Toda persona…, dispone de unos sentidos sensoriales, por medio de los
cuales se relaciona con el exterior y sobre todo con sus semejantes. Para
relacionarse, realiza una serie de actos de variada naturaleza y el conjunto de
estos actos, es lo que constituye la actividad humana. Esta actividad humana
tiene en cada persona, una peculiaridad propia de acuerdo con la naturaleza de
los actos que ejecute. Esto es lo que conocemos como conducta humana, que es la
propia de cada persona. La conducta humana es distinta en cada persona, ella es
el fruto de su personalidad. Puede haber conductas muy parecidas o similares,
pero nunca idénticamente iguales.
Dentro de cada
conducta, la persona, tiene formados unos hábitos. La actuación humana, que es
la base necesaria para la formación del hábito, tiene su proceso de formación
en nuestras potencias o facultades. Primeramente se adquiere la costumbre que
se forma, por el reiterado uso o empleo de los mismos actos. De aquí se pasa al
hábito, y si este es negativo se puede pasar a la adicción. Existe un anónimo
sefardí, que dice que: “La educación es
crear en la mente del educando, generalmente un niño, unos conocimientos y unos
hábitos de acuerdo con los deseos de los educadores, una vez asentados en la
mente del educando, su posterior rompimiento o modificación de estos
conocimientos y hábitos será una tarea muy difícil y en muchos casos imposible
de realizar”.
Los hábitos puede ser positivos y negativos y ellos dan origen, los
positivos a virtudes y los negativos a los vicios. Tanto las virtudes como los
vicios están jerárquicamente ordenados y a cada virtud, se le opone un vicio
que es su antítesis, así por ejemplo, tenemos que en la cumbre de las virtudes
se encuentra la humildad a la cual se le opone su vicio antitético que es la
soberbia. Dios ama la humildad y aborrece la soberbia. Todas las virtudes así
como los vicios tienen una fuerza, que en el caso de las virtudes guían a la
persona al encuentro con el amor de Dios. Por el contrario la fuerza del vicio
ejerce una tendencia o fuerza en la persona, para que esta se aleje del amor de
Dios.
La fuerza de que
disponen las virtudes, son siempre superiores a la fuerza de que dispone los
vicios. Es fácil de comprender esto, porque ni en el universo material ni en el
espiritual, existe nadie excepto Dios que sea omnipotente, es decir que lo
pueda todo y consecuentemente la fuerza de la virtud emana de Dios que ama la
virtud en nosotros. Sin embargo, el vicio existe, no es creación de Dios sino
del mal. Y entonces nace la pregunta: ¿Si Dios es omnipotente, todo lo puede y
aborrece el vicio, porqué lo consiente? La contestación tiene el mismo
fundamente que el de la existencia en este mundo del demonio, que anda suelto
por él, cuando su destino final será el de estar eternamente recluido en el
odio y tinieblas del infierno.
El Apocalipsis nos dice que
los demonios fueron precipitados sobre la tierra: su condena definitiva aún no
se ha producido, si bien es irreversible la selección efectuada en su momento
que distinguió a los ángeles de los demonios. Todavía conservan por tanto un
poder permitido por Dios, aunque ‘por poco tiempo’. Por eso apostrofan al Señor: “¿Has venido
aquí a atormentarnos antes de tiempo? (Mt 8,29). Y ¿Por qué
Dios les permite ese poder y libertad de actuación sobre nosotros?
No olvidemos que nosotros nos encontramos aquí para superar una prueba
de amor a Dios y en toda prueba tiene que existir un contrate, para medir la
categoría en este caso de amor que seamos capaces de desarrollar en el amor al
Señor. No nos lamentemos de tener que luchar ascéticamente contra los demonios,
que tratan de anular nuestras posibles virtudes y tratar también de que le
acompañemos en su eterno castigo. Pesemos, que si no existiesen los demonios,
sus males y sus vicios, con los que nos seduce, no tendríamos escalera para
subir al cielo.
La humildades es como
ya hemos dicho antes, la más preciada de la las virtudes. Su fuerza espiritual
sobrepasa la de cualquier vicio incluso el de su antítesis que es la soberbia,
a la que nos incita el demonio, padre del orgullo y de la vanidad y por
supuesto a la de cualquier otro vicio virtud. El Señor nos da ejemplo de la
humildad y nos la encomienda cuando nos dice: “Tomad sobre
vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis
descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera” (Mt 11,29).
Entre todos los ejemplos de
humildad a destacar, tenemos el testimonio de humildad, que dio el Señor, en la
última cena, lavando los pies de sus discípulos: “… se levantó de
la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó; luego echó
agua en la jofaina, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a
enjugárselos con la toalla que tenía ceñida.
(Jn 13,4-5). Más tarde les manifestó: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros?
Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy. Si
yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis
de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado el ejemplo,
para que vosotros hagáis también como yo he hecho. En verdad, en verdad os
digo: No es el siervo mayor que su Señor, ni el enviado mayor que quién le
envía. Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn
13,12-17).
La importancia de la
humildad, es tal que ella nos abre de par en par las puertas del cielo; sin
humildad es imposible alcanzarlo. Así San Agustín en su epístola 118, escribía: “Si me
preguntáis que es lo más esencial en la religión y en la disciplina de
Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad, y lo
tercero la humildad”. Jean Lafrance nos escribe diciéndonos: “El hombre que ha descubierto la dulzura de
Cristo en la experiencia del Espíritu Santo, se ve revestido de la humildad de
Cristo. Podríamos decir que Cristo era naturalmente humilde porque estaba
fascinado por la gloria del Padre, y al mismo tiempo infinitamente dulce, con
aquella dulzura de Dios que nos hace amar a nuestros enemigos”.
La humildad es básica para
agradar a Dios, muy por encima de las buenas obras ya que en frase de San
Gregorio de Nicea: “Un carro lleno de buenas
obras, guiado por la soberbia, conduce al infierno; un carro lleno de pecados
guiados por la humildad lleva al Paraíso.
Y es en frase de San Agustín, que nos dice: “Dios mira con
más agrado las acciones malas a las que acompaña la humildad, que las obras
buenas inficionadas de soberbia.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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