lunes, 20 de abril de 2015

GRADO DE NUESTRA FE


La gran mayoría de…, los que se titulan creyentes católicos y practicante, piensan que la fe es solo creer en el contenido del Credo..., que como todos sabemos, si es que de verdad somos y nos tenemos por, creyentes, católicos y practicantes, él Credo nos dice… “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, nuestro Señor….” Pero es el caso, de que no todo consiste en sabernos el credo como un papagayo y corearlo en las misas dominicales.

            Hay creencias que obligan y otras que no. Yo puedo creer en la existencia de Nueva Zelanda, pero esa existencia no me obliga a nada más. No estoy obligado a nada, ni esta creencia me compromete en nada, Es una creencia de categoría simple y pasiva. Pero si existen otras clases de fe, en las que si uno la profesa está obligado al cumplimiento de unas determinadas actuaciones, en cuyo caso esa fe, ya no es simple, sino que activa y admite grados distintos grados de actividad. En el ejército de una nación, los miembros de este ejército, tienen fe en la existencia de su patria, grande unificada y libre de enemigos separatismos y en el triunfo de sus convicciones, lo cual les obliga a tener una fe compuesta y activa, en cuanto unos se esforzarán más que otros en lo que les demande su fe.

            La fe católica que profesamos, no es una fe simple y pasiva, que se termina con corear, el rezo del Credo, sino que es una fe que nos obliga a unas determinadas actuaciones espirituales y materiales, cuyo cumplimiento determina unos distintos grados de fe en la persona de que se trate. Y estos distintos grados que tiene nuestra fe, determinan siempre, un distinto grado de amor a Dios y de esperanza en Él, Nuestro grado de amor a Dios, será siempre el que nos marcará nuestro grado de fe y recíprocamente nuestro grado de fe, será siempre el que nos señale nuestro grado de amor, porque ambas virtudes juntamente con nuestra esperanza, subirán y bajarán, siempre al unísono. El Papa Francisco, cuando aún solo era el P. Jorge Bergoglio escribía diciendo: "No hay fe verdadera que no se manifieste en el amor, y el amor no es cristiano si no es generoso y concreto. Un amor decididamente generoso es un signo y una invitación a la fe" (Jorge M Bergoglio)

            El parágrafo 166 de nuestro Catecismo nos dice que: “La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro y, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros”.

            Es muy duro y difícil creer sin ver, máxime cuando lo que se nos pide que creamos, limita nuestros deseos de placer material. Es fácil aceptar que Buenos Aires está en América, aunque nunca hayamos estado allí, porque esta creencia no nos obliga ni condiciona nuestra vida. Nuestra razón inicialmente y sin ninguna meditación o elaboración, nos dice que: No creamos en los que no vemos, que solo existe lo que vemos. Pero si profundizamos y elaboramos nuestros juicios, sacamos conclusiones y estas nos aseguran que además del mundo material que vemos y palpamos, existe un mundo invisible y espiritual, que no vemos, pero si palpamos su existencia, desde el momento en que estamos emitiendo juicios, pensamientos, razones e ideas, que indudablemente no pertenecen al mundo material, pero que si existen, desde el momento en que nosotros mismos somos sus creadores y no podemos negar su existencia.

Y si también resulta que existe un mundo invisible y espiritual, es porque también además de cuerpo tenemos alma. Y si resulta que también además de alma tenemos impulsos y raciocinios que nos inquietan con preguntas transcendentes, es porque tenemos sed y si tenemos sed, es porque el agua existe, y si hay agua porque el agua existe, hay una Fuente que la crea y rige esa agua y esa Fuente es la que, a su vez nos creó y nos rige a nosotros. Esa Fuente se llama Dios.

