El tema acerca del que hablé ayer
es un tema muy serio, aunque afecte a muy pocos sujetos. Tan pocos que casi
diría que es el pecado menos frecuente que ocurre en el mundo.
Pero cuando ocurre, supone una
vulneración tremenda del orden divino en la Iglesia. Que el obispo, que debe
ser el garante del orden, se convierta en fuente de desorden.
En casos así, traspasado cierto
límite, Dios actúa. El Omnipotente pone orden en su casa directamente con su
mano. Terrible, ¡terrible cosa, de verdad!, es forzar a que el Señor tenga que
intervenir. Pero cuando Él lo hace no hay forma de dar marcha atrás a sus
decretos, no hay apelación posible. La palabra del Altísimo se cumple.
La gente se suele quejar del silencio de Dios, de
que Él no actúa. Qué equivocados están. He visto el castigo de Dios en obispos,
sacerdotes y fieles; lo he visto también en mi propia vida. La gente se queja
de que Dios no haga nada. Pero Dios actúa cuando tiene que actuar; ni antes ni
después.
En mis viajes he visto de todo, eclesialmente hablando. Por supuesto que
lo más frecuente, a la hora del abuso, es el exceso de indulgencia con la
desobediencia. No voy a insistir en ese tema porque está claro para todos y no
requiere de explicaciones. Pero, aunque muchísimo menos usual, casi anecdótico,
también me he encontrado en distintas diócesis y continentes con el caso del
buen sacerdote oprimido hasta la exasperación por un obispo que nunca debió
llegar a ese puesto, y que usa del sagrado vínculo de la obediencia como
instrumento para satisfacer sus pasiones de soberbia, ira y hasta venganza.
Hubo un caso, incluso, que parecía que el obispo estaba empeñado en
hacer explotar al presbítero para así poder corroborar públicamente la mala
opinión que había manifestado de él.
Desde este pequeño blog, quiero rendir homenaje a esos sacerdotes,
heroicos ejemplos de obediencia. Modelos de respeto hacia quien les humilló
públicamente.
En una Iglesia en la que tantos casos podríamos citar de menosprecio a
la autoridad de los sucesores de los Apóstoles, ellos reparan de un modo oculto
y silencioso.
Por conversaciones con distintos sacerdotes, hace años me enteré de un
obispo que se convirtió en el que más me escandalizó de todos los que había
conocido en mis viajes y conversaciones con mis hermanos presbíteros por esta
razón de la que hablo. Me olvidé de él, pero pasados unos años Dios hizo
justicia ya aquí en la tierra. Él, que se complació en humillar, recibió en su
misma persona la aplicación del versículo que dice que quien a hierro mata a hierro muere. Y el que humilló públicamente,
públicamente fue humillado. Ironías del destino, ese sacerdote con el que se
ensañó va camino de las altas dignidades vaticanas.
A otro obispo, Dios le envió (así de claro lo digo) una lenta enfermedad
y terrible que le hizo purgar todas sus faltas hasta la muerte. Sí, no se puede
jugar con las cosas santas, y la obediencia es una cosa santa. Ay del obispo
que haga aborrecible ese sagrado vínculo. Ay del obispo que se ensaña con un
venerable presbítero. Ay de él, porque también Dios sabe decir BASTA.
P.
FORTEA
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