viernes, 7 de noviembre de 2014

LA DIGNIDAD DEL MORIBUNDO


  Una línea de conducta moral

El tiempo en que vivimos exige de todas las fuerzas de la caridad cristiana y de la solidaridad humana

Por: S.S. Juan Pablo II | Fuente: Vatican.va

Deseo expresar mi satisfacción por toda la actividad de investigación rigurosa y de amplia información, que la Academia pontificia ha sabido preparar y realizar durante este primer quinquenio de vida. El tema que habéis elegido para vuestra reflexión, «La dignidad del moribundo», pretende llevar luz de doctrina y de sabiduría a una frontera que, en algunos aspectos, es nueva y crucial. En efecto, la vida de los moribundos y de los enfermos graves está expuesta hoy a una serie de peligros que se manifiestan, unas veces, en forma de tratamientos deshumanizadores y, otras, en la desconsideración e incluso en el abandono, que puede llegar hasta la solución de la eutanasia.

El fenómeno del abandono del moribundo, que se está extendiendo en la sociedad desarrollada, tiene diversas raíces y múltiples dimensiones, bien presentes en vuestro análisis.

Hay una dimensión sociocultural, definida con el nombre de «ocultación de la muerte»: las sociedades, organizadas según el criterio de la búsqueda del bienestar material, consideran la muerte como algo sin sentido y, con el fin de resolver su interrogante, proponen a veces su anticipación indolora. La llamada «cultura del bienestar» implica frecuentemente la incapacidad de captar el sentido de la vida en las situaciones de sufrimiento y limitación, que se dan mientras el hombre se acerca a la muerte. Esa incapacidad se agrava cuando se manifiesta dentro de un humanismo cerrado a la trascendencia, y se traduce a menudo en una pérdida de confianza en el valor del hombre y de la vida.

Hay, además, una dimensión filosófica e ideológica, basándose en la cual se apela a la autonomía absoluta del hombre, como si fuera el autor de su propia vida. Desde este punto de vista, se insiste en el principio de la autodeterminación y se llega incluso a exaltar el suicidio y la eutanasia como formas paradójicas de afirmación y, al mismo tiempo, de destrucción del propio yo.

Hay, asimismo, una dimensión médica y asistencial, que se expresa en una tendencia a limitar el cuidado de los enfermos graves, enviados a centros de salud que no siempre son capaces de proporcionar una asistencia personalizada y humana. Como consecuencia, la persona internada muchas veces no tiene ningún contacto con su familia y se halla expuesta a una especie de invasión tecnológica que humilla su dignidad.

Existe, por último, el impulso oculto de la llamada «ética utilitarista», por la cual muchas sociedades avanzadas se regulan según los criterios de productividad y eficiencia: desde esta perspectiva, el enfermo grave y el moribundo necesitado de cuidados prolongados y específicos son considerados, a la luz de la relación costo-beneficios, como cargas y sujetos pasivos. En consecuencia, esa mentalidad lleva a disminuir el apoyo a la fase declinante de la vida.

Éste es el marco ideológico en que se fundan las campañas de opinión, cada vez más frecuentes, que pretenden la instauración de leyes en favor de la eutanasia y del suicidio asistido.

Los resultados ya obtenidos en algunos países, unas veces con sentencias del Tribunal supremo y otras con votos del Parlamento, confirman la difusión de ciertas convicciones.

Se trata de la avanzada de la cultura de la muerte, que se manifiesta también en otros fenómenos atribuibles, de un modo u otro, a una escasa valoración de la dignidad del hombre, como, por ejemplo, las muertes causadas por el hambre, la violencia, la guerra, la falta de control en el tráfico y la poca atención a las normas de seguridad en el trabajo.

Frente a las nuevas manifestaciones de la cultura de la muerte, la Iglesia tiene la obligación de mantenerse fiel a su amor al hombre, que es «el primer camino que (...) debe recorrer» (Redemptor hominis, 14). A ella le compete hoy la tarea de iluminar el rostro del hombre, en particular el rostro del moribundo, con toda la luz de su doctrina, con la luz de la razón y de la fe; tiene el deber de convocar, como ya ha hecho en diversas ocasiones cruciales, a todas las fuerzas de la comunidad y de las personas de buena voluntad para que, alrededor del moribundo, se establezca con renovado calor un vínculo de amor y solidaridad.

