Unos creen que la moral es subjetiva, que se fundamenta en los propios gustos o decisiones; otros creen que la moral es objetiva, que se fundamenta en la realidad de las cosas.
Gran
parte de nuestros contemporáneos contestarían que sí, sin dudarlo y sin
pensarlo. Y por relativa entenderían “opinable”. Creen sinceramente que la
moral está sujeta a los gustos de cada uno. Otros contestarían que no, que la
moral es inmutable. Y con esto querrían decir que los preceptos de la moral son
iguales para todos los hombres de todos los tiempos. Son posiciones poco
compatibles, desde luego. Unos creen que la moral es subjetiva, que se
fundamenta en los propios gustos o decisiones; otros creen que la moral es
objetiva, que se fundamenta en la realidad de las cosas.
Los
escolásticos medievales pensaban que, cuando hay opiniones contrapuestas sobre
un tema, es preciso distinguir para dar a cada uno la razón que tiene. Porque
la gente suele apoyarse en alguna razón y hay que concedérsela. Es lo que vamos
a intentar.
Lo relativo del Everest
Relativo
es, de entrada, una palabra tremenda. Porque es exactamente lo contrario que
“absoluto”. Y Absoluto, en la historia de la filosofía, es una palabra que se
reserva para Dios o para lo divino o para el Todo. Lo demás, por comparación,
es siempre relativo.
La idea
del Absoluto implica, entre otras cosas, que si pudiéramos llegar a conocerlo
bien, sólo podría ser pensado de una manera. En esto se basa, en parte, el
famoso argumento ontológico de San Anselmo. En cambio, todas las cosas que no
son el Absoluto pueden ser pensadas de otra manera: podrían no existir o
existir de otra forma.
Se puede
pensar el mundo de muchas maneras. Tolkien ha pensado un mundo fantástico con
elfos, orcos y hobbits; y este mundo podría haber existido. Nada lo impide. Y
podrían imaginarse otros, cada uno con sus reglas. En nuestra imaginación, cabe
un número infinito de mundos. En la misma medida, podría haber infinitas
morales.
Si
estuviésemos hechos de una substancia esponjosa, podría ser un gran gesto de
aprecio con los ancianos vapulearlos con una estaca, si eso estimulara la
circulación y rejuveneciera los tejidos. El mundo y la especie humana podrían
ser así. Pero, de hecho, no son así. Vapulear a los ancianos con una estaca les
produce mucho daño y, en consecuencia, es objetivamente una crueldad, además de
una injusticia. Podría ser de otro modo, pero no es de otro modo.
Esto hay
que subrayarlo porque está en la base de casi todas las confusiones. Siempre
podemos pensar la realidad y la moral de otro modo. En este sentido, la moral
es relativa.
También,
en ese sentido, el Everest es relativo. Podría tener más metros de los que
tiene (8848) o, quizá, tener menos. Dentro de unos mínimos de coherencia,
ninguna razón impide que acabara en tres picos o en ocho, en aristas o en
formas redondeadas. Nada impide que estuviera unos kilómetros más a la derecha
o más a la izquierda. Es relativo. Siempre podemos imaginarlo de otra manera
Claro es
que, si tuviéramos que viajar en avión, mediríamos bien las distancias. Porque,
aunque podamos imaginarlo de otro modo, el Everest está donde está y no se
puede pasar por en medio.
Quien
conozca bien la tercera vía de Santo Tomás de Aquino y la moral kantiana, podrá
añadir por su cuenta interesantes precisiones. Pero como no son necesarias para
la substancia del argumento y son difíciles, no las vamos a desarrollar. De
momento, basta con decir que la moral, como todo lo relativo, dentro de unos
mínimos de coherencia, puede ser siempre pensada de otra manera. Con esto damos
razón a los que creen que pueden imaginarse una moral distinta. Siempre pueden
hacerlo. Pero sucede como con el Everest: es preferible descubrir el que existe.
El umbral
de la experiencia moral
En un
famoso pasaje de la Etica a Nicómaco, Aristóteles analiza los motivos de las
acciones humanas. Y dice que pueden ser tres: obramos buscando el placer,
buscando lo que es conveniente, o porque es hermoso obrar así. También obramos
por sus contrarios: para evitar el dolor, lo que es inconveniente o lo que nos
parece repugnante. Aunque hay algunas variantes en su interpretación, esta
clasificación nos da una pista sobre la experiencia moral.
