jueves, 9 de octubre de 2014

APOSTAR POR LA VIDA


¿APOSTAR POR LA VIDA? (I)

No busco demagogias, ni populismos; lo sufro en el silencio, y pido a Dios sabiduría y discernimiento. ¿Por qué se ha procedido así? No acabo de entenderlo y me encuentro desconcertado.

Escribo esta colaboración semanal en La Razón desde Buenafuente del Sistal, un pequeño rincón del Señorío de Molina donde se halla el monasterio cisterciense de Santa María, un lugar de paz y de sosiego del alma.

He acudido a este lugar antes de que la diócesis de Valencia tome posesión de mí –mejor que tomar yo posesión de ella– el próximo día 4 de octubre como siervo y servidor, como obispo y pastor suyo.

He venido a este lugarcillo, sencillo, humilde, pobre, pero rico en bendición de Dios, he venido buscando a Dios, invocando su auxilio que tanto voy a necesitar para ser el pastor conforme al corazón de Dios que la Iglesia en Valencia necesita y Él quiere que sea. Este es un lugar santo, un lugar de encuentro con Dios, un lugar de soledad sonora, un lugar donde en el silencio se escucha a Dios y en cuya soledad se palpa su presencia que todo lo llena. Desde aquí, además, en el retiro del lugar, uno no se aparta de los hombres, sino que los siente más próximos, se experimenta a sí mismo como zambullido en la profundidad de nuestro mundo donde ellos viven, gozan, aman y sufren; aquí se viven con mayor intensidad y densidad los gozos y las esperanzas, las alegrías y tristezas de los hombres, sus desgarros y heridas, sus dolores y quebrantos y se escuchan con mayor fuerza los clamores que de ellos, de los hombres, desde lo más hondo de sus entrañas desgarradas, surgen y llegan hasta el corazón atento que escucha ese clamor.

No se puede ser de otra manera que ser oyente de estos clamores cuando se vive el encuentro con Dios, tan cercano a los hombres y tan al lado de sus necesidades más hondas. Y esto se ve apoyado aquí, en Buenafuente, aún más si cabe, cuando se contempla al Cristo románico del siglo XIII de la capilla de este lugarcillo, tan traspasado y llagado, tan desfigurado en su pasión, que es la de los hombres, también los de hoy que, como Él, andan heridos y maltratados, sometidos e indefensos ante los cálculos y la violencia humana y ante el poder que, sin piedad, pasa de largo de su miseria.

Aquí, en este lugar se vive con especial verdad e intensidad el estar con Él, con el Señor, que vino a servir y no a ser servido, Dios con nosotros, tan unido a nuestra humanidad sufriente y humillada; estar con Él y «verle» en su humanidad llagada y crucificada. Ante ese Cristo despojado de todo, humillado, rebajado hasta una muerte tan vejatoria como la de la cruz, con el corazón traspasado y rostro doliente y desfigurado de hombre, en toda la densidad de su humanidad, que es la nuestra, se entra dentro del misterio de Dios y del hombre: esto es, la pasión inimaginable de Dios, crucificado, enajenado, despojado de sí por amor al hombre, rebajado y anonadado por el hombre, también crucificado y privado de todo, entregado enteramente para que el hombre viva, para levantar y no hundir ni condenar al hombre, para exaltarlo aunque los otros lo desprecien y lo aniquilen. Sin duda: Es el SÍ más grande, más total, más comprometido que se ha pronunciado en toda la historia por el hombre caído, lleno de dolores, torturado. Esta es la gran verdad, la realidad más real y más firme: Dios quiere al hombre hasta un extremo que ni siquiera se podría imaginar por la mente humana si Él no nos lo hubiese dado a conocer y «palpar» ¡qué grande es ser hombre, así amado! ¡Qué contraste todo esto, que es la verdad de la fe cristiana en su realidad nuclear, con tantas cosas y noticias que nos llegan de violencia, de persecución, de eliminación masiva de seres humanos, del pisotear de tantas y tantas maneras, bruscas o sutiles, la dignidad inviolable del ser humano!

