1. Entre las exigencias de renuncia que Jesús propuso a sus discípulos, figura la de los bienes terrenos, y en particular la riqueza (cf. Mt 19, 21; Mc 10, 21; Lc 12, 33; 18, 22). Es una exigencia dirigid todos los cristianos en lo que se refiere al espíritu de pobreza, es decir, el desapego interior de los bienes terrenos, desasimiento que nos hace ser generosos para compartirlos con los demás. La pobreza es un compromiso de vida inspirado por la fe en Cristo y el amor a él. Es un espíritu que exige también una práctica, según una medida de renuncia a los bienes que corresponde a la condición de cada uno, ya sea en la vida civil ya en el estado en el que se halla en la Iglesia en virtud de la vocación cristiana, ora como individuo ora como miembro de un grupo determinado de personas. El espíritu de pobreza vale para todos, cada uno necesita ponerlo en práctica de acuerdo con el Evangelio.
2. La
pobreza que Jesús reclama a los Apóstoles es un filón de espiritualidad que no
podía agotarse con ellos, ni reducirse a grupos particulares: el espíritu de
pobreza es necesario para todos, en cualquier lugar y tiempo; si faltara, se
traicionaría el Evangelio. Sin embargo, la fidelidad al espíritu no implica, ni
para los cristianos en general ni para los sacerdotes, la práctica de una
pobreza radical con la renuncia a toda propiedad o, incluso, con la abolición
de este derecho del hombre. El magisterio de la Iglesia condenó varias veces a
quienes sostenían esa necesidad (cf. DS 760; 930 ss.; 1097), procurando
conducir por un camino de moderación su pensamiento y su práctica. Pero
conforta constatar que, en la evolución de los tiempos y bajo el influjo de
muchos santos antiguos y modernos, ha madurado cada vez más en el clero la
conciencia de una llamada a la pobreza evangélica, sea como espíritu o como
práctica, en sintonía con las exigencias de la consagración sacerdotal. Las
situaciones sociales y económicas en las que se halla el clero en casi todos
los países del mundo, han contribuido a hacer efectiva la condición de pobreza
real de las personas y las instituciones, aun cuando éstas, por su misma
naturaleza, tienen necesidad de muchos medios para poder llevar a cabo sus
tareas. En muchos casos es una condición difícil y aflictiva, que la Iglesia
intenta superar de varias maneras y, principalmente, apelando a la caridad de
los fieles a fin de obtener la contribución necesaria para proveer al culto, a
las obras de caridad, al mantenimiento de los pastores de almas y a las
iniciativas misioneras. Pero adquirir un nuevo sentido de la pobreza es una
bendición para la vida sacerdotal, así como para la vida de todos los
cristianos, porque permite adecuarse mejor a los consejos y a las propuestas de
Jesús.
3. La
pobreza evangélica - es oportuno aclararlo - no significa despreciar los bienes
terrenos, que Dios puso a disposición del hombre para su vida y su colaboración
en el plan de la creación. Según el concilio Vaticano II, el presbítero .como
todo cristiano., teniendo una misión de alabanza y de acción de gracias, debe
reconocer y magnificar la generosidad del Padre celestial, que se revela en los
bienes creados (cf. Presbyterorum ordinis, 17). Sin embargo, agrega el
Concilio, los presbíteros, aunque viven en el mundo, deben tener presente
siempre que, como dijo el Señor, no pertenecen al mundo (cf. Jn 17, 14.16), y
por tanto deben liberarse del apego desordenado, a fin de adquirir "la
discreción espiritual, por la que se halla la rectitud ante el mundo y los
bienes terrenos (ib.; cf. Pastores dabo vobis, 30). Hay que reconocer que se
trata de un problema delicado. Por una parte, "la misión de la Iglesia se
realiza en el mundo, y los bienes creados son totalmente necesarios para el
desarrollo personal del hombre". Jesús no prohibió que sus Apóstoles
aceptaran los bienes necesarios para su existencia terrena. Es más, afirmó su
derecho cuando dijo en un discurso de misión: "Comed y bebed lo que
tengan, porque el obrero merece su salario" (Lc 10, 7; cf. Mt 10, 10). San
Pablo recuerda a los corintios que "el Señor ha ordenado que los que
predican el Evangelio vivan del Evangelio"(I Co 9, 14). él mismo ordena
con insistencia que "el discípulo haga partícipe en toda suerte de bienes
al que le instruye en la palabra" (Ga 6, 6). Es justo, pues, que los
presbíteros tengan bienes terrenos y los usen "para aquellos fines a que,
de acuerdo con la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia, es
lícito destinarlos" (Presbyterorum ordinis, 17). A este respecto, el
Concilio da indicaciones concretas.
Ante
todo, la administración de los bienes eclesiásticos propiamente dichos, debe
asegurarse observando "lo que dispongan las leyes eclesiásticas, con la
ayuda, en cuanto fuere posible, de laicos peritos". Esos bienes deben
emplearse siempre "para la ordenación del culto divino, para procurar la
honesta sustentación del clero y para ejercer las obras de sagrado apostolado o
de caridad, especialmente con los menesterosos"(ib.).
Los
bienes que procura el ejercicio de algún oficio eclesiástico deben emplearse,
ante todo, "para su honesta sustentación y cumplimiento de los deberes del
propio estado; lo que sobrare, tengan a bien emplearlo en bien de la Iglesia o
en obras de caridad". Hay que destacar este aspecto de modo particular: el
oficio eclesiástico no puede ser para los presbíteros .y ni siquiera para los
obispos. ocasión de enriquecimiento personal ni de provecho para su familia.
