miércoles, 18 de marzo de 2015

«HOY LA CASTIDAD ES LA MÁXIMA REBELIÓN»: DE PROMISCUA A PROPONER «LA PLENITUD SIN QUITARSE LA ROPA»


Dawn Eden ya no quiere sexo y rockeros famosos, sino amor.

En la ópera de Wagner Tannhäuser, un juglar medieval vuelve a su aldea, buscando la sanación y la salvación después de haber desperdiciado sus años como esclavo voluntario de Venus. Pero cuando sus vecinos saben donde ha estado, le dicen que ha renunciado a la esperanza. Una vez que el hombre ha saboreado las delicias de Venus, le dicen, nunca conseguirá sacarla de sus entrañas.

Estamos rodeados de Tannhäusers modernos: hombres y mujeres adictos a la pornografía; singles que buscan el amor a través del sexo y casados que desean el placer excluyendo la procreación.

Nuestra fe católica enseña que para todos ellos hay un camino de perdón y reparación. Y sin embargo, demasiado a menudo los damos por perdidos y hablamos de la castidad como si fuera una virtud reservada sólo para quienes son vírgenes.

Haciendo esto, efectivamente compramos la mentira cultural de que los esclavos del placer nunca encontrarán la libertad en Cristo.

No tiene por qué ser así. El Venerable Arzobispo Fulton Sheen describió el estado de hartura decepcionada como "gracia negra" - una especie de hartazgo que podía llevar a la "gracia blanca" de la conversión.

Muchos de los que se han tragado las mentiras de la revolución sexual tienen que enfrentarse a la oscuridad de esta gracia negra. Si se les presenta la verdad de la castidad, pueden lograr transformarse en Cristo. Lo sé porque me ocurrió a mí.

En los 90, como joven periodista judía especialista en rock que vivía en Nueva York, me pasaba el día entrevistando a bandas para la revista MOJO y las noches cazando en las discotecas, vestida con ropa calculada para ofrecer a los que miraban un buffet de epidermis.

Actualmente soy una estudiante de posgrado en Teología en un seminario católico y autora de The Thrill of the Chaste: Finding Fulfilment While Keeping Your Clothes On [La emoción de la castidad: encontrar la plenitud sin quitarse la ropa, ndt]. Miro mi vida y es como si Marianne Faithfull se hubiera metamorfoseado en Mary Whitehouse. ¿Qué pasó?

Mi conversión empezó en 1995 cuando un músico de rock de Los Angeles al que estaba entrevistando mencionó que estaba leyendo una novela, El hombre que fue jueves, de un autor del que nunca había oído hablar, G. K. Chesterton. Compré inmediatamente una copia de la novela, pensando que me ayudaría a camelarme al músico cuando volviera a la ciudad.

Una frase del primer capítulo me tocó: “Lo más poético del mundo es no estar enfermo”. Ese fue mi momento de gracia negra.

En aquel entonces yo estaba atrapada en un círculo vicioso. Sola porque no era amada, me entregaba a "amantes" que no me amaban. Chesterton me obligó a reconocer lo que yo había intentado suprimir: mi profundo deseo de sanación, de tener mi vida ordenada de arriba abajo, de conocer la poesía de no estar enferma.

Con el tiempo (y con más Chesterton), empecé a experimentar la gracia blanca de la conversión. Pero era reacia a situarme bajo la autoridad de una confesión en particular, por lo que intenté proceder por el camino cristiano sola.

Descubrí muy pronto que cambiar mis creencias no era suficiente para cambiar mis costumbres.

Estaba claro que todos los deseos que había satisfecho habían fracasado en acercarme al amor que buscaba. Y también estaba claro que sólo recibiría ese amor si yo aprendía a entregarlo adecuadamente. Pero, ¿cómo podía aprender esto?

Un amigo católico que vio mi lucha me dio un libro que tenía muchas citas del Catecismo de la Iglesia Católica.

Encontré mi respuesta: desarrollar la virtud de la castidad me enseñaría a amar a los otros como Dios me ama (CCC 2347-48). La castidad nada tiene que ver con cerrar la puerta al amor humano, sino con dejar entrar al amor divino. Significa dejar que Dios dé nueva forma a mis deseos para alinearlos con Su deseo de mi felicidad.

En la nueva edición católica de The Thrill of the Chaste (revisada después de la edición de 2006, que escribí antes de entrar en la Iglesia), me centro en el "sí" de la enseñanza de la Iglesia, porque uno no puede entender los varios "noes" a no ser que uno entienda primero el "sí" general.

Por ejemplo, uno no puede entender porqué la Iglesia no apoya los anticonceptivos y el matrimonio entre personas del mismo sexo hasta que uno entiende que el amor matrimonial es por definición un acto de la voluntad libre, total, fiel y fecundo (cfr. Humanae Vitae 9).

Admitámoslo, la castidad no es lo que está de moda. Pero en una sociedad que ha dejado de ser cristiana, esto es lo que la hace muy interesante.

Aquí, en Occidente, el Cristianismo tuvo una buena y larga vida como cultura dominante y ahora es, de nuevo, la contracultura.

El Papa Francisco lo sabe. Por esto, cuando habla sobre la castidad, utiliza el lenguaje de la rebelión. Dirigiéndose a los jóvenes sobre el tema de la Jornada Mundial de la Juventud diocesana 2015 – “Bienaventurados los limpios de corazón” ­– les pide que “se rebelen contra esa tendencia tan extendida de banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo solamente al aspecto sexual […] contra esta cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, cree que ustedes no son capaces de amar verdaderamente”.

En la ópera de Wagner, Tannhäuser intenta liberarse del abrazo de Venus porque siente, aunque débilmente, que algo vital falta incluso en sus más seductores deleites. Francisco nos anima a confiar en que también nuestros Tannhäusers puedan alcanzar ese punto de la gracia negra: el doloroso reconocimiento de que el "amor" sin ataduras que ellos esperaban que les satisficiera es, en realidad, sólo un empobrecimiento de lo que se supone que es el amor.

Pero ellos necesitan nuestra ayuda. Podemos empezar creando una contracultura de la castidad dejando de tratar nuestras "duras enseñanzas" como si fueran pastillas amargas que tienen solo una vinculación accidental con el banquete celestial.

La castidad no es una incómoda nota a pie de página de la Buena Nueva. Es la Buena Nueva, demostrando que los brazos de Venus no son el complemento al corazón de Jesús.

Artículo publicado originalmente en Catholic Herald.
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)

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