Carta del
obispo de Segovia, D. César Franco
El bautismo de Jesús en el Jordán
inicia una aventura apasionante que aún no ha llegado a término: es la aventura
de la carne humana ungida por el Espíritu de Dios, quien, como si se tratara de
una nueva creación, la impulsa hacia la gloria.
Por eso, la fiesta del Bautismo
de Jesús cierra el ciclo de Navidad. Puede resultar sorprendente el salto
cronológico que se da desde Belén, donde hemos visto nacer al Mesías y ser
adorado por pastores y magos, hasta el río Jordán. Aquí, el joven profeta de
Nazaret, de unos treinta años, se sumerge en sus aguas para ser bautizado por
el Bautista en señal de penitencia. Este salto en el tiempo no lo es en la
teología: en el Bautismo se revela definitivamente la identidad personal del
Niño de Belén. Ya no se trata de lo que dicen los ángeles, pastores y magos.
Según el relato evangélico, cuando Jesús se sumerge en las aguas (eso significa
etimológicamente bautismo) y asciende de ellas, se rasga el cielo y se oye la
voz del Padre que dice: Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco. Y el
Espíritu Santo «bajó sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma»
(Lc 3,22) para ungir a Jesús con una fuerza que jamás le abandonará y que
trasmitirá, como don divino, a quienes sean bautizados en él. Ya no hay dudas
de quién es Jesús. Su Padre las despeja desde lo alto.
¿Qué significa todo este
lenguaje, que resultará extraño a quien no esté familiarizado con la Escritura
o haya dado la espalda a la realidad sobrenatural? Los estudiosos llaman a este
acontecimiento «teofanía», manifestación de Dios. También lo designan como
«cristofanía», porque Cristo está en el centro de la revelación. Pero también
podemos decir con propiedad que se trata de la manifestación del Hombre nuevo
que acontece en Cristo. Permítanme explicarme.
Al asumir el Hijo de Dios nuestra
carne, se ha hecho solidario con el hombre de forma inaudita e inefable. Se ha
cargado —valga el símil— con un fardo pesado a sus espaldas, dado que nuestra
carne, la carne humana, estaba herida por el pecado de Adán. De hecho, si Jesús
quiere ponerse en la fila de los pecadores que deseaban hacer penitencia por
sus pecados en el Jordán, es para mostrar que no había hecho ascos a la
condición humana, ni «se avergonzó de llamarnos hermanos» (Heb 2,11). Quiso ser
contado entre los pecadores, sin haber cometido pecado ni haber sido tocado por
el viejo Adán. Jesús es el hombre nuevo, el perfecto Adán que restaura al
caído. De ahí que su carne reciba la Unción de lo Alto para convertirse en el
cauce a través del cual el Espíritu se trasmita a los hombres, sus hermanos, y
puedan aspirar a la renovación de todo su ser. No hay visión más positiva de la
carne del hombre que ésta manifestada en Jesús, que le hizo exclamar a Charles
Péguy: «lo sobrenatural es a la vez carnal».
He dicho que lo que sucede en el
Jordán nos afecta a todos los redimidos por Cristo. Nuestra vida consiste en
dejarnos invadir por su Espíritu, que descendió sobre nosotros en el Bautismo y
nos unió a él con lazo indestructible. Es el Espíritu de los hijos de Dios que nos
da la verdadera libertad; el Espíritu de la resurrección que ya ha comenzado a
actuar en nosotros hasta el momento final de la resurrección de la carne; el
Espíritu de la verdad que nos permite conocerla, amarla y proclamarla a los
cuatro vientos; el Espíritu de la justicia y la caridad, que podemos practicar
sin temor a sucumbir en nuestra debilidad; el Espíritu de la misericordia que
nos capacita para ser iconos del Cristo misericordioso que se acercó a los
pecadores y comió con ellos en su mesa porque había venido a buscarlos y
hacerlos partícipes de su Reino. Por eso, aquella aventura que comenzó en el
Jordán continúa cada día que un redimido por Cristo se deja invadir y guiar por
su Espíritu.
D. César Franco. Obispo de Segovia
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