El tiempo en que vivimos exige de todas las fuerzas de la caridad
cristiana y de la solidaridad humana
Por: S.S. Juan Pablo II | Fuente: Vatican.va
Deseo expresar mi satisfacción por toda la actividad de investigación rigurosa y de amplia información, que la Academia pontificia ha sabido preparar y realizar durante este primer quinquenio de vida. El tema que habéis elegido para vuestra reflexión, «La dignidad del moribundo», pretende llevar luz de doctrina y de sabiduría a una frontera que, en algunos aspectos, es nueva y crucial. En efecto, la vida de los moribundos y de los enfermos graves está expuesta hoy a una serie de peligros que se manifiestan, unas veces, en forma de tratamientos deshumanizadores y, otras, en la desconsideración e incluso en el abandono, que puede llegar hasta la solución de la eutanasia.
Por: S.S. Juan Pablo II | Fuente: Vatican.va
Deseo expresar mi satisfacción por toda la actividad de investigación rigurosa y de amplia información, que la Academia pontificia ha sabido preparar y realizar durante este primer quinquenio de vida. El tema que habéis elegido para vuestra reflexión, «La dignidad del moribundo», pretende llevar luz de doctrina y de sabiduría a una frontera que, en algunos aspectos, es nueva y crucial. En efecto, la vida de los moribundos y de los enfermos graves está expuesta hoy a una serie de peligros que se manifiestan, unas veces, en forma de tratamientos deshumanizadores y, otras, en la desconsideración e incluso en el abandono, que puede llegar hasta la solución de la eutanasia.
El fenómeno del abandono del moribundo, que se está extendiendo en la
sociedad desarrollada, tiene diversas raíces y múltiples dimensiones, bien
presentes en vuestro análisis.
Hay una dimensión sociocultural, definida con el nombre de «ocultación de
la muerte»: las sociedades, organizadas según el criterio de la búsqueda del
bienestar material, consideran la muerte como algo sin sentido y, con el fin de
resolver su interrogante, proponen a veces su anticipación indolora. La llamada
«cultura del bienestar» implica frecuentemente la incapacidad de captar el
sentido de la vida en las situaciones de sufrimiento y limitación, que se dan
mientras el hombre se acerca a la muerte. Esa incapacidad se agrava cuando se
manifiesta dentro de un humanismo cerrado a la trascendencia, y se traduce a
menudo en una pérdida de confianza en el valor del hombre y de la vida.
Hay, además, una dimensión filosófica e ideológica, basándose en la cual
se apela a la autonomía absoluta del hombre, como si fuera el autor de su propia
vida. Desde este punto de vista, se insiste en el principio de la
autodeterminación y se llega incluso a exaltar el suicidio y la eutanasia como
formas paradójicas de afirmación y, al mismo tiempo, de destrucción del propio
yo.
Hay, asimismo, una dimensión médica y asistencial, que se expresa en una
tendencia a limitar el cuidado de los enfermos graves, enviados a centros de
salud que no siempre son capaces de proporcionar una asistencia personalizada y
humana. Como consecuencia, la persona internada muchas veces no tiene ningún
contacto con su familia y se halla expuesta a una especie de invasión
tecnológica que humilla su dignidad.
Existe, por último, el impulso oculto de la llamada «ética
utilitarista», por la cual muchas sociedades avanzadas se regulan según los
criterios de productividad y eficiencia: desde esta perspectiva, el enfermo
grave y el moribundo necesitado de cuidados prolongados y específicos son
considerados, a la luz de la relación costo-beneficios, como cargas y sujetos
pasivos. En consecuencia, esa mentalidad lleva a disminuir el apoyo a la fase
declinante de la vida.
Éste es el marco ideológico en que se fundan las campañas de opinión,
cada vez más frecuentes, que pretenden la instauración de leyes en favor de la
eutanasia y del suicidio asistido.
Los resultados ya obtenidos en algunos países, unas veces con sentencias
del Tribunal supremo y otras con votos del Parlamento, confirman la difusión de
ciertas convicciones.
Se trata de la avanzada de la cultura de la muerte, que se manifiesta
también en otros fenómenos atribuibles, de un modo u otro, a una escasa
valoración de la dignidad del hombre, como, por ejemplo, las muertes causadas
por el hambre, la violencia, la guerra, la falta de control en el tráfico y la
poca atención a las normas de seguridad en el trabajo.
Frente a las nuevas manifestaciones de la cultura de la muerte, la
Iglesia tiene la obligación de mantenerse fiel a su amor al hombre, que es «el
primer camino que (...) debe recorrer» (Redemptor hominis, 14). A ella le
compete hoy la tarea de iluminar el rostro del hombre, en particular el rostro
del moribundo, con toda la luz de su doctrina, con la luz de la razón y de la
fe; tiene el deber de convocar, como ya ha hecho en diversas ocasiones
cruciales, a todas las fuerzas de la comunidad y de las personas de buena
voluntad para que, alrededor del moribundo, se establezca con renovado calor un
vínculo de amor y solidaridad.