La Iglesia es consciente de que el momento de la muerte va acompañado siempre por sentimientos humanos muy intensos: una vida terrena termina; se produce la ruptura de los vínculos afectivos, generacionales y sociales, que forman parte de la intimidad de la persona; en la conciencia del sujeto que muere y de quien lo asiste se da el conflicto entre la esperanza en la inmortalidad y lo desconocido, que turba incluso a los espíritus más iluminados. La Iglesia eleva su voz para que no se ofenda al moribundo, sino que, por el contrario, se lo acompañe con amorosa solicitud mientras se prepara para cruzar el umbral del tiempo y entrar en la eternidad.

«La dignidad del moribundo» está enraizada en su índole de criatura y en su vocación personal a la vida inmortal.

La mirada llena de esperanza transfigura la decadencia de nuestro cuerpo mortal. «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido absorbida por la victoria» (1 Co 15, 54; cf. 2 Co 5, 1).

Por tanto, la Iglesia, al defender el carácter sagrado de la vida también en el moribundo, no obedece a ninguna forma de absolutización de la vida física; por el contrario, enseña a respetar la verdadera dignidad de la persona, que es criatura de Dios, y ayuda a aceptar serenamente la muerte cuando las fuerzas físicas ya no se pueden sostener. En la encíclica Evangelium vitae escribí: «La vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior. (...) Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28)» (n. 47).

De aquí brota una línea de conducta moral con respecto al enfermo grave y al moribundo que es contraria, por una parte, a la eutanasia y al suicidio (cf. ib., 61), y, por otra, a las formas de «encarnizamiento terapéutico» que no son un verdadero apoyo a la vida y a la dignidad del moribundo.

Es oportuno recordar aquí el juicio de condena de la eutanasia entendida en sentido propio como «una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor», pues constituye «una grave violación de la ley de Dios» (ib., 65). Igualmente, hay que tener presente la condena del suicidio, dado que, «bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque conlleva el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte» (ib., 66).

El tiempo en que vivimos exige la movilización de todas las fuerzas de la caridad cristiana y de la solidaridad humana.

En efecto, es preciso afrontar los nuevos desafíos de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido. Para este fin, no basta luchar contra esta tendencia de muerte en la opinión pública y en los parlamentos; también es necesario comprometer a la sociedad y a los organismos de la Iglesia en favor de una digna asistencia al moribundo.

Desde esta perspectiva, apoyo de buen grado a cuantos promueven obras e iniciativas para la asistencia de los enfermos graves, de los enfermos mentales crónicos y de los moribundos. Si es necesario, deben tratar de adecuar las obras asistenciales ya existentes a las nuevas exigencias, para que ningún moribundo sea abandonado o se quede solo y sin asistencia ante la muerte. Ésta es la lección que nos han dejado numerosos santos y santas a lo largo de los siglos y, también recientemente, la madre Teresa de Calcuta con sus oportunas iniciativas. Es preciso educar a toda comunidad diocesana y parroquial para asistir a sus ancianos, y para cuidar y visitar a sus enfermos en sus casas y en los centros específicos, según las necesidades.

La delicadeza de las conciencias en las familias y en los hospitales favorecerá seguramente una aplicación más general de los «cuidados paliativos» a los enfermos graves y a los moribundos, para aliviar los síntomas del dolor, llevándoles al mismo tiempo consuelo espiritual con una asistencia asidua y diligente. Deberán surgir nuevas obras para acoger a los ancianos que no son autosuficientes y se encuentran solos; pero, sobre todo, deberá promoverse una amplia organización de apoyo económico, además de moral, a la asistencia prestada a domicilio: en efecto, las familias que quieren mantener en su casa a la persona gravemente enferma, afrontan sacrificios a veces muy costosos.

Las Iglesias particulares y las congregaciones religiosas tienen la oportunidad de dar en este campo un testimonio de vanguardia, conscientes de las palabras del Señor a propósito de cuantos se prodigan por aliviar a los enfermos: «Estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36).

María, la Madre dolorosa que asistió a Jesús moribundo en la cruz, infunda en la madre Iglesia su Espíritu y la acompañe en el cumplimiento de esta misión.

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Pontificia Academia para la Vida (27 de febrero de 1999)

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