Desde
luego, muchas de nuestras acciones tienen como motivo el placer. Obramos porque
nos apetece y buscando darnos gusto. En otros casos, buscamos un provecho o una
ventaja para nosotros. Y también hacemos cosas porque nos parece que hay que
hacerlas (deberes y obligaciones). Nos parece hermoso obrar de esta manera e
indigno obrar de otra (ideales de conducta). En estas distinciones se juega lo
que es la moral.
Hay un
umbral muy claro. Mientras el motivo de nuestras acciones sea sólo el propio
placer y la propia ventaja, no estamos dentro de la experiencia moral. Nos
falta el aspecto más importante. Por eso, el utilitarismo es tan insuficiente
como proyecto para una ética personal. Puede ayudar a razonar los mínimos de la
convivencia política y, en algunos casos, las responsabilidades morales, pero
el cálculo de las ventajas no permite construir una moral que sirva para guiar
personas. Las encierra en el egoísmo. Desde este punto de vista, las morales
que cada uno puede inventarse en relación con sus gustos y aspiraciones, no son
en realidad, morales. Porque no cuentan con los resortes morales. Sólo pueden
ser disfraces de moral.
La
existencia de la moral se juega precisamente en experimentar y reconocer que
existen más móviles que el cálculo egoísta (personal o colectivo) de los propios
placeres e intereses. Cuando se admite que las situaciones reclaman algo de
nosotros, más allá de nuestros placeres e intereses, es cuando entramos en el
campo de la moral. Cuando se percibe que hay una manera de actuar bella y digna
del hombre y también una manera repugnante e indigna.
En
realidad, a la mayor parte de la humanidad le parece indigno poner los propios
placeres e intereses por encima de todo. Este egoísmo suele ser considerado por
las personas normales no intelectuales, como la esencia de la inmoralidad. En
cambio, sacrificar los propios placeres y los propios intereses en beneficio de
otros, la generosidad y el altruismo, son considerados como la quintaesencia de
la nobleza.
Lo
primero es repugnante para el sentido moral ordinario y lo segundo suscita
admiración. El bombero que se juega la vida por salvar al niño, el capitán que
abandona el último el barco que se hunde, o los padres que sacrifican sus
gustos por atender a sus hijos son considerados universalmente como conductas
nobles, como ejemplos que hay que imitar, que hacen a la humanidad más digna y
nos apartan de la ley de la selva. En estas cosas, hay un acuerdo prácticamente
universal que no se basa en razones.
Naturalmente,
cualquiera puede imaginar unas bases morales distintas; bien por el deseo de
llevar la contraria al conjunto de la humanidad, que es una de las grandes
pasiones intelectuales; o bien por justificar su egoísmo, que es una pasión muy
común y no afecta sólo a los intelectuales. No se puede justificar teóricamente
que el sacrificio sea noble y el egoísmo innoble. Siempre se puede negar
intelectualmente. Es como el Everest.
Volvamos
a nuestra pregunta inicial: ¿la moral es relativa? Ya hemos traspasado el
umbral de la experiencia moral y nos hemos encontrado con un campo que tiene
referencias bastante claras. Pero todavía serán más claras, si nos adentramos
en este campo. Hace años traté a un excelente gestor y aprendí de él principios
de gobierno tan sabios como éste: “si quieres no poder resolver un problema,
generalízalo”. Y es cierto, cuando se generalizan las cuestiones, se pierde el
control sobre ellas. Si la pregunta es si la moral es relativa, lo peor es
generalizar, y lo mejor es que miremos el campo de la moral y pensemos
honradamente qué parte puede ser relativa.
La moral
tiene tres partes fundamentales. La que se refiere a la relación con los demás,
que compendia los deberes de justicia y solidaridad. La que se refiere a la
relación con uno mismo, al tenor o estilo de vida. Y la que se refiere a la
sexualidad, matrimonio y familia. En estos tres apartados, se puede meter casi
todo. ¿Qué parte es relativa?