La Iglesia es consciente de que el momento de la muerte va acompañado
siempre por sentimientos humanos muy intensos: una vida terrena termina; se
produce la ruptura de los vínculos afectivos, generacionales y sociales, que
forman parte de la intimidad de la persona; en la conciencia del sujeto que
muere y de quien lo asiste se da el conflicto entre la esperanza en la
inmortalidad y lo desconocido, que turba incluso a los espíritus más
iluminados. La Iglesia eleva su voz para que no se ofenda al moribundo, sino
que, por el contrario, se lo acompañe con amorosa solicitud mientras se prepara
para cruzar el umbral del tiempo y entrar en la eternidad.
«La dignidad del moribundo» está enraizada en su índole de criatura y en
su vocación personal a la vida inmortal.
La mirada llena de esperanza transfigura la decadencia de nuestro cuerpo
mortal. «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este
ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la
Escritura: la muerte ha sido absorbida por la victoria» (1 Co 15, 54;
cf. 2 Co 5, 1).
Por tanto, la Iglesia, al defender el carácter sagrado de la vida
también en el moribundo, no obedece a ninguna forma de absolutización de la
vida física; por el contrario, enseña a respetar la verdadera dignidad de la
persona, que es criatura de Dios, y ayuda a aceptar serenamente la muerte
cuando las fuerzas físicas ya no se pueden sostener. En la encíclica Evangelium
vitae escribí: «La vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor
absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un
bien superior. (...) Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente
entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el
Creador, en quien "vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17,
28)» (n. 47).
De aquí brota una línea de conducta moral con respecto al enfermo grave
y al moribundo que es contraria, por una parte, a la eutanasia y al suicidio
(cf. ib., 61), y, por otra, a las formas de «encarnizamiento
terapéutico» que no son un verdadero apoyo a la vida y a la dignidad del
moribundo.
Es oportuno recordar aquí el juicio de condena de la eutanasia entendida
en sentido propio como «una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la
intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor», pues
constituye «una grave violación de la ley de Dios» (ib., 65).
Igualmente, hay que tener presente la condena del suicidio, dado que, «bajo el
punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque conlleva el
rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de
caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se
forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda,
constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la
muerte» (ib., 66).
El tiempo en que vivimos exige la movilización de todas las fuerzas de
la caridad cristiana y de la solidaridad humana.
En efecto, es preciso afrontar los nuevos desafíos de la legalización de
la eutanasia y del suicidio asistido. Para este fin, no basta luchar contra
esta tendencia de muerte en la opinión pública y en los parlamentos; también es
necesario comprometer a la sociedad y a los organismos de la Iglesia en favor de
una digna asistencia al moribundo.
Desde esta perspectiva, apoyo de buen grado a cuantos promueven obras e
iniciativas para la asistencia de los enfermos graves, de los enfermos mentales
crónicos y de los moribundos. Si es necesario, deben tratar de adecuar las
obras asistenciales ya existentes a las nuevas exigencias, para que ningún
moribundo sea abandonado o se quede solo y sin asistencia ante la muerte. Ésta
es la lección que nos han dejado numerosos santos y santas a lo largo de los
siglos y, también recientemente, la madre Teresa de Calcuta con sus oportunas
iniciativas. Es preciso educar a toda comunidad diocesana y parroquial para
asistir a sus ancianos, y para cuidar y visitar a sus enfermos en sus casas y
en los centros específicos, según las necesidades.
La delicadeza de las conciencias en las familias y en los hospitales
favorecerá seguramente una aplicación más general de los «cuidados paliativos»
a los enfermos graves y a los moribundos, para aliviar los síntomas del dolor,
llevándoles al mismo tiempo consuelo espiritual con una asistencia asidua y
diligente. Deberán surgir nuevas obras para acoger a los ancianos que no son
autosuficientes y se encuentran solos; pero, sobre todo, deberá promoverse una
amplia organización de apoyo económico, además de moral, a la asistencia
prestada a domicilio: en efecto, las familias que quieren mantener en su casa a
la persona gravemente enferma, afrontan sacrificios a veces muy costosos.
Las Iglesias particulares y las congregaciones religiosas tienen la oportunidad
de dar en este campo un testimonio de vanguardia, conscientes de las palabras
del Señor a propósito de cuantos se prodigan por aliviar a los enfermos:
«Estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36).
María, la Madre dolorosa que asistió a Jesús moribundo en la cruz,
infunda en la madre Iglesia su Espíritu y la acompañe en el cumplimiento de
esta misión.
Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Pontificia Academia para la
Vida (27 de febrero de 1999)
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