viernes, 9 de enero de 2015

QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARÁS. SAN AGUSTÍN


El atentado terrorista de ayer en Francia nos ha dolido a muchos de nosotros. Como en todo crimen, hay muchas formas de entender qué es lo que lleva a unos seres humanos a despreciar y machacar la vida de otras personas. Algunas juicios son acertados, ya que indican las razones que se han creado en el mundo para propiciar el lavado de cerebro de personas que terminan siendo asesinos. Otros juicios simplemente relativizan todo, despreciando todo valor de la vida humana. Véase las declaraciones de Willy Toledo en las que parece que los culpables eran los asesinados y toda la civilización occidental.

Recordemos que la palabra asesino proviene de “Hashshashin”, una secta musulmana que en durante los siglos X al XIII utilizó el asesinato como arma de poder. Los objetivos de esa secta no son muy diferentes de los yihadistas actuales: imponer el Islam, entendido de forma especialmente cruel. Curiosamente, fueron los mogoles los que fueron conquistando fortaleza a fortaleza sus dominios y hacerlos desaparecer.

Pero, el cristianismo tiene claro que el asesinato atenta contra lo más esencial de los dones recibidos de Dios: la vida.

No matarás. La sexta plaga consistió en pústulas en el cuerpo, ampollas que escocían y manaban, ardores de úlceras por la ceniza del horno. Así son las almas homicidas. Arden de ira, pues por la ira del homicidio perece la fraternidad. Los hombres arden con la cólera, pero también con la gracia. Es diferente, sin embargo, el ardor de la salud y el de la úlcera. Las ampollas ardientes en el cuerpo entero son los homicidios intencionales. Manan, pero no salud; hierven, pero no con el espíritu de Dios. Tanto el que quiere socorrer como el que quiere matar sienten hervor; aquél, del mandamiento; éste, de la enfermedad; aquél, de buenas obras; éste, de úlceras pútridas. Si pudiésemos ver el alma de los homicidas, la lloraríamos más que los cuerpos putrefactos de los ulcerosos. (San Agustin, Sermón 8,9)

El asesino arde de cólera y le ciega la ira. Para el asesino su propia no tiene valor alguno. El asesino es utilizado por sus jefes como una arma inhumana que busca crear dolor, para compensar el dolor que sienten en sus propias almas. Como dice San Agustín, el alma del asesino ha perdido casi en su totalidad la Gracia de Dios, vagando ciega en las tinieblas del rencor.

Frente al odio y el resentimiento, existe otro ardor. El ardor de la Gracia de Dios. El ardor que consigue que donde abunda el pecado, sobreabunde la Gracia de Dios (Rm 5, 20).

¿Cómo permite Dios tanto dolor? Lo permite porque nuestra libertad es un don maravilloso, aunque sea un arma de doble filo. Con la libertad podemos transparentar el amor de Dios a los demás, pero también podemos convertir nuestra alma en carbón opaco a la Luz de Dios.

¿Cómo enfrentarnos a este horror? Primeramente dándonos cuenta que Dios fue capaz de redimirnos a través de la injusta y terrible muerte de Cristo. Dios es capaz de sacar bienes de todo mal, siempre que nosotros le aceptemos en nuestro corazón. Tras el desgarrador grito de Cristo “Padre ¿Por qué me has abandonado?” la resurrección vence todo el mal realizado, contagiándonos la esperanza.

El mal nunca desaparecerá mientras el pecado anide dentro de nosotros. Seguirá habiendo guerras, asesinatos, víctimas inocentes, mientras no aceptemos a Cristo como salvador y rindamos nuestro corazón a la Voluntad de Dios.

El bien siempre toma la delantera de forma imprevisible, para evidenciar que Dios obra milagros minuto a minuto entre nosotros. Otra cosa es que no seamos capaces de ver y aceptar estos milagros.

Hay que tener claro que el mal generado con armas no se extingue utilizando armas. Nunca ha desaparecido el mal utilizando el mal como arma. Nos toca ahora rezar, por los fallecidos, sus familias, amigos y por todos nosotros. También nos toca rezar para que Cristo nos permita ayudar a transformar el odio en amor. Dios lo quiera.

Néstor Mora Núñez

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