La parte
más universal de la moral: la justicia y la solidaridad
Como
somos seres sociales y vivimos en sociedad, la parte más amplia de la moral se
refiere a los demás y se concreta en los deberes de justicia y solidaridad.
Esto es prácticamente el 80 o 90 por ciento de la moral. Y es la parte más
ampliamente compartida de la moral.
La
justicia tiene algo de necesidad matemática porque se basa en la equidad. En
dar igual a los que son iguales. Y pedir por igual a los que son iguales. Como
los seres humanos somos iguales en lo fundamental (en ser humanos), todas las
relaciones humanas se basan en cierta equidad, en una correspondencia. Y esto
se capta espontáneamente.
La
justicia tiene una primera parte que se refiere al respeto que merecen los
demás; al respeto de su persona, de su fama y de sus bienes. Y se compendia en
una norma que se considera la regla de oro de la moral, y que encontramos por
todas partes: “No hagas a otro lo que no quieres para ti”. Lo recomendaba
Confucio (Lun-Yu 15,23; 12,2). Y C. S. Lewis, en su hermoso libro La abolición
del hombre, ofrece una amplia lista de otras fuentes. Se trata de algo muy
evidente, pero, como todo, podría ser oscurecido o ignorado teóricamente.
Un
segundo campo de la justicia son los tratos entre particulares. Son justos
cuando hay equilibrio y cuando se cumple lo pactado. También en este aspecto,
hay un acuerdo espontáneo y universal. A Cicerón le parecía lo más elemental y
obvio de la justicia y lo más necesario para el orden civil. No necesita que le
dediquemos más tiempo.
Un tercer
campo son las relaciones del particular con la sociedad o la comunidad humana.
A esto se le llama “justicia distributiva”, a la que distribuye equitativamente
-con una medida de igualdad- los beneficios y las cargas sociales entre los
miembros de una sociedad. Como es sabido, la equidad no es la igualdad
matemática. Pues es lógico atender más a los que más necesitan. Y pedir más a
los que más pueden. La equidad es una exigencia constante de los pueblos para
sus gobernantes. Pero también se puede observar en cualquier reparto que
realice un grupo de niños.
Por
último, están los deberes de solidaridad. Es decir la inclinación a ayudar al
miembro de la sociedad que está necesitado. Este deber es reconocido
espontáneamente en cualquier sociedad, porque forma parte de la dotación
natural del ser humano, que, cuando está sano, siente compasión por sus
semejantes y se pone en su lugar. La solidaridad está unida al sentimiento
común de pertenencia. Por eso, a veces, se limita. a ayudar al cercano; y se
excluye al esclavo o se odia al extranjero.
¿Hasta
dónde tiene que llegar la solidaridad? En el fondo, es la pregunta del
Evangelio: “¿quién es mi prójimo?” Jesucristo no dejó lugar a dudas: para un
cristiano, es prójimo todo aquel que pasa a su lado. El precepto de “Amar al
prójimo como a ti mismo” se extiende a todos los hombres porque todos son hijos
de Dios. También está asumido en las legislaciones democráticas, que han tomado
sus ideales de igualdad y fraternidad del legado cultural cristiano. E,
independientemente del cristianismo, existe en muchas culturas donde se
prescribe ser hospitalario con los forasteros y extranjeros (quizá es un
indicio de su dificultad).
En otras
culturas y otros momentos, se pueden observar restricciones de la solidaridad.
Hemos mencionado ya la esclavitud. También la guerra. Es difícil ver que el
enemigo es un prójimo. Y se han dado otros casos históricos. Los nazis, por
ejemplo, hicieron una política basada en la desigualdad de personas y razas.
También los jacobinos y los comunistas sacrificaron los derechos de las
personas a los supuestos intereses del Estado. Pero no se trata de morales
distintas, sino más bien de aberraciones teóricas que reprimen el sentido común
moral. De todas formas, por los resquicios de la teoría, e incluso en medio de
los horrores, se dejan ver los sentimientos humanitarios, que muestran la
capacidad humana de ponerse en el lugar del otro. Hay muchos ejemplos hermosos que
honran a la humanidad.
