jueves, 18 de diciembre de 2014

JESÚS Y LA SAMARITANA: EXÉGESIS Y HERMENÉUTICA


PRESENTACION

Uno de los símbolos más frecuentes en la historia de la salvación es el agua, necesidad vital y permanente, tanto para las personas como para los animales y las plantas. El agua limpia, purifica y es vida, aunque en ocasiones es símbolo de desgracia y destrucción en el caso de tormentas e inundaciones.

Desde el Diluvio hasta el bautismo, pasando por la roca del Horeb, donde Dios hizo manar agua, el agua se asocia en la Biblia con la presencia del Espíritu Santo, que purifica, da vida y recrea, como lo hace el agua. Es el Evangelio de Juan precisamente el que más insiste en esta relación entre el agua y el Espíritu Santo.

Lo sucedido con la samaritana se repite constantemente en nuestra vida. Agustín de Hipona también conocía la sed, y hastiado después de tanta aventura tras el placer mundano, dijo: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”. La sed de la samaritana, como la de San Agustín, inconscientemente era sed de Dios. El personaje de la samaritana se presenta en una época histórica llena de desavenencias entre judíos y samaritanos. Los primeros consideraban que los samaritanos estaban poseídos por el diablo y no los tenían en cuenta como nación, considerando además los judíos que las mujeres samaritanas eran impuras por naturaleza.

En este enrarecido ambiente lleno de hostilidad, unos evitaban cualquier tipo de contacto con los otros. Por su parte, los samaritanos hostigaban a los judíos haciendo peligroso, incluso, cualquier viaje en el que los judíos tuvieran que transitar por Samaria, provocándoles en todas las ocasiones que se les presentaran. De ahí la sorpresa de la samaritana cuando Jesús se dirige a ella para pedirle agua: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (Juan 4:9).

Sin embargo, en contraposición también el evangelio nos cuenta la parábola del Buen Samaritano, quien socorrió, cuidó y curó a un viajero judío que, en un viaje entre Jerusalén y Jericó, fue asaltado por unos ladrones que le dejaron malherido, y que un sacerdote y un levita judíos le negaron su ayuda a pesar de verle herido junto al camino, y pasaron de largo: “Jesús respondió: ‘Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva” (Lucas 10:30-35).

¿Cuál de los tres tuvo misericordia del judío herido? Realmente no fueron ni el sacerdote ni el levita judíos, sino el samaritano, el supuesto rival del pueblo judío. En todos los pueblos y razas se encuentran personas con una gran misericordia.

Pero para poder comprender mejor el motivo y procedencia de la rivalidad entre judíos y samaritanos, antes debemos conocer el marco geográfico e histórico de aquella época.

SAMARIA Y SU HISTORIA

Samaria (Shomron, en hebreo) es una región situada en la margen occidental del río Jordán, entre Galilea y Judea, lugar de paso inevitable para todo galileo que deseara trasladarse a Jerusalén, y viceversa, tal como se muestra en este mapa.

El nombre de Samaria deriva de una antigua ciudad bíblica del mismo nombre, situada en una colina al noroeste de Siquem. Fue fundada por el rey Omrí, quien reinó entre el 876 y el 869 a.C., y quien la convirtió en la capital de su reino. También el nombre de Samaria se aplicó a toda la región situada entre Galilea y Judea.

Anteriormente, en el año 926 a.C., las tribus del norte de Israel se rebelaron contra el gobierno de Roboam, hijo del rey Salomón, por las condiciones de miseria en que vivían. Su victoria dio lugar a dos reinos: Israel en el norte, con capital en Siquem, y Judá en el sur, con capital en Jerusalén. Pero en el año 110 a.C. el rey y sacerdote de Judea, Juan Hircano I, conquistó Idumea y Samaria. La región quedó así unificada geográficamente, pero continuaron sus marcadas divisiones étnicas, religiosas y culturales.

Los samaritanos se separaron del judaísmo ortodoxo y sólo admitieron en su versión de la Biblia los cinco libros del Pentateuco o Toráh, más el libro de Josué. Tampoco reconocieron el Talmud, que es la tradición oral judía, ni tampoco el Ketuvim, que es la tercera de las tres partes en que se divide el Tanaj o Biblia hebrea, ni el Nevi’im o Profetas, que es la segunda parte del mismo libro.

Desde 1993 la responsabilidad en materias de orden público y asuntos civiles del territorio de Samaria fue traspasada a la Autoridad Palestina, aunque sigue ocupada por Israel.

LA RIVALIDAD

En el año 722 a.C. el rey Sargón II toma Samaria y pone fin al reino de Israel. Gran parte de su población es deportada y asentada en las riberas del río Khabur, afluente del Éufrates, en la región de la Media, al noroeste del actual Irán, en pleno territorio hurrita.

