Como les conté la última vez (*), cuando terminaba de compartir con los
chicos de aquellos colegios de Sudamérica algunas pinceladas sobre la
Eucaristía, les invité a que también hicieran sus aportes y preguntas. Es
significativo constatar que casi todos los jóvenes tenían curiosidad de saber
porque me había hecho cura.
Al por qué me hice cura les contesté: “Por mis sufrimientos”… Esperé
algunos segundos en silencio y continué: “Cuando tenía vuestra edad, había
algunas cosas que me aterrorizaban, como la soledad, el no ser amado y la
muerte. Muchas veces sentía terror de estar solo, sobre todo después de una
fiesta o después de haber compartido con los amigos; me horrorizaba la idea de
que todo se acababa y el vacío de la soledad. Miles de preguntas iban y venían
y en lo profundo sentía que nadie podría responderlas, darme razones o disolver
mis miedos más profundos. A un cierto punto de mi juventud, cuando tenía 18
años, murieron un par de amigos de manera trágica y, ante ese dolor me
pregunté: ¿Esto es la vida? Y si muero hoy, ¿qué habré dejado? Tuve entonces la
certeza que no podía seguir viviendo sin encontrar una respuesta que realmente
me diera razones para la vida”.
Los chicos estaban alertas, ni se movían, continué:
“Es verdad que tenía solo
18 años, pero sentía un vacío inmenso. Trataba de hacer muchas cosas buscando
un sentido a mi sufrimientos, pero al final cada día me sentía más lejano de mí
mismo. Un día que me encontraba en la Iglesia escuché una palabra que hablaba
de un joven que va donde Jesús y le pregunta:
«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?»
Jesús le dijo: «… Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no
robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu
madre». Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi
juventud». Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te
falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en
el cielo; luego ven, y sígueme». Pero él, abatido por estas palabras, se marchó
entristecido porque tenía muchos bienes. (Mc 10, 17-22).
Yo era como ese joven;
llevaba una tristeza profunda dentro de mí y no sabía qué la causaba. Aún
siendo amado y teniendo muchos privilegios, sentía que todo me faltaba. Trataba
de sobrevivir escondiendo mis tristezas con un repertorio infinito de bromas y
chistes, pero en el fondo deseaba una respuesta. Finalmente llegó cuando
descubrí el pasaje del evangelio que dice:
«Porque quien quiera salvar
su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». (Mt 16,25).
Desde ese instante, paso
a paso, fui descubriendo que mi tristeza nacía de una continua, egocéntrica,
necesidad de satisfacerme a mí mismo en todo. Aunque ciego, supe que necesitaba
hacer una experiencia de fe… sólo Dios podría ayudarme. Como signo venido de
Él, fui invitado al Encuentro Mundial de la Juventud con el santo Papa Juan
Pablo II, en Denver, Colorado. Allí el santo -que años después por Gracia de
Dios me ordenaría sacerdote- continuamente repetía una frase que me estremecía
cada vez que la escuchaba: «No tengan
miedo». ¡En ella estaba la respuesta! Sí, como a muchos jóvenes puede
ocurrirles, mi verdadero miedo era seguir al Señor. Comprenderlo me hizo libre,
ya no tuve temor, y obedeciendo las palabras del Papa, me lancé en una aventura
maravillosa donde cada día y sobre todo en cada Eucaristía, descubro más y más,
su infinito amor misericordioso que llena mi existencia”.
Tras estas palabras, los
chicos seguían escuchando atentamente. Ahora tenía que testimoniar y anunciar
cómo este amor que busco –que todos buscamos- a diario, nos espera en la Santa
Misa…
(*): A quienes recién acceden, les sugiero
pulsar aquí para leer el primer post
http://www.religionenlibertad.com/por-que-la-misa-es-aburrida-38164.htm
Ricardo
Reyes Castillo
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