Durante los pasados posts, me
hizo muchísima gracia cuando una persona (no sé quien es) me envió un mensaje
al móvil en el que me decía:
Padre Fortea, a este paso hasta
la familia Pujol nos va a preceder en el Reino de los Cielos.
Me arrancó una sonora carcajada.
Y es que en todo este asunto no podemos perder la sonrisa y el buen humor. Pero
así como le agradecí a este lector que se tomara la molestia de enviarme este
gracioso mensaje, no puedo decir lo mismo de otros.
Hay una persona, llamémosla
Laura, con la que he hablado infinidad de veces, horas, resolviendo sus dudas
de moral y de diversos tipos. Y cuando leyó mis posts, me envío un email en el
que me manifestaba su desacuerdo.
Estar en desacuerdo conmigo, no
tiene nada de malo. Yo no obligo a estar de acuerdo conmigo. Valoro mucho
cuando puedo dar un paseo y charlar con alguien que argumenta los puntos en los
que diverge de mis opiniones. Nunca me ha ofendido que alguien no opine como
yo.
Pero este caso me dio tristeza. Porque
las palabras de Laura, después de tantos años de conversaciones, venían a
decir: No tengo nada de lo que hablar contigo sobre este tema. Ya no puedo
confiar en ti como alguien a quien le consultaba las cosas.
Por supuesto que no me lo dijo
así, fue más caritativa y diplomática. Pero percibí ese mensaje.
Insisto en el hecho de que
tenemos que admitir la licitud de que alguien no esté de acuerdo con nuestras
ideas. Pero también resulta inevitable que una situación de pérdida de
confianza, como la que he descrito, siempre deja un poso de dolor. Las dos
cosas son razonables: que alguien disienta, que la pérdida de confianza
produzca tristeza.
El remedio a todo esto no está,
en mi opinión, en la repetición exacta de las mismas fórmulas, en el acantonamiento
en las posiciones más seguras. El rigor siempre ofrece sensación de seguridad
al que habla y al que escucha.
Yo tengo muy comprobado en mis
conferencias, que el conferenciante que más grita, el más exaltado, el que
obliga al oyente a un todo o nada, es el que arranca los aplausos más
estruendosos. A las masas no le gustan los matices. Sus mentes quieren un
mensaje claro, confirmador.
En mi especialidad, delante
públicos sacerdotales, en seminarios, con obispos escuchando a veces, he
comprobado como ante ciertas cuestiones delicadas (insisto, de mi especialidad)
algunos oyentes meneaban la cabeza. Les parecía que mi discurso admitía componendas,
que no era puro.
Pero he hablado en la confianza de que quizá, entre todos esos oyentes,
había un pequeño número de personas que sí que entendían de qué estaba
hablando. Y ese pequeño número, algún día, sería el que guiaría a los demás
desde sus puestos. Porque las personas que son capaces de ir más allá de los
enunciados primarios, del blanco o negro, son los que en el futuro escribirán
libros o tendrán cátedras en la universidad.
P.
FORTEA
No hay comentarios:
Publicar un comentario