Los
deberes de justicia y solidaridad cuentan con un reconocimiento prácticamente
universal. Están en la base del reconocimiento de los derechos humanos. Y son,
como hemos dicho, el 80 o 90 por ciento de la moral. Por tanto, es estadísticamente
falso decir que la moral es relativa, en el sentido de que sea variable. Lo
cierto es que casi toda la humanidad está de acuerdo en la mayor parte de la
moral. Y niega violentamente (con policía y cárceles) que dependa de gustos
particulares. Sólo se oponen teóricamente unos cuantos intelectuales y,
prácticamente, unos cuantos canallas.
La parte
más aristocrática de la moral: el dominio de sí (la virtud)
A
diferencia de la justicia, que, en su mayor parte, es muy intuitiva y evidente,
la cuestión de cómo comportarse y qué tenor de vida llevar, es más compleja. Y
tiene algo de subjetivo. Pues depende de la experiencia que se tenga.
Los
jóvenes son sensibles a la autenticidad y a los ideales, y juzgan con mucho
idealismo y radicalidad sobre la justicia. Pero son menos certeros sobre el
tenor de vida que conviene llevar. La opinión juvenil sobre las diversiones y
el alcohol, por ejemplo, no es un juicio moral. Sólo indica sus preferencias
viscerales. Los jóvenes son muy pasionales, les enganchan las emociones fuertes
o románticas y les falta experiencia de la vida. Pueden estar seguros de que el
alcohol, la velocidad y la juerga son estupendos y llamarle a esto una opinión
moral. Pero no lo es, porque no se basa en un juicio equilibrado sobre la realidad
de las cosas, que apenas conocen. Tampoco es una opinión estable, porque va a
cambiar con la experiencia.
Los
jóvenes no perciben qué rastro puede dejar en sus vidas, en sus familias o en
la sociedad una vida desarreglada, dada al alcohol, a las emociones fuertes o a
la juerga. Les puede fascinar que uno se juegue la vida con un coche. Y no les
causa pena ver a una persona borracha o drogada. Para que esto duela, hace
falta haber aprendido a amar la dignidad y la conciencia humanas. Hace falta
experiencia y años para saber qué construye y qué destruye. También hace falta
experiencia de lo buena que es la sobriedad.
Cuando
maduran, las personas saben más y juzgan mejor sobre lo que es bueno para la
vida. Y si procuran vivir con rectitud, alcanzan la sabiduría. Es recto el que
responde a lo que cree que exigen las cosas y no se deja desviar ni por el
egoísmo ni por el miedo Muchas tradiciones culturales tienen esos hombres
sabios como referencia (otras no). Y el destilado de la sabiduría universal
sobre los ideales de la vida humana es muy concorde. Por debajo, se concentra
en el ascetismo: en el ideal del dominio de sí y de la sobriedad. Por encima,
se concentra en dedicar la vida a los grandes bienes de la contemplación de la
verdad, de las artes o del servicio a la sociedad. Negarse a los instintos para
poder servir a los grandes bienes. Los muchos sabios que ha tenido el mundo
(Confucio, Buda, Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, San Agustín, Juan Luis
Vives, Gandhi, por ejemplo) no conciben que haya otras aspiraciones dignas de
un hombre. Con palabras de Max Scheler, “el hombre es un animal ascético”. Sólo
con renuncias, puede el hombre vivir a la altura de su espíritu.
Es un
consenso universal, pero sólo entre los sabios. En estos asuntos, no todos juzgan
igual. Tienen un sentido moral más profundo y más certero los mejores
(aristos), los que reúnen experiencia y rectitud. Ya lo sabían los clásicos.
Pero también Umberto Eco en su diálogo con el cardenal Martini: “La fuerza de
una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los
ignorantes cuius deus venter est (cuyo dios es el vientre)”.
La moral
personal no es democrática, sino aristocrática (de aristos). No es extraño. La
ciencia tampoco es democrática; y el arte tampoco. Aunque todos valemos lo
mismo como personas, no valemos lo mismo como sabios, como científicos o como
escritores. Hay que respetar la conciencia de cada uno, pero la pretensión de
que cada uno haga la moral a su gusto, es tan poco razonable como si hiciera la
ciencia a su medida. No hay otro camino que aprender de los que saben, reunir
experiencia personal y procurar ser recto, es decir juzgar con rectitud en lo
propio, sin dejarse desviar ni por el egoísmo ni por el miedo.
