Nostradamus, junto con el monje del libro apócrifo atribuido al obispo irlandés Malaquías (1095-1148), se han convertido en dos profetas del milenarismo de nuestros días, en un mundo que creía liberarse de la fe y que ahora abraza la superstición. Michel de Nostredame fue un médico de gran éxito en especial cuando se trató de combatir la peste que se abatió contra la Provenza en el siglo XVI.
Nació de
una familia judía, de la tribu de Isacar, en Saint-Remy (Provence, Francia), en
1503. Sus ancestros, buenos conocedores de la medicina y de las matemáticas, se
habían hecho cristianos por efecto del decreto de Luis XI (1461-1483) que
amenazaba a los judíos no bautizados con la confiscación de sus bienes. En
consecuencia, sus abuelos paternos tomaron el apellido de “Notre-Dame”, y los
maternos el de “Saint-Remy”, su lugar de proveniencia.
Nostradamus
(tal es su nombre latinizado), después de doctorarse en medicina a los 26 años,
viajó por la Provence, el Languedoc, Italia y Luxemburgo. Se casó dos veces.
Después de la muerte de su primera esposa y sus dos hijos (a quienes no pudo
salvar de la peste, lo que le valió el desprestigio momentaneo) se retiró a la
Abadía de Orval en Luxemburgo; allí escribió sus primeras “profecías”. Después
de mucho vagabundear se estableció definitivamente en Salon-de-Crau, y pasó el
resto de su vida estudiando, escribiendo e interesándose grandemente por el
ocultismo.
En 1547
comenzó a escribir una serias de “profecías” que agrupadas en cien estrofas de
cuatro versos cada una fueron llamadas “Centurias astrológicas”. Dejó diez
centurias. Su libro fue condenado por la Iglesia Católica en 1781 e incluido en
el Índice de libros prohibidos. Los poderosos de la época sintieron un gran
respeto por él, pues le atribuían poderes especiales de los que dependía su
dominio; en general, gran parte de la nobleza de su tiempo sentía un gusto
morboso por las ciencias ocultas, sufría de profunda superstición y por tal
razón llenaban sus cortes de adivinos, agoreros, ocultistas, magos y astrólogos
que les sorbían los sesos y las arcas.
Nostradamus,
falleció en 2 de julio de 1566. Además de las “Centurias” se le atribuyen otros
escritos conocidos como “Presagios” y “Predicciones”.
Todos sus
escritos son lacónicos, oscuros y susceptibles de múltiples interpretaciones;
entre otras cosas por estar escritos en provenzal del siglo XVI y mechados con
otras lenguas (latín, español, francés, hebreo). Además, para que tengan algún
sentido, sus comentadores se ven obligados a trastocar las letras de muchas
palabras de modo tal que éstas puedan hacer referencia a cosas conocidas; así
por ejemplo afirman que Rapis tendría que significar París, Nercaf designaría a
Francia, Henryc sería Chipre, etc. Los comentarios, por lo general violentan el
texto mismo del “profeta” o son tan arbitrarios que pueden ser substituidos por
otros igualmente válidos. Además de esto, para poder obligar a que algunos
versos hagan referencia a un acontecimiento concreto, muchas veces los
comentaristas se ven obligados a sacar y combinar versos de diversas centurias.
En cuanto
a las pretendidas profecías cumplidas, se trata verdaderamente de aplicaciones
caprichosas; a lo más, coincidencias “forzadas”. Así, por ejemplo, los versos
en los que algunos han creído reconocer una profecía de Napoleón dice: “De
simple soldado él alcanzará el imperio, de ropa corta el llegará a larga. Bravo
en las armas, mucho peor en la Iglesia, él humilla a los padres como el agua
ensucia la esponja” (Centuria VII). Esto cuadra a Napoleón… a Septimio Severo,
a Tito, a Maximinio Trácio, etc. ¡Nostradamus está describiendo el prototipo
del militar perseguidor!
De otra
se dice que profetiza a Hitler o a Napoleón: “De la parte más profunda de
Europa Oriental nacerá un niño de familia pobre, que por su hablar seducirá a
muchos pueblos. Su reputación crecerá más en el reino de Leste” (Centuria III).
Sus comentaristas se pelean: si Leste designa a Egipto podría ser Napoleón, por
la campaña allí realizada; si significa Japón, podría ser Hitler, por su
alianza… si… Evidentemente como profecía poco valor tiene.
El texto
de la Centuria I, E. Cheetham, uno de sus principales comentaristas, cree
entenderlo como profecía de la Revolución Francesa; y H. Roberts, otro de sus
seguidores, ve el indudable preanuncio de la Revolución Rusa.
En otra
unos ven la ejecución de Luis XVI (año 1793), y otros la traición japonesa a
Estados Unidos en Pearl Harbor, etc.
Algunos
de los versos que más se han difundido en estos últimos tiempos son aquellos
que han traducido del siguiente modo: “En el año mil novecientos noventa y
nueve y siete meses,/ vendrá del cielo un gran Rey de susto./ Resucitará al
gran Rey de Angolmois…”. Como es sabido, basándose en estos versos algunos
señalaron que el 9 de julio de 1999 debería haber tenido lugar el fin del
mundo. Otros intérpretes consideraron que la terrible fecha tendría lugar el 11
de agosto de 1999, cuando sobre el norte de Francia se vería el último eclipse
de sol del milenio. Ambientes de la moda e incluso de la cultura europeos
vivieron con trepidación esos días a causa de las terribles profecías. Ambas
fechas pasaron desmintiendo a los profetas de calamidades.
En
síntesis, ¿qué decir? Nostradamus conocía la historia antigua, principalmente
de Roma, y sabedor de que no hay nada nuevo bajo el sol, preanunció
acontecimientos futuros indeterminados, calcados sobre la experiencia de los
acontecimientos y monarcas del pasado; evidentemente que esto los hace
adaptables de una manera o de otra a los hechos principales de la historia; y
no sólo a un hecho sino a muchos. No hace falta ser profeta para preanunciar
calamidades, traiciones, guerras, invasiones, grandes campañas militares, razas
que extinguen a otras razas, etc. Puede ser que personalmente Nostradamus haya
tenido alguna facultad paranormal como la clarividencia, telepatía, etc.; pero
esto no lo constituye un profeta en sentido estricto; y además, estos fenómenos
(cuando tienen fundamento real) no pasan de ser manifestaciones de orden
sensitivo y no espiritual; por supuesto, que no se extiende en modo alguno a
los futuros contingentes (es decir, a los actos libres de las creaturas).
El valor
y la importancia que el vulgo da a sus profecías depende enteramente de la
tentación de superstición que amenaza al hombre de todos los tiempos y del
hecho de que se sigue verificando el adagio latino: vulgus vult decipi, el
pueblo quiere ser engañado. Hay un gusto morboso por lo misterioso y oculto,
aunque lo que preanuncie sean cosas nefastas. Los peligros psicológicos –además
del serio peligro para la fe– que esto entraña son de una extremada gravedad.
Cuando se
llega a este punto comienza el espíritu de la “necedad profética”, es decir, el
afán de lanzar profecías de orden puramente humano que, por olvidar Quien es el
Arbitro de la Historia, se convierten en predicción de falsedades. A estos dice
el Espíritu Santo por boca de Miqueas: Dejad de babear profecías (Miq 2,6).
P. Miguel
Ángel Fuentes, VE
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