miércoles, 14 de enero de 2015

LA VIDA INTELECTUAL TAMBIÉN CUENTA


Existe una tendencia que critica la vida intelectual, el estudio, como si fuera la puerta de la soberbia; sin embargo, ¿acaso no hay soberbios analfabetas? Es verdad que podemos quedarnos en un falso intelectualismo, ajeno a la experiencia de Dios en la vida del ser humano, pero esto no se debe a los libros, a la búsqueda del conocimiento, sino a la negativa de compartir lo que hemos descubierto y que puede ser una luz o respuesta para el mundo. Mientras reconozcamos que necesitamos de Dios y de los demás, el aprendizaje, lejos de volvernos tediosos o aburridos, será un buen punto de partida. Los grandes predicadores han sido hombres de estudio. ¿Qué diría Sto. Tomás de Aquino si alguien le reprochara que los fundamentos filosóficos de Aristóteles no sirven para comunicar el evangelio? Sin duda, se quedaría muy desconcertado, inquieto. La fe incluye una relación estrecha con la razón. Negarlo sería olvidar aquella gran encíclica de Juan Pablo II, titulada “Fides et Ratio” (1998). Si algo caracterizó el pontificado de Benedicto XVI, fue precisamente su apertura a la ciencia, demostrando que un católico preparado puede lograr acercarse a los alejados, porque es necesario dar “razones de nuestra esperanza” (1 Pe 3, 15). De otra manera, todo se reduce a un sentimiento que llega y con la misma se va, lo que nos resta consistencia, perseverancia. El Papa Francisco, si bien no ejercicio como teólogo, fue maestro –entre otras asignaturas- de literatura clásica y, como tal, es la prueba fehaciente de que la inteligencia no está peleada con el necesario acercamiento humano, pastoral.

En algunos ambientes, existe la idea de que una persona culta es lejana, fría, indiferente; sin embargo, esto no es más que un estereotipo. La Iglesia cuenta con muchos antecedentes históricos. Por ejemplo, Sta. Edith Stein. Una conversa que, sin renunciar a sus dotes intelectuales, optó por la humildad de las monjas carmelitas. Tenemos que ampliar los horizontes, despertar, hasta revalorar al estudio como una vía para contemplar el misterio de Dios en la naturaleza, en el ser humano. La mente debe ser atendida, cultivada, pues de otra manera es presa fácil de la ociosidad. Sin perspectiva u horizontes, se deja vencer por el desaliento de las dificultades. En cambio, cuando el estudio es visto a la luz de la fe; es decir, como servicio, todo cambia, adquiriendo una vida profunda, verdaderamente entregada, dispuesta. La ignorancia, lejos de ser fuente de humildad, más bien es un antivalor. Claro que mucha gente inocente la sufre bajo los efectos de la injusticia social; sin embargo, aquí nos referimos a los que pudiendo aprender nuevas cosas, rechazan el valor del intelecto, creyendo que así agradan a Dios, cuando ha sido él quien nos ha pedido que demos razones con el ejemplo y, cuando sea necesario, con la palabra. Para hablar hay que saber y esa sabiduría viene de la experiencia; misma que se enriquece con la profundidad del estudio.

No se trata de ir a la universidad para auto aplaudirnos, viendo a los demás por encima del hombro. Al contrario, el que sabe, tiene que ser humilde, sencillo, porque al estar enterado de la inmensidad del conocimiento, se percibe pequeño, en proceso. “Yo solo sé que no se nada”. Esta frase de Sócrates, refleja una verdad fundamental. En la medida en que uno descubre la ciencia, se hace más consciente de que la creación es tan grande y compleja, que ha descubierto solo una milésima parte y esa pequeñez, termina siendo motivo de fascinación, búsqueda de nuevas cosas, vínculo con Dios, pero desde la certeza de estar siempre abierto al aprendizaje. Quien, por el contrario, cree saberlo todo, además de engañarse, termina cerrándose a las sorpresas.

No arrinconemos a los intelectuales. La Iglesia necesita una nueva generación de hombres y mujeres que sean, en primer lugar, congruentes, ¡santos! Y, después, personas bien preparadas, formadas para los retos del siglo XXI. Hoy día, no bastan las buenas intenciones. Es necesario aprender, cuestionarse y, desde ahí, abrazar la fe que siempre ha sido –y será- amiga de la razón. Ya lo decía San Agustín: “Credo ut intelligam” (creo, para entender). Todo entendimiento viene, en cierto sentido, del Espíritu Santo. Por lo tanto, la vía del estudio; especialmente, desde la tradición de la Orden de Predicadores, es un pilar para llegar a Dios.

Carlos J. Díaz Rodríguez

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