En esta
segunda parte, el problema no es que la moral sea variable, sino que es
variable nuestro sentido y nuestra calidad moral. Una cosa es que, en la vida
democrática, haya que respetar a todos y no meterse a juzgar vidas ajenas, y
otra es que haya que fingir que no se sabe cómo funciona el egoísmo, cuánto
importa el dominio de sí y qué noble es la generosidad, que son experiencias
morales prácticamente universales.
La parte
más compleja de la moral: la moral sexual
Nos queda
la tercera parte: la moral sexual. Aquí es donde hay más problemas. Cuando se
dice que la moral es relativa, muchas veces es un eufemismo para justificar
libertades sexuales. Los eufemismos están hechos para disimular la crudeza de
la realidad y, desde luego, hacen más amable la convivencia, pero confunden el
pensamiento. No se puede pensar bien con eufemismos: conviene destaparlos.
La moral
sexual tiene algunos aspectos en común con las otras dos partes. Por ejemplo,
en toda relación sexual con otra persona, hay aspectos de justicia, a veces,
muy graves. Prometerse o tener un hijo genera obligaciones y deberes muy
graves, que van mucho más allá que el capricho y la opinión personal. Como
hemos visto, el conjunto de la humanidad considera repugnante al egoísta que
pone sus placeres e intereses por encima de sus deberes con los demás.
Abandonar una mujer o unos hijos sólo por enamorarse de otra persona es, por
ejemplo, una evidente manifestación de egoísmo a la vez que una grave
injusticia. Aunque se puede entender que, después de hacerlo, alguien quiera
construir una moral nueva.
En la
sexualidad también hay aspectos de dominio de sí, que tienen que ver con la
segunda parte de la moral. Dejarse arrebatar por los caprichos sexuales es tan
indigno y genera tantas injusticias y daños como dejarse conducir por la bebida
o la droga. El placer sexual necesita ascetismo. Y mayor que otras cosas,
precisamente porque tira más. También en esto el acuerdo de los sabios es
prácticamente universal. Valga, como ejemplo, esta cita de Epicteto: “En cuanto
a los placeres sexuales, en lo posible, hay que conservarse puro antes de la
boda y al unirse, compartir el gusto legítimo” (Enchiridion 33,8).
El placer
y la pasión sexual es, muchas veces, lo más aparatoso de la sexualidad. Y tiene
su dignidad y su función. Pero es el aspecto menos importante. Si no se pone en
su sitio, no se puede hacer una moral sexual. Porque no se puede superar un
planteamiento egoísta. Hay que situarlo en su marco real.
Por el
lado biológico, la sexualidad tiene que ver con algo tan importante como la
reproducción. En el plano personal, tiene que ver con el amor conyugal y con lo
que es la familia, como relación de personas. En el plano social, afecta
directamente al bien común, porque siempre pone en juego el futuro de la
sociedad. Estas cuatro dimensiones (biología, amor conyugal, familia, sociedad)
componen su marco real. Y no son imaginaciones.
No es
posible describir en unos pocos párrafos la moral sexual. Pero se puede trazar
sus líneas principales, partiendo de este marco. La primera referencia es la
verdad biológica, natural y ecológica del sexo. Los órganos masculino y
femenino tienen una complementariedad y hay una manera natural y ecológica de
usar el sexo; y todas las demás no lo son. Claro es que se puede imaginar y
defender que lo son, pero el hecho es que no lo son. El orden natural y
ecológico de la sexualidad es tan opinable como el del aparato digestivo. No
hace falta ser biólogo para darse cuenta. Usar del sexo sin respetar esta
ordenación es privar de sentido biológico a la sexualidad y, en esa misma medida,
es antinatural e inmoral. Es tan antinatural y tan inmoral como comer para
producirse placer y luego vomitar.
La
segunda referencia es la verdad del amor humano, por llamarla así. El amor
entre varón y mujer no es un amor entre cuerpos, sino entre personas que se
comprometen mutuamente. Siempre han existido otras fórmulas, para desfogar la
pasión sexual, sin necesidad de trato personal ni compromiso de amor. Muchos
animales lo viven así y el hombre puede imitarlos. Pero hay una relación entre
varón y mujer donde el sexo es expresión de una entrega, de unas promesas de
amor que quieren ser eternas: eso es el amor conyugal. Un amor que aspira y
supone -por sí mismo- un compromiso de fidelidad. Todos los quebrantos
románticos no hacen más que ponerlo de relieve. Manifiestan la belleza y fuerza
de ese ideal, y también su dificultad.
