Este título es del Papa
Francisco. El viernes 9 de mayo de este año 14 lo acuñó en la homilía matinal
en Santa Marta. Viene a decirnos con esa originalidad y desparpajo que le
caracterizan que a muchos cristianos no les gusta la luz como a los murciélagos.
Estos pequeños mamíferos voladores se pasan el día suspendidos en ristra en los
desvanes e iglesias viejas o en la oscuridad de minas, cuevas u oquedades de
árboles. Les hace daño la luz. Colgados de una pata se asemejan a los chorizos
que pendientes de un varal se secan al humo en la vieja y oscura cocina del
pueblo. Al anochecer se descuelgan y salen volando en busca de los insectos que
les sirven de alimento.
No
conviene estar en un lugar donde abunden porque ni siquiera en la noche tienen
demasiada estabilidad y su radar no es capaz de evitar que a veces te rocen la
cabeza o la cara si estás echado. Además son de la raza de los vampiros y
aunque el murciélago común que habita en nuestros lares no sorbe sangre humana,
tampoco engendra confianza. Si les pones un cigarrillo lo chupan con ansia.
Tengo recuerdos, de pequeño, cómo durmiendo en el campo con las vacas, sus
vuelos me hacían entrar en el chozo por su machacona insistencia de volar en
torno a mí. No obstante, es una especie protegida porque ayuda a librar las
plantaciones de plagas de insectos. Pues bien, este animalejo nocturno y
bastante asquerosito, es el que el Papa utiliza para caracterizar la actitud de
ciertos cristianos.
En efecto, no a todos los
cristianos les gusta la luz. Pone como ejemplo a los apóstoles en Lucas 24,
36-51. Aquel día había ambiente de resurrección; algunos ya habían visto al
Señor. Mientras se comentaba el tema estaban muy contentos pero cuando Jesús se
les apareció a ellos, se turbaron, perdieron la paz, y no fue bien recibido.
Les saludó con la paz, pero no fueron capaces de asumir la alegría. Pensaban
que les sacaba de la realidad y por ello, preferían mantener las distancias.
Hay cristianos que tienen sus
comportamientos y pautas muy enraizados. No quieren aventuras. No necesitan a
Jesús presente. Les da lo mismo que esté o no esté porque ellos van a obrar
como creen que deben de obrar. No quieren un contacto vivo y real. Su vida
cristiana no es un diálogo real con Jesucristo. Tal actitud, dicen, me sacaría
de mi mismo y me llenaría de una alegría sospechosa.
El Papa profundiza un poco más y
dice: “En realidad estos apóstoles y estos cristianos que huyen de la luz han
sido derrotados por el misterio de la cruz”. Es el miedo, no quieren oír hablar
de la muerte. Son capaces de matarse a sí mismos pero no de morir; la muerte es
una derrota insufrible. Yo diría: no quieren la resurrección y la gratuidad.
Prefieren ser sí mismos. Por eso hablan mucho de Dios pero muy poco de
Jesucristo. A Dios se le domestica con unas cuantas leyes y tradiciones
sacralizadas; a Jesucristo, no, porque resucita. No queremos la alegría de la
resurrección, ni convertirnos ni ser una criatura nueva. Estamos a gusto, como
los murciélagos, colgados en la oscuridad del desván, a salvo de cualquier aventura.
Esta actitud es un peligro muy
grave para todos los que quieren vivir un cristianismo comprometido. La palabra
compromiso les confunde. Los cristianos murciélagos viven su compromiso con las
obras, hay que cambiar el mundo, hay que cumplir los mandamientos, hay que
instalar la justicia entre nosotros. Todo desde sí mismos, desde sus ideas o
ideales, reduciendo su religión a poco más que a filantropías humanas, sin
enfrentarse nunca con la resurrección de Jesucristo, con el cambio de vida que
esto conlleva, sin entregar su corazón ni un ápice de su vida. Les rechina la
palabra gratuidad porque intuyen que si se dejan, van a ser llevados fuera de
sí mismos a la alegría de la resurrección que aborrecen.