Dios está por el hombre, no está en la estratosfera, ajeno a lo que nos pasa, sino que está tan a nuestro lado que llega hasta Él y escucha y acoge el clamor del justo Abel eliminado violentamente por el fratricida Caín. Y Dios sigue preguntándonos, como a Caín,: «¿Dónde está tu hermano?», ¿dónde le decimos que esta?: ese hermano masacrado en Irak y en otros lugares por el yihadismo sin Dios, ese hermano que forma parte de una caravana interminable de dolor y penas ante tanta amenaza que pesa sobre él y tiene que huir buscando otra tierra de paz ante la pasividad de quienes podrían y deberían hacer algo más y distinto de lo que se hace; ese hermano asesinado porque sencillamente es cristiano sin que se haga lo suficiente por él; ese hermano que muere de hambre y que no tiene lo necesario para sobrevivir como hombre; ese hermano que muere afectado por el ébola sin que se tomen las medidas necesarias, urgentes y posibles, –por cierto, ¡qué testimonio tan hermoso y grande, interpelante y esperanzador nos han dado los dos hermanos de San Juan de Dios que, como verdaderos hermanos y escuchando el clamor que llega de los contagiados por el ébola han dado su vida por ellos: un testimonio luminoso de Jesucristo que se identifica con los enfermos y los que sufren– ese hermano abandonado que vive en la soledad dejado de los hombres: o esa hermana, mujer, que padece discriminación por ser mujer o madre, o que sufre maltrato y violencia –la violencia doméstica– hasta la muerte en su propio hogar por quien tenía que ser amada; y, además, esos millones de hermanos, inocentes e indefensos, que son eliminados antes de nacer por quienes tenían que protegerlos…

No juzgo, y menos aún condeno a nadie: sólo Dios puede juzgar. No busco demagogias, ni populismos; lo sufro en el silencio, y pido a Dios sabiduría y discernimiento. ¿Por qué se ha procedido así? No acabo de entenderlo y me encuentro desconcertado; no se han dado explicaciones convincentes ni suficientes. No entiendo lo sucedido, ya que con la medida adoptada se da continuidad y firmeza, y confirma, a la legislación vigente que, de hecho, sanciona el derecho a eliminar al ser humano no nacido –débil, inocente, indefenso– en determinados plazos de su existencia, mientras se retira un proyecto que abría una luz de esperanza en medio de la oscuridad cultural que acentúa una cultura de muerte contraria al hombre, injusta y relativista, que no sitúa en el centro al hombre y su dignidad. Dejo mi reflexión, seguiré.

© La Razón

¿APOSTAR POR LA VIDA? (Y II)

No juzgo ni menos aún condeno, ofrezco mi ayuda, mi colaboración y mi mano tendida, al menos desde la oración que es el arma más fuerte que tenemos los hombres, los que creen y los que no creen.

Prosigo mi reflexión de la semana pasada. El proyecto legislativo sobre protección de la vida no nacida y la de la madre gestante –sin duda perfectible y abierto a perfeccionarse– en medio de una cultura de muerte y frente a ella, tenía como objetivo la protección y la defensa de la vida. Era un paso importante de progreso y de futuro, porque no hay progreso ni futuro –ni siquiera material y económico, menos aún social y humano- cuando se va contra el hombre, cuando se quiebra al hombre, cuando no se apuesta por el hombre en todo momento, cuando no se sitúa al hombre en el centro de la atención social. ¿Una ocasión perdida? No me resisto a creer que este paso sea irreversible. Sería un grandísimo retroceso, no habría salidas para la crisis económica, no habría soluciones para los grandes problemas que nos afligen a España y afligen a la comunidad internacional. España y nuestro mundo necesitan un rearme moral y una reforma que sitúen al hombre y la dignidad de la persona humana en su centro.

¿Dónde vamos si no se protege la vida del hombre, hacia dónde nos encaminamos si no se busca la protección de la vida del hombre, del inocente e indefenso, del débil, por encima de otros intereses; ¿se puede supeditar a otros intereses –por ejemplo políticos, electorales, económicos…– la apuesta por el hombre, por la vida del hombre? Si así fuese, ¿dónde quedaría el bien común y el progreso y desarrollo verdadero? No me cabe la menor duda que no tardaremos mucho en convencernos de la gravedad de lo que se está haciendo no favoreciendo ni protegiendo la vida del hombre como se debe. Cuando Abraham Lincoln comenzó a legislar en favor de la abolición de la esclavitud de los negros en los Estados Unidos se abrió un horizonte de luz y de esperanza; habría que esperar cien años más tarde, para ver culminar el camino abierto hacia la meta alcanzada por la gran defensa de los derechos humanos de los negros por parte de Luther King; hoy todos nos congratulamos de esto. Así, una legislación que abra las puertas a la protección de la vida no nacida y de la madre gestante será también un camino abierto a la luz que necesitamos para apostar por la vida, por apostar por el hombre, aunque tardemos un puñado de años en llegar a lo que sea satisfactorio y conforme con la razón, el sentido común, lo sensato –aunque hay que proclamar sin cesar «¡Basta ya a lo que hay!»–.