No hace
mucho, el cantante Robbie Williams, declaraba: “Nunca he estado con una mujer
porque me gustara, sino porque me sentía solo. Ser yo mismo y entregarme a
alguien era algo impensable. Me faltaba la autoestima necesaria para eso.
Pensaba que si una mujer se enamoraba de mí, es que no valdría la pena. Cuando
hace cinco años dejé las drogas y me apunté a Alcohólicos anónimos, me prometí
involucrarme en una relación sólo cuando me viera capaz de ofrecer lo que una
compañera pudiera esperar de mí: sinceridad y fidelidad” (XLSemanal, 20. XI,
05, 26). Lo que Robbie quiere al sentirse sano es el ideal. Lo otro no lo era.
Hay que desear que lo logre, aunque el punto de partida no sea muy prometedor.
La
tercera referencia es la familia: los deberes y alegrías de la paternidad y
maternidad; y la convivencia entre padres e hijos. Como es experiencia
universal, en este contexto se producen, muchas veces, las relaciones humanas
más intensas y duraderas que existen. Las muchas tragedias personales que
surgen cuando no funciona muestran qué nivel humano tan hondo alcanzan. También
manifiestan qué importantes deberes de justicia están implicados y qué esfuerzo
conviene hacer para que conseguir que funcione.
La cuarta
referencia es el beneficio social. Todo lo que se diga es poco.
Desgraciadamente, el tema de la familia está tan artificialmente privatizado en
nuestra cultura, que se considera de mal gusto poner de relieve cuánto depende
de ella la salud y el futuro de una sociedad. La familia es un ámbito
educativo, un lugar de acogida y asistencia social y un núcleo económico, que
motiva el trabajo, capitaliza el ahorro, crea y estabiliza empresas y transmite
experiencia profesional. Hay que ponerse a hacer cuentas para saber con qué se
juega. En la vida social, puede ser necesario tolerar errores y quiebras, y
buscarles algún remedio, pero sería un error desconocer cuál es el ideal que
hay que primar y proteger.
La moral
cristiana, que es una moral revelada por Cristo, se planta directamente en el
ideal con todos sus rasgos: pide un matrimonio de uno con una y para siempre;
un uso sexual que respete el orden natural y biológico; y una atención
entregada a los hijos hasta su madurez. Ha aportado históricamente una gran
claridad al tema y es un punto de referencia incluso para los que no creen. Hay
una gran experiencia de los muchos bienes que de aquí se derivan. También hay
experiencia de que el amor conyugal es exigente y, muchas veces, heroico. Pero
es que no se trata de un juego. Tiene dificultades serias y, para que salga
bien, hay que invertir mucho tiempo, mucha dedicación y mucho cariño. Esa es la
receta. Con menos no sale. Y en estos temas, cuanto más egoísmo, peor.
El sexo
se puede sentir como un impulso privado y un derecho al goce personal, pero
tiene el marco natural que hemos descrito. Intentar hacer una moral sin tenerlo
en cuenta es como imaginarse el Everest en otro lugar.
Variantes y deformaciones de la
moral
Hemos
visto en qué parte tan grande la moral es universal. Y qué bases tan claras
tiene. Hay que reconocer también que se dan algunas variantes históricas en los
usos morales. Esto se debe a distintas causas. La moral depende de la
percepción de la realidad. Y, esto viene condicionado en parte por las
tradiciones culturales. Cada uno ve con sus ojos, pero juzga la realidad
también con las categorías que le han enseñado.
Como
hemos dicho, los ideales de justicia son bastante evidentes. Pero el odio
racial puede oscurecer el sentimiento de igualdad. Y unas condiciones muy duras
de supervivencia pueden generar costumbres sociales muy crueles, especialmente
con los más débiles (enfermos, ancianos, esclavos, prisioneros). Además, por lo
mismo que hay personas egoístas y violentas, hay sociedades con distintos
grados de egoísmo y violencia. Y esto lo transmiten a sus miembros.
