Conozco muchos teólogos que jamás
hubieran bendecido el agua que Dios nos enviaba a borbotones sobre mi amada
ciudad. Con probabilidad, se hubieran burlado de este pequeño misionero de gran
fe.
Cada día
que pasa evito más a los eruditos que se creen listos y me acerco más a
humildes sabios, querido lector… Los primeros me aburren una barbaridad: solo
hablan sobre ellos y lo hacen con prepotencia. Es difícil encontrar un
intelectual de corazón humilde: yo diría que tan difícil como encontrar una
aguja en un pajar… Pero la cosa cambia cuando Dios me presenta a un corazón
humilde: es entonces cuando abro los oídos y escucho con tiento. El aprendizaje
llega sin demora y siembra huella en mí.
Así sucedió hace poco, cuando tuve la fortuna de conocer a un misionero comboniano, chiquito de estatura y de tez tostada, enamorado de la Iglesia que representa. Nuestra amistad floreció muy deprisa. “No soy un buen teólogo, hija”, decía, encogiéndose de hombros. “Pero mi Iglesia católica sí lo es”. Yo me percaté pronto de la calidad humana de su alma, de la sinceridad y humildad de su corazón. Así que decidía aprovechar cada momento a su lado y escuchar…
Y así, un día, recibí una inmensa lección sobre el poder del sacerdocio que jamás olvidaré… ¡Ay, si todos los sacerdotes tuvieran la fe en la Iglesia y sus regalos espirituales como la del padre Juan! Sin duda, otro gallo cantaría, querido lector…
Sucedió un día de invierno madrileño en el que la lluvia decidió azotar mi ciudad. Los rayos caían furiosos desde el cielo, atravesando nubarrones oscuros como el betún. Truenos fortísimos golpeaban el asfalto, las casas y las calles, invitando a la gente a mirar curiosa y aterrorizada por las ventas. “¡Qué barbaridad!”, susurré asustada, mientras observaba cómo una cortina de agua impedía ver la zona opuesta de la calle. “Nunca he visto llover de esta manera, padre Juan…”. El sacerdote amigo permaneció callado a mi lado. “Tengo hasta miedo…”, añadí. Pero el padre Juan seguía sin contestar. Le miré y observé que tenía los ojos cerrados. Entonces hizo algo raro: murmuró algo tan bajito que nada pude entender; levantó las manos hacia la ventana y, acto seguido, hizo una gran señal de la Cruz.
Yo le miré extrañada… Entonces, él abrió los ojos, sonrió y me dijo: “No tengas miedo, hija. Acabo de bendecir toda el agua que está cayendo sobre tu ciudad. ¿Acaso no tengo manos consagradas? Pues ya está: Madrid está recibiendo ahora mismo una sobreabundancia de bendiciones. El agua bendecida es un sacramental; no lo olvides nunca, hija…”.
¡Vaya lección!: conozco muchos teólogos que jamás hubieran bendecido el agua que Dios nos enviaba a borbotones sobre mi amada ciudad. Con probabilidad, se hubieran burlado de este pequeño misionero de gran fe… Ya se lo he dicho, querido lector: aprendo mucho más de la gente humilde que de los grandes eruditos.
© Revista Misión
Así sucedió hace poco, cuando tuve la fortuna de conocer a un misionero comboniano, chiquito de estatura y de tez tostada, enamorado de la Iglesia que representa. Nuestra amistad floreció muy deprisa. “No soy un buen teólogo, hija”, decía, encogiéndose de hombros. “Pero mi Iglesia católica sí lo es”. Yo me percaté pronto de la calidad humana de su alma, de la sinceridad y humildad de su corazón. Así que decidía aprovechar cada momento a su lado y escuchar…
Y así, un día, recibí una inmensa lección sobre el poder del sacerdocio que jamás olvidaré… ¡Ay, si todos los sacerdotes tuvieran la fe en la Iglesia y sus regalos espirituales como la del padre Juan! Sin duda, otro gallo cantaría, querido lector…
Sucedió un día de invierno madrileño en el que la lluvia decidió azotar mi ciudad. Los rayos caían furiosos desde el cielo, atravesando nubarrones oscuros como el betún. Truenos fortísimos golpeaban el asfalto, las casas y las calles, invitando a la gente a mirar curiosa y aterrorizada por las ventas. “¡Qué barbaridad!”, susurré asustada, mientras observaba cómo una cortina de agua impedía ver la zona opuesta de la calle. “Nunca he visto llover de esta manera, padre Juan…”. El sacerdote amigo permaneció callado a mi lado. “Tengo hasta miedo…”, añadí. Pero el padre Juan seguía sin contestar. Le miré y observé que tenía los ojos cerrados. Entonces hizo algo raro: murmuró algo tan bajito que nada pude entender; levantó las manos hacia la ventana y, acto seguido, hizo una gran señal de la Cruz.
Yo le miré extrañada… Entonces, él abrió los ojos, sonrió y me dijo: “No tengas miedo, hija. Acabo de bendecir toda el agua que está cayendo sobre tu ciudad. ¿Acaso no tengo manos consagradas? Pues ya está: Madrid está recibiendo ahora mismo una sobreabundancia de bendiciones. El agua bendecida es un sacramental; no lo olvides nunca, hija…”.
¡Vaya lección!: conozco muchos teólogos que jamás hubieran bendecido el agua que Dios nos enviaba a borbotones sobre mi amada ciudad. Con probabilidad, se hubieran burlado de este pequeño misionero de gran fe… Ya se lo he dicho, querido lector: aprendo mucho más de la gente humilde que de los grandes eruditos.
© Revista Misión
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