Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo, visible o encubierto, como demuestra la historia
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Hay quienes se sorprenden ante propuestas políticas nacionales o internacionales orientadas a destruir dimensiones básicas de la vida social, de la ética y de la justicia.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Hay quienes se sorprenden ante propuestas políticas nacionales o internacionales orientadas a destruir dimensiones básicas de la vida social, de la ética y de la justicia.
Por ejemplo, algunos quedan escandalizados y reaccionan negativamente
ante propuestas que buscan ampliar los casos del mal llamado “aborto legal”,
que apoyan y promueven formas anómalas de “matrimonio” y de familia, que
defienden la esterilización y el uso de anticonceptivos como métodos eficaces
para el control natal, que marginan el uso de los símbolos cristianos en
espacios públicos, que ridiculizan a la Iglesia católica y a sus enseñanzas,
que declaran “inmoral” e intolerante a quien defiende y enseña sus propias
ideas cuando no coinciden con las ideas de los que se dicen tolerantes y no lo
son.
En realidad, lo sorprendente y “escandaloso” es que se hayan aceptado
por tanto tiempo y tantos lugares aquellas premisas que llevan, tarde o
temprano, a la destrucción de la sociedad y a la promoción del individualismo
más salvaje.
Esas premisas han sido y son bandera constante de grupos que dicen
defender la libertad y la autonomía del ser humano, que hablan de tolerancia y
de justicia, que levantan banderas en favor de un mundo más moderno. En
realidad, esos grupos buscan destruir los valores auténticos y los principios
básicos de la vida social, para luego admitir como legales actos como el
repudio del cónyuge, el divorcio, la promiscuidad sexual, el aborto, la
producción, congelación y destrucción de miles y miles de embriones, la
economía salvaje, el desprecio y marginación de los débiles, la legalización de
la eutanasia.
Como también es sorprendente que, con las premisas típicas del
libertarismo, siga en pie la prohibición de la poligamia y del infanticidio.
Aunque ya la segunda idea tiene como defensores a personas de la fama de Peter
Singer, y la primera cuenta con el aval de grupos que creen en la poligamia
como un auténtico derecho humano.
No es motivo, por lo tanto, para sorprenderse el constatar la fuerza y
el empuje de un movimiento mundial que busca la destrucción de lo humano con
tanta fuerza y tanta eficacia, desde el rechazo de Dios y desde visiones
filosóficas, antropológicas, éticas y políticas equivocadas.
Como explicaba Juan Pablo II, “si no existe una verdad última, la cual
guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo, visible
o encubierto, como demuestra la historia” (encíclica “Centesimus annus” n. 46).
¿El antídoto ante esta situación? Romper el cerco del relativismo y del
subjetivismo que destruyen los valores básicos para la convivencia humana, y
emprender un trabajo serio y eficaz para redescubrir verdades éticas que
permitan construir sociedades más justas, más solidarias, más buenas, porque se
abren al respeto a principios éticos irrenunciables y porque saben fundarlos en
una correcta visión sobre la naturaleza humana.
En este sentido, vale la pena conocer y divulgar el documento publicado
en mayo de 2009 por la Comisión Teológica Internacional con el título “En busca
de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural”.
El n. 87 de este documento recuerda los 4 valores básicos que permiten a
las sociedades trabajar por el bien común: la libertad, la verdad, la justicia
y la solidaridad (cf. también “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”
nn. 197-203).
Si las naciones y sus dirigentes viven estos principios, evitaremos los
hechos que a muchos sorprenden cuando en realidad son la consecuencia lógica de
vivir en el relativismo y en el subjetivismo. Vale la pena recordarlo, no sólo
para evitarnos sorpresas, sino sobre todo para avanzar en la potenciación de
todo lo bueno y lo bello que ennoblece el existir humano.
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