos, en la alegría que revela la paz que nace
del trato con Dios …; otras, en el silencio ante una injusta acusación, o en la
defensa serena pero firme del Romano Pontífice o de la jerarquía de la Iglesia,
en la refutación de una doctrina errónea o confusa… Siempre con serenidad y sin
intemperancias, que no hacen bien y no son propias de un cristiano, pero con
firmeza.
La
fortaleza de Juan y su vida coherente es para nosotros un ejemplo a imitar. Si
lo seguimos en los acontecimientos diarios, corrientes y sencillos, muchos de
nuestros amigos verán el temple de nuestra vida y se moverán por ese testimonio
sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el martirio
-el testimonio de fe- de los primeros cristianos.
[1] Mc 6,
14-29.
[2] PABLO
VI, Alocución 3-XI-1965.
[3] JUAN
PABLO II Meditación-plegaria, Lourdes, 14-VIII-1983.
[4] SANTO
TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 123, a. 6.
[5] Cfr.
Mt 13, 44-46.
[6]
CATECISMO ROMANO, IV, 11, n. 1 5.
[7] J.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 405.
[8]
Ibídem, n. 803.
[9]
Ibídem, n. 416.
Esta
meditación forma parte de la Colección “Hablar con Dios”
Hablar
con Dios, por Francisco Fernández-Carvajal, Tomo III, Ediciones palabra
Francisco
Fernández Carvajal
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