En Israel únicamente quedó una pequeña parte de los derrotados, quienes con el tiempo recibieron un gran número de colonos procedentes de Mesopotamia, originándose por ello con el paso del tiempo, un proceso de fusión racial y de sincretismo religioso, tratando de conciliar distintas religiones.

El origen de los conflictos entre samaritanos y judíos puede situarse con ocasión del regreso de los exiliados del destierro. Así, cuando en el 537 a.C. regresaron los deportados, celosos de sus costumbres y tradiciones, se aislaron no sólo de los samaritanos, sino también de los judíos que no vivieron el destierro y que, por ello, coexistían con otras religiones.

El número de samaritanos era inferior al de los judíos, quienes despreciaban a los samaritanos considerándoles corrompidos por el paganismo al no querer adorar a Yahvé en Jerusalén. Tal como manifestó la samaritana a Jesús: “Nuestros padres adoraron a Dios en este monte (Garizim) y vosotros (los judíos) decís que el sitio donde se le ha de adorar es Jerusalén” (Juan 4:20). Los samaritanos siguieron practicando el culto a Dios en el monte Garizim (Josefo, Ant XVIII 4:1). Allí construyeron su propio templo a Yahvé durante la primera época helenística, y allí siguen practicando su culto los escasos samaritanos que han llegado hasta nuestros días.

Por todo ello los habitantes de Judá dejaron de considerar a los samaritanos como judíos auténticos, y los samaritanos dejaron de reconocer la obligatoriedad del culto a Dios en el monte Sion de Jerusalén.

Y en el centro de esa rivalidad religiosa y cultural, Jesús y sus discípulos llegan a Samaria en su camino desde Jerusalén hasta Galilea. Jesús había enviado a sus discípulos a buscar alimentos al pueblo vecino, y a su regreso se sorprendieron de que Jesús estuviera hablando con una mujer y, por añadidura, samaritana.

Hay que pensar que incluso cincuenta años después de Cristo, el historiador Flavio Josefo aún afirmaba que “la mujer es inferior al hombre en todo” (Contra Apión II, 201). Por entonces, en las plegarias de los hebreos el hombre daba gracias a Dios por no haber nacido infiel a su religión, o por haber nacido mujer, esclavo o ignorante. Y los discípulos de Jesús, atónitos ante el espectáculo, ven a Jesús hablando con una mujer samaritana con una atención afectuosa.

LA SAMARITANA

Cuando la samaritana llegó al pozo de Jacob para sacar agua era una persona sin horizontes ni objetivos en su vida; estaba angustiada, pero buscaba la felicidad sin encontrarla. Acudía diariamente al pozo para saciar su sed y la de los suyos, pero por mucho que bebieran volvían a tener sed; sed de búsqueda e insatisfacción. La samaritana estaba sedienta de paz, de felicidad y de vida. Lo había buscado, pero sin hallarlo. Ignoraba su propio valor personal y por ello eligió una vida de inseguridad y ninguno de sus esposos había sabido valorarla como era debido.

Ella ignoraba la posibilidad real de salvación. Necesitaba comprender que la religiosidad no tiene nada que ver con un lugar específico o con unos determinados ritos. Ella necesitaba saber que una religión no salva por sí misma, sino el propio comportamiento personal basado en lo que dicta la religión.

Para los judíos la samaritana no era importante; era simplemente una samaritana, además de mujer, y por lo tanto miembro de una raza apóstata. Debido a los estándares de aquella época, la samaritana no tenía educación cultural y su reputación, con tantos maridos como había tenido, no era ni la óptima ni la más edificante, más aún si tenemos en cuenta que convivía con un hombre que no era su marido.

Además fue ella misma la que inició el enfrentamiento verbal con Jesús al extrañarse de que El, siendo judío, le pidiera agua para beber. Su corazón estaba resentido y endurecido por la rivalidad existente con el pueblo judío.

JESUS

Jesús, cansado del camino y sediento, llega junto al pozo de Jacob en espera de que alguien llegara a sacar agua del pozo y le ofreciera de beber. Él hubiera podido usar su poder, y tanto sed como cansancio habrían desaparecido. Pero no lo hizo y esto demuestra la posesión de un gran espíritu de sacrificio. Jesús prefería usar sus poderes para el bien de los demás en lugar de para el suyo propio. Sin embargo es muy posible que Jesús ya supiera que en pocos momentos iba a hacerse presente la samaritana, la cual sí necesitaba de su ayuda.