Habrá un día en que todos, parafraseando una conocida canción de los tiempos de Luther King, veremos alborear un nuevo día donde se proteja la vida, donde se defienda de verdad al hombre. ¿Por qué no se busca el consenso en esto y para esto de todas las fuerzas políticas sean de derechas, de centro o de izquierdas? Porque aquí sí que hay progreso y futuro. No puedo imaginar que fuerzas políticas y sociales, o que corrientes culturales que se dicen progresistas y avanzadas puedan oponerse al hombre y a la vida.

No quiero imponer nada, sino sólo salir en defensa del hombre, y trabajar por una civilización nueva del amor y por una cultura de la vida. Y esto, precisamente por la fe que me anima, tan conforme con la razón y la verdad que liberan, por la riqueza y el tesoro que he recibido de la Iglesia: el que es el mayor, más neto y más inconfundible SÍ al hombre, el que se nos ha dado en Quien, por su amor por los hombres hasta el extremo, fue crucificado en Jerusalén hace 2000 años por nosotros, los hombres, por su logro, su vida, y su salvación. ¡Qué confundidos están quienes, sin ir más lejos, los días pasados saludaban con alegría y algazara, como un triunfo de la libertad frente a presuntas injerencias eclesiásticas. La Iglesia, los que vivimos en ella, estamos en comunión con ella, y nos sentimos Iglesia, no nos metemos donde no nos llaman ni es nuestro lugar, pero nada nos es ajeno y menos donde se juega la suerte del hombre, y no podemos dejar que el hombre perezca y sea víctima de los atropellos humanos; por servicio a la humanidad entera no podemos callar, ni silenciar esta verdad tan decisiva. Y por eso –porque creemos en el Dios que nos ha creado y redimido por amor, que lo ha dado todo por el hombre y lo ama hasta el extremo– apostamos por el hombre, decimos SÍ al hombre, defendemos al hombre, nos dejaremos la piel –si fuera preciso– por el hombre, especialmente por el pobre, débil, indefenso e inocente; para eso somos y para eso estamos. ¿Es esto acaso reprobable, no es razonable lo que ofrecemos y por lo que luchamos como manifestación de esa fe en Dios, inseparable del hombre, que ama al hombre hasta el extremo, que es compasión con la pasión del hombre, que es misericordia infinita con la miseria humana y que quiere que el hombre viva, tenga vida, sea amado por sí mismo, no por lo que tenga o valga, no por los intereses del tipo que sean o los beneficios que reporte? ¿Es esto condenable o sometimiento de conciencias, o, por el contrario, generador de libertad que se apoya en la verdad y que es inseparable del amor?

Pido a Dios, desde este rincón de paz y de mano tendida de Buenafuente, que conceda sabiduría a los hombres de gobierno, a los que sirven al bien común desde el campo de la política –sean de la formación política legítima que sean– o de otras instancias sociales, para discernir lo que es bueno y malo, lo que corresponde al bien común inseparable del bien de la persona, y que actúen en consecuencia. No juzgo ni menos aún condeno, ofrezco mi ayuda, mi colaboración y mi mano tendida, al menos desde la oración que es el arma más fuerte que tenemos los hombres, los que creen y los que no creen, porque Dios –segurísimo– está cerca de todos y escucha a todos. Que Dios nos ayude, o mejor, como decía mi buena madre, que nos dejemos ayudar por Dios, porque Él siempre nos ayuda y está dispuesto a echarnos la mano que necesitamos. Entre todos, ¡creemos una nueva cultura de vida, destronemos una cultura de muerte, eduquemos en una nueva conciencia a favor del hombre! Ahí está y se nos abre un futuro grande de esperanza. La Iglesia aportará siempre el tesoro depositado en sus frágiles manos. De los males Dios sacará bienes.

© La Razón

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