"Los sacerdotes, por ello, sin apegar de manera alguna su corazón a las
riquezas, eviten siempre toda codicia y absténganse cuidadosamente de todo
género de comercio" (ib.). De todas formas, habrá que tener presente que
todo, en el uso de los bienes, debe hacerse a la luz del Evangelio.
4. Lo
mismo hay que decir sobre la participación del presbítero en las actividades
profanas, o sea, relacionadas con la gestión de los asuntos terrenos fuera del
ámbito religioso y sagrado. El Sínodo de los obispos de 1971 declaró que
"se debe dar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo pleno.
Por tanto, la participación en las actividades seculares de los hombres no
puede fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar para reflejar
toda la responsabilidad específica de los presbíteros" (L\\’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4). Era una
toma de posición frente a la tendencia, que había aparecido aquí y allá, a la
secularización de la actividad del sacerdote, en el sentido de que pudiera
dedicarse, como los laicos, al ejercicio de un oficio o de una profesión
secular.
Es verdad
que hay circunstancias en las que el único modo eficaz de volver a vincular a
la Iglesia un ambiente de trabajo que ignora a Cristo puede ser la presencia de
sacerdotes que ejerzan un oficio en dicho ambiente, haciéndose, por ejemplo,
obreros con los obreros. La generosidad de esos sacerdotes es digna de elogio.
Sin embargo hay que observar que el sacerdote, al desarrollar tareas y cargos
profanos o laicales, corre el riesgo de reducir su ministerio sagrado a un
papel secundario o, incluso, anularlo. En razón de ese riesgo, que se había
comprobado en la experiencia, ya el Concilio había subrayado la necesidad de la
aprobación de la autoridad competente para ejercer un oficio manual,
compartiendo las condiciones de vida de los obreros (cf. Presbyterorum ordinis,
8). El Sínodo de 1971 señaló, como regla a seguir, la conformidad, o no, de un
cierto compromiso de trabajo profano con las finalidades del sacerdocio,
"a juicio del obispo del lugar con su presbiterio, consultando, si es
necesario, a la Conferencia episcopal" (ib.).
Por otra
parte, está claro que hoy, como en el pasado, se pueden presentar casos
especiales en los que algún presbítero, muy dotado y preparado, puede
desarrollar una actividad en campos de trabajo o de cultura no directamente
eclesiales. Sin embargo, se deberá hacer todo lo posible para que sean casos
excepcionales. E incluso entonces habrá que aplicar siempre el criterio que
estableció el Sínodo, si se quiere ser fiel al Evangelio y a la Iglesia.
5.
Concluiremos esta catequesis dirigiéndonos una vez más a la figura de
Jesucristo, sumo Sacerdote, buen Pastor y arquetipo supremo de los sacerdotes.
él es el modelo del desprendimiento de los bienes terrenos para el presbítero
que quiere conformarse con la exigencia de la pobreza evangélica. En efecto,
Jesús nació y vivió en pobreza. Amonestaba san Pablo: "Siendo rico, por
vosotros se hizo pobre" (2 Co 8, 9). A una persona que quería seguirlo,
Jesús le dijo de sí mismo: "Las zorras tienen guaridas y las aves del
cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza"
(Lc 9,58). Esas palabras manifiestan un desasimiento completo de todas las
comodidades terrenas. Con todo, no hay que deducir de ello que Jesús viviese en
la miseria. Otros pasajes de los evangelios nos relatan que recibía y aceptaba
invitaciones a casa de gente rica (cf. Mt 9, 10.11; Mc 2, 15.16; Lc 5,29; 7,
36; 19, 5.6), tenía colaboradores que lo ayudaban en sus necesidades económicas
(cf. Lc 8, 2.3; Mt 27, 55; Mc 15, 40; Lc 23, 55.56) y podía dar limosna a los
pobres (cf. Jn 13, 29). Sea como fuere, no cabe la menor duda de la vida y el
espíritu de pobreza que lo caracterizaban.
El mismo
espíritu de pobreza deberá animar el comportamiento del sacerdote,
caracterizando su actitud, su vida y su misma figura de pastor y hombre de
Dios. Se traducirá en desinterés y desprendimiento del dinero, en la renuncia a
toda avidez avidez de posesión de bienes terrenos, en un estilo de vida
sencillo, en la elección de una morada modesta, a la que todos tengan acceso,
en el rechazo de todo lo que es o, incluso, a lo que sólo parece lujoso, y en
una tendencia creciente a la gratuidad de la entrega al servicio de Dios y de
los fieles.
6. Por
último, añadimos que estando llamados por Jesús, y según su ejemplo, a
"evangelizar a los pobres", "eviten los presbíteros, y también
los obispos, todo aquello que de algún modo pudiera alejar a los pobres"
(Presbyterorum ordinis, 17). Por el contrario, al alimentar en sí mismos el
espíritu evangélico de pobreza, podrán mostrar su opción preferencial por los
pobres, traduciéndola en participación y en obras personales y comunitarias de
ayuda incluso material a los necesitados. Es un testimonio de Cristo pobre
quedan hoy tantos sacerdotes, pobres y amigos de los pobres.
Es una
gran llama de amor encendida en la vida del clero y de la Iglesia. Si alguna
vez el clero figuró en algunos lugares entre las categorías de los ricos, hoy
se siente honrado, con toda la Iglesia, de estar en primera fila entre los
nuevos pobres. Es un gran progreso en el seguimiento de Cristo por el camino
del Evangelio.
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