Vivir en una sociedad homogénea y
estructurada tiene la ventaja de que se vive de forma pasiva y la inercia
social nos lleva casi sin darnos cuenta. Vivir en una sociedad multicultural,
relativista y líquida, conlleva una carga de pesar que a veces resulta
desesperante. ¿Qué podemos hacer?
La respuesta es sencilla: orar como la cananea que se acercó a Cristo
para solicitarle misericordia.
Siendo así que debería haberse sentido desanimada, la Cananea se acerca aún más
y, adorando a Jesús, le dice: «¡Señor, ayúdame!». Pero mujer, ¿es que tú no has
oído lo que ha dicho: «He sido enviado sólo a las ovejas perdidas de la casa de
Israel»? Sí, lo he entendido, contesta ella, pero es el Señor...
Es porque Cristo había previsto su respuesta que
difiere conceder su petición. Rehusó su petición para subrayar su piedad. Si no
la hubiera querido escuchar, no le hubiera concedido su petición, al final... Sus respuestas no fueron para apenarla, sino
más bien para atraerla y revelar ese tesoro escondido.
Pero te pido que consideres, al mismo tiempo que su fe, su profunda humildad. Jesús dio
a los judíos el nombre de hijos; la Cananea va todavía más allá de este título
y les llama los amos, tan lejos estaba ella de ser sujeto del elogio de otro:
«Los perritos comen de la miajas que caen de la mesa de sus amos»... Y es a
causa de ello que fue admitida entre los hijos. Cristo le dice entonces:
«Mujer, grande es tu fe». Y tardó en pronunciar esta palabra y recompensar a
esta mujer: «¡Que se cumpla según deseas!». Ya lo ves, la Cananea tuvo una
parte grande en la curación de su hija. En efecto, Cristo no le dice: que tu
hija sea curada, sino: «¡Grande es tu fe, que se cumpla según deseas!» Y aún
fíjate bien en esto: allí donde los
apóstoles habían fracasado y nada habían obtenido, ella lo consigue.
Este es el poder la una oración perseverante. (San Juan
Crisóstomo. Homilía sobre san Mateo, nº 52, 1-3)
La cananea disponía de un inmenso tesoro: fe, humildad y piedad. Suficiente fe como para confiar en que
Cristo podría curar a su hija. Humildad, para presentarse como lo que era, una
persona despreciada por lo judíos. Piedad, para seguir pidiendo, aunque le
fuese negado el don que reclamaba.
Hoy en día nos echamos atrás antes de solicitar a Cristo cualquier don.
Consideramos que todo aquello que no se nos reconoce como un derecho, no lo
podemos solicitar. Pero la cananea no
tenía la economía de lo social impresa en su mente, como a nosotros nos
han impreso desde que nacemos. Ella sabe que no merece nada ni tiene derecho a
nada. Se sabe despreciada y no protesta por su condición. Ella simplemente pide y espera.
¿Esperamos nosotros? ¿Llegamos a pedir con fe lo que necesitamos realmente?
San Juan Crisóstomo señala que “donde los
apóstoles habían fracasado y nada habían obtenido, ella lo consigue”,
porque los mismos Apóstoles no llegaban a tener su fe y su humildad. Ellos se
sentían elegidos y merecedores de compartir su vida con Cristo. Ella sólo sabe que tiene un momento para
solicitar, inmerecidamente, la curación de su hija. No puede dejar su
vida y unirse a los discípulos de Cristo. Es cananea, mujer, tiene familia y
responsabilidades que se lo impiden. Pero, aún así, no deja de pedir y esperar.
¿Nos parece que la sociedad nos maltrata? ¿Sentimos dolor por la
Iglesia? ¿Nos sentimos rechazados por los que deberían ser nuestros hermanos?
La fe nos debería permitir esperar lo imposible, lo inmerecido. La humildad,
nos debería permitir pedir, con plena conciencia de que no lo merecemos.
La vida actual necesita de momentos de oración profunda en los
que nos neguemos a nosotros mismos y aceptemos andar detrás de Cristo con la
cruz que Dios nos ha entregado. Momentos en que aceptemos nuestros límites y
nuestras incapacidades. Momentos en que esperemos llenarnos con las miajas de
pan que caen de la mesa de Dios.
Néstor Mora Núñez
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