Las
necesidades de la supervivencia, la necesidad de conservar el orden social y la
experiencia de la vida suelen imponer en cualquier sociedad criterios de
justicia, moderación personal y disciplina sexual bastante rígidos. Ninguna
sociedad puede sobrevivir, por ejemplo, con una indisciplina sexual
generalizada. Los hijos son un bien de primer orden para los padres y para la
sociedad. Es la razón de que, por todas partes, en las sociedades estables, se
observen unas leyes sexuales tan rígidas, aunque haya algunas variantes y, por
supuesto, transgresiones. Es que están en juego bienes muy reales, con reglas
muy reales también.
Nuestra
sociedad ha alcanzado unos niveles de sensibilidad moral muy altos en justicia
y solidaridad. Nunca ha resultado tan clara y tan respetada esta parte de la
moral. Es un gran éxito que hay que valorar, aunque luego mencionaremos algunas
dolorosas incoherencias.
En lo que
se refiere al estilo de vida, nuestra cultura se ha convertido en una sociedad
de consumo, dominada por la presión publicitaria, que es tan ubicua como la
atmosférica, y combate directamente los ideales de una vida sobria. Nuestra
sociedad admira esos ideales (en monjes, en fáquires, en misioneros o en
voluntarios de ONGs), pero, desde luego, no se los propone. Por eso, es incapaz
de educar a sus jóvenes. Nadie se atreve a pedirles sacrificios, que es el
entrenamiento más elemental de la vida moral: poner los deberes por encima de
los gustos. Más bien, se les tiene envidia (poder gozar de todo siendo jóvenes
y sin obligaciones) y padecemos un “Complejo de Peter Pan” colectivo.
La moral
sexual es el aspecto más alterado. En nuestra sociedad, se ha producido una
revolución sin precedentes, que no se debe desde luego al progreso moral, sino
más bien a sencillas posibilidades técnicas que separan los placeres sexuales
de sus consecuencias naturales. La “píldora” y otros medios han quitado su
gravedad (y su sentido natural) a las relaciones sexuales. Esto ha provocado
una “sexualización” generalizada (del que es un testimonio la pornografía) y
una trivialización de las costumbres sexuales. Sólo después se han intentado
hacer nuevas morales donde cupieran los hechos, pero no caben.
En
realidad, el marco natural y moral de la sexualidad no ha variado: sus cuatro
aspectos son los mismos; y la felicidad personal y el futuro de las sociedades
sigue dependiendo, en altísima medida, de las familias. La realidad es como es.
El amor libre y los sistemas de cría alternativos a la familia ya han sido
probados, con pésimos resultados, por los totalitarismos del siglo XX. Y es
evidente que una sociedad de viejos verdes solteros (VVS) no tiene ningún
futuro.
La
presión sexual ha hecho más inestable el vínculo familiar. Y ha oscurecido los
deberes de justicia que están en juego respecto a los hijos y cónyuges. Los
partidos radicales (lo que queda de la izquierda y mucha parte de la derecha)
siguen promoviendo el divorcio. Y han puesto los derechos (y caprichos
sexuales) del individuo por encima del vínculo familiar, de los derechos del
otro cónyuge y de los derechos de los hijos a la permanencia del hogar (que es
un derecho que existe, teniendo presentes los daños que sufren cuando se
destruye). Pero esto tampoco es una moral nueva. No es que hayan descubierto
con más claridad nuevas exigencias morales, sino que la presión del egoísmo
sexual ha atropellado otros valores más importantes, pero más indefensos.
También
se ha producido un grave oscurecimiento sobre el valor de la vida. Los medios
anticonceptivos han facilitado la promiscuidad, pero no siempre impiden el
curso natural de la sexualidad. Esto produce muchos hijos no deseados y en
condiciones anómalas. La presión para quitárselos de encima ha originado una de
las alteraciones más dolorosas del sentido moral público. Mientras que el hijo
nacido es un bien de interés general y un ciudadano protegido por la ley, la
presión sexual ha conseguido dejar desprotegido al no nacido. Así en España,
por pura presión, la legislación considera el aborto como un crimen no
perseguible en algunos supuestos, y en la práctica sanitaria, quitarse un hijo
es casi como quitarse una berruga.