El sabía perfectamente lo extraño de la situación al estar conversando con una persona de Samaria, pero esto no le incumbía a El ya que jamás hizo acepción de personas. En El nunca hubo espíritu de competencia y fue esa actitud de corazón que hizo que todos, tanto la gente importante como la gente sencilla e incluso despreciada por los demás, se sintieran invitados a conversar con Él. Este espíritu de humildad cedía en lugar de reclamar, exigir, protestar o buscar honra, porque la grandeza de Jesús no estaba en los derechos que poseía, sino en los que cedía a los demás.

Jesús demostró su grandeza, no al juzgar, sino al perdonar. Aquel día en que habló con la samaritana, Jesús hizo lo que muchas veces no hacemos nosotros debido a nuestros prejuicios, lo cual nos hace sentir inseguridad en nosotros mismos. Pero El fue libre. Jesús no exaltó una religión menospreciando otra religión. Él le enseñó la verdad, y la verdad es Cristo quien, al enseñarse a sí mismo, mostró al Padre.

Y en esta historia, la razón por la que Jesús se comportó de esta manera fue porque la samaritana tenía necesidades emocionales; pero mucho más importante aún, ella tenía una gran necesidad espiritual.

EL ENCUENTRO

La samaritana llegó al pozo de Jacob a la hora sexta, o sea, al mediodía, hora en que nadie solía ir a buscar agua debido al calor existente. Probablemente ella trataba de huir de algún tipo de situación que pudiera significar maltrato. Su necesidad era genuina y real, pero ella no podía entender el carácter espiritual de dicha necesidad.

Cuando Jesús comenzó a hablar con la mujer, ella no quiso abordar su problema. De hecho, dado que es más fácil hablar de religión o de otros temas que no de uno mismo, ella comenzó con una discusión teológica y a señalar las faltas de los demás. Sin embargo Jesús, con sensibilidad y cuidado, le hace ver que ella como persona le importa a Él, y que su dolor también.

Poco a poco Jesús fue llevándola a comprender que su sed física no era lo más importante, sino su sed espiritual; esa que estaba cargando por años y que por ello necesitaba una fuente de agua que le brindara vida eterna. Es fácil imaginar la vergüenza que sintió la samaritana y el abuso verbal que esperaba recibir, por lo cual inició la conversación atacando verbalmente. Pero ella se sorprendió al ver que Jesús le hablaba con amor, un amor desconocido para ella.

La samaritana, cargando con antiguas heridas, intentó esquivar el tema una vez más, pero Jesús en lugar de reprenderla, se mostró condescendiente y se puso al nivel de ella. El resultado fue que ella terminó diciendo: “Señor, veo que eres un profeta”. En este punto Jesús se ganó el corazón de la samaritana y pasó de ser un judío desconocido en quien no se debía confiar, a ser un profeta de tal magnitud que su reacción fue la de salir corriendo hacia el pueblo, hablando de tal manera a sus habitantes que muchos se arrepintieron y fueron donde se encontraba Jesús.

Así que el Mesías prometido a los descendientes de Israel había llegado y su poder estaba al servicio de los sedientos de espiritualidad. Jesús nunca humilló ni despreció a la samaritana, sino que le dio un lugar en esa espiritualidad que la hizo comprensible y accesible para ella. La samaritana tuvo la particularidad de estar en un pozo cuando un peregrino tenía sed. Jesús es el Maestro de lo sencillo; somos nosotros mismos quienes en ocasiones lo hacemos complicado.

CONCLUSION

Encontrar a Jesús lleva necesariamente a la conversión. Jesús comprende y consuela, pero también exige. Sólo encontrando a Jesús podremos saciar nuestra sed y descansar de tantos y tan variados problemas. Sólo acudiendo a su presencia beberemos paz, perdón, serenidad y fortaleza para continuar caminando en este desierto de la vida.

Sólo leyendo y comprendiendo su Palabra y conversando con El en la oración nos fortaleceremos con el Agua de Vida que El nos dará. Y algo imprescindible: solamente acercándonos a los necesitados, a los que aún sufren de sed espiritual, lograremos descubrir el rostro de Jesús quien, al igual que con la samaritana, siempre nos está esperando junto al pozo de Agua Viva.

Y para finalizar, nunca olvidemos la historia del hombre que se perdió en el desierto. Estaba a punto de perecer de sed, cuando aparecieron algunas personas junto a él. El hombre les pidió agua, pero ellos discutían entre si darle agua en una jarra de barro, de plata o de oro. Mientras todos discutían, el hombre agonizaba por falta de agua.

En la vida nos ocurre con frecuencia lo mismo. Mientras muchas personas padecen de hambre o de sed, nosotros hablamos de cosas sin importancia. Y lo más trágico de todo es que nosotros mismos desfallecemos sin saberlo.

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