Pasan la vida proponiendo
cuestiones teóricas, como la samaritana: ¿Dónde hay que adorar? Sin permitir
que nadie toque su vida privada o la vida de sus maridos. Por eso yo pienso que
la resurrección no es el centro del cristianismo como dicen ahora la mayoría de
los teólogos. Teóricamente hablando puede ser que sí, pero en la realidad, en
la práctica no es así porque todo se puede quedar en la teoría lejos de la vida
cotidiana. ¿Ha resucitado Jesucristo? Pues muy bien, dice el murciélago, me
encanta la noticia pero que permanezca allá, en la otra vida, en la nueva
creación, dejándonos a nosotros cumplir en esta con nuestros deberes.
Pienso que el cristianismo se
vive y se entiende desde el día de Pentecostés porque ese día hay un cambio de
vida. La resurrección acontece fuera de uno mientras que pentecostés es algo
vital, experimental, sucede de improviso, te cambia por dentro, te hace una
criatura nueva. Viene de improviso y te sorprende pero no vendrá a nadie que no
quiera tenerlo. La teología racional necesita una idea, la experimental
necesita una experiencia o vivencia. Cuando acaece en ti esta experiencia dejas
de ser murciélago y te entran deseos de luz, de resurrección, de crecimiento y
de vida nueva. Desde ese momento es superado el escándalo de la cruz y conoces
el designio y la elección que existe en haber sido elegido para vivirla. Sales
de la caverna de Platón y entras en la luz del día que estaba ahí pero que
carecías de ojos para verla.
La resurrección no convierte, no
cambia los planes ni la vida de nadie. Sigues viviendo de las expectativas humanas.
Los mismos apóstoles camino de la Ascensión le dicen a Jesús: ¿Es ahora
cuando vas a establecer el reino de Israel? ¡Qué decepción la de Jesús!
¡Con lo que le había costado llegar a la resurrección! Los amigos del
Resucitado seguían pensando en categorías políticas. Ni un atisbo de
sobrenaturalidad. Totalmente murciélagos. Pensaban, claro está, que la
resurrección de Jesús se parecía a la de Lázaro o a la del hijo de la viuda de
Naín.
Estaban hablando de estas cosas
cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros (Lc 24, 36).
Sobresaltados y asustados creían
ver un fantasma. Él les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué se suscitan dudas
en vuestro corazón? Y como siguiesen maravillados les dijo ¿tenéis algo de
comer?
Los que quisieron comprender la
resurrección se asustaron y confundieron a Cristo con un fantasma. Los que en
su sencillez la recibieron como un don dejaron de ser murciélagos y quedaron
iluminados como la Magdalena y Pedro, que ya había sido humillado en su bravura
y autosuficiencia. Los demás necesitaron algo más. Jesús en su buena fe les
pidió algo para comer como prueba de que no era un fantasma. Le dieron un trozo
cutre de pescado y lo comió delante de ellos. Sin embargo, no fue suficiente
con esa prueba. El escándalo de la cruz seguía pudiendo con ellos. Jesús, entró
hasta el fondo de su incredulidad abriéndoles los ojos para que saliesen de su
caverna y entendiesen las Escrituras. Les dijo:
Acordaos de las palabras que os
decía cuando estaba entre vosotros: “Es necesario que se cumpla todo lo que
está escrito en la Ley de Moisés, los Profetas y en los Salmos acerca de mí”.
Y entonces abrió sus
inteligencias para que comprendieran las Escrituras.
El
misterio de Jesús es bellísimo porque ningún hombre en cuanto tal es capaz de
dejar de ser murciélago a no ser que le sean abiertos los ojos y pueda
comprender las Escrituras. Ese día es Pentecostés para esas personas. No sólo
reciben al Espíritu Santo sino que comprenden que sin la luz que viene de él,
jamás podrán entrar en la presencia de Jesús, en su amor, en su corazón. Para
que yo ame a Jesús, al hombre Jesús, para que yo acepte su resurrección y entre
en su alegría, necesito el Espíritu de Dios que él me regala. Si Jesús me abre
los ojos con la luz de su Espíritu, que es el de Dios, el que procede del Padre
y del Hijo, entonces estoy preparado y apto para la fiesta y para disfrutar de
la resurrección.
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