Cuando,
en este contexto, se defiende que cada uno tiene su moral, es un eufemismo. No
es que exista un gran debate moral y las alternativas apasionen porque se desea
acertar. Más bien es lo contrario. Prima la práctica. Detrás no hay una nueva
moral, sino ninguna moral. Nadie abandona a su mujer, aborta o practica la
promiscuidad sexual porque haya descubierto una nueva moral. Sino porque ha
perdido o no ha tenido nunca las referencias morales de la sexualidad. Muchas
veces, no es culpa suya, nadie le ha enseñado otra cosa. La misma sociedad que
trivializa el sexo puede dejar sola a una chica con su problema y facilitarle
sólo la salida más triste.
Conclusión
Es una
tentación hipócrita hacer morales a la medida de los hechos. “Cuando el corazón
se entrega al placer que seduce, la razón se abandona al error que justifica”.
Es Cicerón (De natura deorum I, 54). Son los hechos los que tienen que
acomodarse a la moral y no se puede construir una moral partiendo de la defensa
del egoísmo. La prueba de fuego de toda moral es, precisamente, el sacrificio
del interés personal en aras de lo que vale más. Lo contrario es la definición
misma de inmoralidad
Como
vemos, la distorsión mayor de nuestra cultura se da en la moral sexual y, en
menor medida, en los ideales de vida. Son la parte más “privada” de la moral.
En cambio, como hemos dicho, nuestra sociedad tiene mayor sensibilidad moral
sobre las cuestiones de justicia. Esa es la razón de que tantas veces se oiga
decir que cada uno tiene su moral. Pero, en realidad, no se comprueba que
existan otras morales. Sino sólo que existen otras conductas. La convivencia
social exige respetar a los demás, y tolerar la diferencia de opiniones.
También hay que respetar el ámbito privado de la vida, mientras no dañe al bien
común. Pero no hay porqué aceptar que cualquier cosa sea una moral. El
pensamiento tiene una vida pública y es un gran servicio proponer y juzgar lo
que se propone.
Aquí, sin
ofender a nadie, hemos pensado lo que es la moral y lo que no es la moral.
Naturalmente, muchos puntos necesitarían mayor desarrollo. Habría que hablar
sobre los tipos de fenómenos morales y la manera en que las exigencias morales
se hacen presentes en la conciencia y cómo se forman las convicciones morales y
cómo se comparten y transmiten en una sociedad. Pero, en unas pocas páginas,
sólo se pueden trazar las líneas fundamentales.
Existe la
mala costumbre intelectual de aprovechar la oscuridad de los límites para poner
en duda el contenido entero de una cuestión. Esto pasa, frecuentemente en la
moral. Basta descubrir un aspecto discutible o discutido, para declarar
relativa y opinable toda la moral. Pero es como si se declarara irreal la
pirámide de Keops porque se descubre que no es exáctamente una pirámide. La
pirámide de la moral, con sus tres planos, la justicia, el ascetismo personal y
el marco natural de la sexualidad, no es una imaginación que dependa del
capricho de cada uno. Siendo menos visible que la pirámide de Keops o el
Everest, es, sin embargo, mucho más real y con una influencia mucho mayor sobre
la felicidad de las personas y el futuro de las sociedades.
Esto no
es un discurso confesional. Lo puede compartir quien no tenga el don de la fe.
Pero la fe añade seguridad. Porque confirma que, en el fondo de la realidad,
hay un orden inteligente querido por Dios. Lo expresa hermosamente el sabio
judío Filón de Alejandría (s. I). Al comentar el primer libro de la Biblia, el
Génesis, que para los judíos piadosos forma parte de la Ley (la Torá), dice:
“Este comienzo es más maravilloso de lo que pueda decirse, porque incluye el
relato de la creación del mundo en el que está implícita la idea de que el
mundo está en armonía con la Ley y la Ley con el mundo y que el hombre que
respeta la Ley, en virtud de ese respeto, se convierte en ciudadano del mundo,
por el solo hecho de que conforma sus acciones con la voluntad de la naturaleza
por la que se gobierna el universo entero” (De Op. Mundi, I, 1-3).
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Juan Luis
Lorda
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