La defensa de los derechos de las
mujeres y el logro de la igualdad es un claro objetivo de todos los políticos,
aunque apenas se ocupan de poner en marcha verdaderas actuaciones de apoyo a la
maternidad, que es el principal -que no único- origen de las desigualdades
entre hombres y mujeres. Muchas se ven obligadas a retrasar la edad de
maternidad para mantener sus empleos; otras se ven empujadas a tomar la
decisión de acabar con su embarazo porque no tienen apoyo familiar, social o
económico suficiente para continuar; y algunas eligen la maternidad como su
principal proyecto de vida, aunque socialmente esta elección no esté
suficientemente valorada.
Y es en esta realidad tan
compleja en la que de nuevo surge el debate sobre el derecho a los vientres
de alquiler o maternidad subrogada, cuando el legislador todavía no
ha sido capaz de asegurar plenamente el principal derecho del que cuelgan todos
los demás: el derecho a la vida. Estamos ante un nuevo y falso derecho que
instrumentaliza a las mujeres y a los bebes que darán a luz.
Pero no es este un problema
jurídico, sino fundamentalmente ético, ya que cada vez más los avances de la
técnica están teniendo un claro predominio sobre la ética. Igual que no todo lo
amparado por una ley es moralmente válido; todo lo que la técnica hace posible,
tampoco es éticamente aceptable, y esto es lo que ocurre con la mal llamada maternidad
subrogada.
Desde el derecho romano, los
sistemas jurídicos occidentales se han apoyado en una diferencia clara entre
personas y cosas. Así como es posible la libre disposición de éstas -comprar,
vender, alquilar- no ocurre lo mismo con las personas. Proteger su dignidad
exige no comercializar con ellas, ni con las madres ni con los hijos.
Y no hay norma, por muy consensuada que esté, capaz de evitar los problemas
éticos que se derivan de una gestación contratada. Con ella se mercantiliza la
filiación que pasa a ser consecuencia de un contrato de claro contenido
económico y se comercializa con el cuerpo e incluso, con los sentimientos, de
una mujer que opta por la gestación de un bebe hijo al que debe renunciar nada
más nacer.
Las normas tienen efectos sobre
nuestras decisiones, porque cambian la cultura. El comportamiento que se regula
se hace menos costoso en términos personales y sociales, ya que su valoración
social se hacen más tolerante, y sus consecuencias las llegamos a aceptar,
colectivamente, incluso como un derecho. Esto es lo que ha ocurrido con la Ley
del aborto vigente. Esperemos que nuestros legisladores no estén dando los
primeros pasos para que ocurra lo mismo con los vientres de alquiler y tratemos
de evitarlo, explicando a la sociedad lo que ello significaría.
Mª Teresa López López. Acción Familiar
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