jueves, 16 de julio de 2015

EL HURACÁN DEL DESAMOR


Agosto de 1992. Miles de personas perdieron sus hogares con el paso del huracán Andrew. Muchos niños se sintieron desolados al ver cómo en pocos segundos lo que había sido su casa hasta ese momento quedaba devastado, se convertía en un montón de escombros.


A ti, padre de familia, quisiera preguntarte: ¿qué puede sentir tu hijo o tus hijos al oír de tus labios las siguientes expresiones dirigidas a tu esposa, a la madre de ellos? “Ya no te amo. Necesito mi espacio. ¡Tengo derecho a mi felicidad!”

Quizá no puedas contestar a esa pregunta al imaginar, si puedes, lo que el corazón de tus hijos sienten, lo devastador que es para ellos ver derrumbarse lo que hasta hace poco era su hogar.

Llegó un día ese momento trágico. Lo que amaba el hijo, lo que más quería, su familia, quedaba reducida a escombros. Ese templo sagrado de amor en el que había nacido y crecido, de repente se ha convertido en ruinas. Ruinas de tristeza, de dolor, de desconcierto, de angustia, de inseguridad.

El hijo no alcanza a descubrir el porqué de lo que está pasando. No sabe cómo explicar que algo haya destruido lo que más amaba, aquello que hasta hace poco veía, con orgullo, como “mi familia”. Seguramente ese hijo se encerrará en una coraza, en su propio mundo interior. Adoptará una máscara para esconder todo el dolor que produce el ver que algo ha dividido a sus padres. Siente que ese algo les ha llevado a todos a la infelicidad. Ha destruido, como un huracán, el amor que sus padres se tenían. Un amor que permitió que un día naciese cada uno de los hijos…

No encuentra con quién compartir tanto dolor porque papá se ha ido y mamá sufre. No quiere ser él, el más inocente de toda la tragedia familiar, un motivo que aumente el dolor de la casa.

El hijo pierde confianza, seguridad, esperanza, porque ese huracán, que no se llama Andrew sino “Egoísmo”, lo está dejando sin piso, sin paredes, sin techo, sin hogar. Todo pierde su sentido cuando ese egoísmo deja fuera de los corazones lo único que realmente puede unir una familia: el amor.

Hoy día muchas parejas se dejan arrastrar por el huracán del egoísmo. Se han olvidado del compromiso que juraron ante Dios el día de su matrimonio. Prometieron entonces vivir unidos por amor también entre las penas y las alegrías, las carencias o la abundancia, la enfermedad o la salud, hasta que la muerte los separase. Habían establecido un compromiso ante Nuestro Creador a través del cónyuge que Dios les había regalado.

Ahora rompen, por culpa del egoísmo de uno de ellos, o de los dos, ese vínculo sagrado del sacramento matrimonial. “Lo que Dios unió no lo separa el hombre”.

Esto ocurre porque nos olvidamos que el vínculo matrimonial nos compromete a ser testigos del Amor de Dios y testimonios vivos de que Él permanece entre nosotros hasta el fin de los siglos. Un vínculo que les había comprometido a cultivar y acrecentar el amor.

Luce Bustillo-Schott

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