Desde luego que nuestra fe, es un don divino, es un regalo que Dios otorga inicialmente al que desea creer en Él y amarle. Pero esto es solo un primer paso, en el que muchos pueden creer que ahí se acaba todo, se acaba en una simple creencia que no necesita de más, pero no es así. La fe es siempre una complicada planta que si no se la riega con el agua de la gracia divina, termina por secarse y desaparecer. Lo primero de todo, para aumentar el tamaño de nuestra fe y hacer crecer la planta, es que nos olvidemos de nuestras fuerzas humanas. Nuestra soberbia nos hace creer, que tenemos fuerzas para hacer todo y no es así. Son palabras del Señor: "5 Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada”. (Jn 15,5). Y de la misma forma que el acto inicial de nacer la fe en una persona, es un don de Dios, también lo es el crecimiento de esa fe, en la persona, porque sin la ayuda de Dios, nosotros nada podemos.

            El avance en el aumento y fortaleza de la fe de una persona, no es inmediato, como en general suele ser todo lo que pertenece al orden de la materia, donde una acción, cualquiera acción provoca de inmediato una reacción, ya que todo se mueve alrededor del factor tiempo. En el orden del espíritu, todo es lento, porque en este orden, no rige el tiempo sino la eternidad. Es nuestro cuerpo material el que envejece y al que se le acaba el tiempo; en cambio nuestra alma es eternamente joven nunca perece. El tiempo para ella no cuenta, es nuestro cuerpo el que siempre tiene prisa porque intuye su desaparición, y presiona a nuestra alma para crearle a nuestra alma, el temor a la muerte, el temor a desaparecer que solo es nuestro cuerpo el que debe de tenerlo.

            Como todo lo que pertenece al Orden del espíritu las virtudes que deseemos alcanzar, necesitan siempre una actitud perseverante y la perseverancia para desarrollarse necesita tiempo. Es por ello que aunque inicialmente obtengamos el don de la fe, su aumento, fortaleza y obtención de un alto grado de fe, necesita tiempo. Nunca acabaremos en esta vida de ganar la evidencia de la existencia de Dios, perdiendo la fe, pues ello, solo lo alcanzará nuestra alma cuando esté libre de su cuerpo.     

            El aumento de la fe en la persona, produce poco a poco en esta, unas lentas transformaciones, de las que ella solo se da cuenta, mirando hacia atrás y meditando como era antes. Es en la senectud por lo general, cuando el cuerpo se va derrumbado y el alma si ora y se mortifica por amor al Señor, cuando ella, está más fuerte, cuando la persona, está en condiciones de tener una fe más fuerte, cuando se tiene más fe, una auténtica fe ya avanzada en su desarrollo. Es entonces , cuando se vive más vive esperanzado y en consecuencia vive el alma más alegre; porque solo cuando nos falta la fe, es cuando nos invade la tristeza y el pesimismo. Con el aumento al unísono de nuestro amor a Dios y nuestra esperanza, aumenta también nuestra confianza en Dios y nos sentimos seguros, porque tomamos más conciencia del amor que Dios nos tiene. Confianza y fe son dos bienes espirituales íntimamente ligados, porque la confianza es una consecuencia de la fe, si no media fe, difícilmente puede haber confianza. Solo tenemos confianza en la protección de Dios sobre nosotros si tenemos fe.

            Solamente por medio de la fe se le puede dar sentido a la vida, al sufrimiento y a la muerte. La actitud de la persona con una fuerte fe desarrollada, frente al sufrimiento varía notablemente de la actitud general de los demás. Se llega a entender el sufrimiento como un don divino, que nos permite unir nuestros sufrimientos al del Señor en la cruz, entregándoselos para que los suyos sean aliviados por nuestro amor. A una persona que así piensa el sufrimiento por fuerte que sea nunca le lleva a la desesperación. Es más recuerdo una serie de pensamientos de Santa Teresa de Lisieux, que con respecto al sufrimiento decía; “Nuestra fuerza para combatir el sufrimiento radica tener la convicción de que Dios no permite nunca sufrimientos inútiles”. “Un sufrimiento bien sufrido merece la gracia de un sufrimiento más”. “He llegado a no poder sufrir, porque me es dulce todo padecimiento por amor a Dios”. Imposible llegar a un mayor refinamiento en el amor a Dios”.

Juan del Carmelo

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