Si en vez de tratarse…, de nuestra alma, se tratase de nuestra camisa
sería muy fácil saber si esta la llevábamos limpia o sucia; bastaría con
mirarla con los ojos e nuestra cara, porque ambas cosas la camisa y nuestros
ojos de la cara son elementos materiales y los ojos de nuestra cara solo puede
ver lo que es materia pero no lo que es espíritu. Por ello para saber si
tenemos limpia nuestra conciencia, los ojos de nuestra cara no nos sirven para
nada, pero si hay otros ojos que los tenemos aunque sin desarrollar
adecuadamente que son los ojos de nuestra alma, ellos están capacitados para
poder ver todo lo referente al mundo del espíritu, al que también nosotros
pertenecemos por medio de nuestra alma.
A este respecto de los ojos
de nuestra alma alude indirectamente San Mateo, cuando nos dice: “22 La lámpara
del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. 23
Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que
hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!”. (Mt 6, 22-23). Por su parte
San pablo es más explícito en la epístola a los efesios, cuando les escribe
diciéndoles: “18…, iluminando los ojos de vuestro corazón para
que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la
riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos”. (Ef 1,18). De la
existencia de los ojos de nuestra alma también nos da fe de ellos San Agustín,
cuando escribe: “Los sentidos corporales
tienen sus deleites propios, y ¿no los tendrá también el alma?”. Pues si, los tiene, y así lo reconoce diciendo: “Todo empeño durante esta vida debe de dirigirse a mantener sanos los
ojos del espíritu para poder ver a Dios”.
En el libro de sus
Confesiones, San Agustín escribe con más claridad sobre este tema de los ojos
del alma y nos dice: “Habiéndome convencido de que debía volver a mí
mismo pensé en mi interior, siendo tú ni guía y ello me fue posible, porque tú Señor me socorriste. Entré
y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de
estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no está luz
ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que lo llenaba todo
con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por
encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la
tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo y estaba
en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la Verdad”.
Acercarse a las realidades espirituales, es siempre posible, de hecho
aquellas almas muy entregadas al amor divino como ya han sido parcialmente
iluminadas espiritualmente, con la luz divina, disponen de un cierto grado de
visión de las realidades espirituales. Tanto los ojos de nuestra cara como los
de nuestra alma, sin luz material o divina que los iluminen, no ven viven en
tinieblas, como viven los ciegos absolutos sean de nacimiento o de ceguera
posteriormente sobrevenida.
Nosotros, que disponemos de unos ojos del alma atrofiados, sentimos
mejor y comprendemos con más claridad las realidades del mundo espiritual
cuando cerramos los ojos, nos tapamos los oídos y desactivamos todos los
sentidos que captan cosas del mundo exterior. Las realidades místicas
relacionadas con Dios solo son perceptibles mediante el uso de los sentidos
internos de la fe, de la intuición, de la conciencia, etc…. nos dice el hermano
marianista. Pedro Finkler.
En la medida que un alma se va acercando más al amor de Dios, va
recibiendo de Él más luz divina que poco a poco, va activando la visión de los
ojos de nuestra alma. Santa Teresa escribía diciéndonos: “Me hizo mucho
daño creer que no era posible ver nada si no era con los ojos del cuerpo, y el
demonio influyó en que lo creyese así y en hacerme entender que era imposible
ver sin los ojos del cuerpo” Claramente Santa Teresa nos da fe de la existencia de dos clases de
ojos, los ojos materiales de nuestra cara y los ojos espirituales de nuestra
alma.
Y se refiere a este tema diciéndonos: “Se me presentó Cristo
delante con mucho rigor, dándome a entender lo mucho que aquello le dolía. Le
vi, con los ojos del alma más claramente que lo que pudiera verle con los ojos
del cuerpo”. Y continúa Santa tratando este tema y nos dice: “Esta visión (la
de Nuestro Señor de cuerpo entero), aunque es imaginaria nunca la vi, con los
ojos corporales, ni ninguna otra sino con los ojos del alma. Dicen los que lo
saben mejor que yo, que es más perfecta la pasada que esta y esta lo es mucho
más que las que se ven con los ojos corporales. La que se ve con los ojos
corporales dicen que es la más baja y a donde más ilusiones puede hacer el
demonio, aunque entonces yo no podía entender tal cosa”.
Hay en la Iglesia un sacramento, en el que al que lo recibe se le ungen
los ojos y el ministro oficiante le dice: “Yo te signo los ojos para que
puedas ver la gloria de Dios”. Para
el obispo norteamericano Fulton Sheen, con esto se simboliza un nuevo género de
visualidad: la de las cosas de Dios en adicción a las cosas de la tierra: “Fija los ojos en lo invisible, no en lo que podamos ver. Lo así visible
dura un momento, pero lo invisible es eterno” (2Cor 4,18). Por otro lado, el Señor habla de
quienes tienen ojos y están ciegos, porque carecen de fe. “Tenéis ojos y no
veis”. (Mc 8,18)”.
Dios todo lo ve lo comprende y lo remedia y como quiera que es
consciente de nuestra ceguera espiritual, sabe que no podemos ver con los ojos
de nuestra alma la limpieza de esta y la de los demás. Y teniendo en cuenta, lo
importante que es, que comemos consciencia de la limpieza o suciedad de nuestra
alma, es por lo que Él nos ha dotado de un instrumento, que nos avisa cuando
estamos limpios o sucios. Concretamente me estoy refiriendo a nuestra
conciencia personal.
Pero este es un instrumento cuya sensibilidad aumenta o disminuye de
acuerdo con la intensidad con la que se ama al Señor o pequemos ofendiéndole a
Él. En forma tal que si pecamos mucho, este instrumento llamado conciencia
humana, cada, día se va encalleciendo más y puede llegar un momento, en que su
funcionamiento desaparece en el alma humana y a sensu contrario sucede que cuanto más se ama al Señor, más perfecto
y sensible es este instrumento de nuestra alma.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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