Querían
quedarse allí para siempre, pero no era aún el momento. En el cielo querremos
quedarnos para siempre.
Les hizo
ver el cielo por un rato.
Querían quedarse allí para siempre, pero no era aún el momento. En el cielo querremos quedarnos para siempre, y será verdad, y será posible.
Los condenados querrán ir al cielo por un rato al menos, y no irán ni siquiera por un rato. ¡Qué mal se está aquí! Pero allí se quedarán eternamente, en el lugar donde no se ama y donde la infelicidad ha puesto su morada eterna. ¡Qué bien se está aquí! Cuando uno dice eso es porque lo siente.
Aquellos tres apóstoles se decían a sí mismos y nos decían a nosotros: ¡Qué bien se está en el cielo! Todos los santos han tenido una experiencia semejante a la del Tabor, es decir, han gustado anticipadamente el cielo. Y todos han dicho lo mismo: ¡Qué bien se está aquí...! San Pablo: "Tengo por seguro que..." Santa Teresa; "Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero". San Ignacio de Loyola: "¡Qué miserable me parece la tierra cuando contemplo el cielo!" La aparición sirvió para fortalecerles en el momento de la prueba. En los momentos de dificultad y de dolor conviene recordar los momentos de luz. Las dificultades y problemas duran sólo esta vida, la felicidad del cielo nunca termina. Todos necesitamos esta motivación, este ángel de luz que nos sostenga en medio del dolor. Jesús quiso necesitarlo o simplemente lo necesitó en el supremo dolor, cuando sudaba sangre en Getsemaní. Quiso tener en la hora de su muerte a María como un nuevo ángel que le ofrecía su amor y su presencia para resistir hasta el final. Con cuanto mayor razón necesitamos nosotros la presencia de ese ángel.
Dios se ha adelantado a dárnoslo en María Santísima, el mismo ángel que a Él le consoló como nadie en este mundo. Cuando uno experimenta a Dios tan intensamente, lo demás desaparece. Se quiere únicamente ser de Dios. Ser de Dios felizmente y para siempre. ¡Quién pudiera decirlo, sentirlo y que fuera verdad!: Soy de Dios, pertenencia suya, nada mío, todo de Él, esclavo, siervo, hijo, consagrado.
Los santos lo saben, lo empezaron a saber desde este mundo, desde que se despojaron de sus ricas ropas y se vistieron el sayal del siervo. "Mi Dios y mi todo", es una frase que decían en un suspiro de amor. Todos los santos han subido al Tabor desde este mundo, y antes de subir al Calvario. "Este es mi Hijo amado; escuchadle". ¡Con qué amor diría el Padre estas palabras! Con parecido amor dice de los buenos hijos: “Éstos son mis hijos predilectos”: Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Sed santos.
Todos los caminos se han recorrido en busca de lo mismo: la felicidad; y de todos han vuelto sin respuesta muchos, muchísimos hombres; sólo los santos nos han dicho algo diferente: "no me arrepiento". Luego, ¿han hallado lo que otros no? Tal parece. Son felices. Y, ¿por qué?. Porque han servido al mejor Señor que los ha convertido en reyes; porque han salido de su cueva a mejorar el mundo; han amado a su prójimo, han dejado atrás su sucio egoísmo, han vivido de fe y amor; han luchado duramente por mejorar su mundo, la han hecho más pura, más fuerte, más generosa; éstos son los felices. Quién lo creyera, porque han quebrado y hecho pedazos todas las reglas de la lógica humana: Han matado su vida para vivir. "El mundo espera el paso de los santos" –dijo un sabio, Pablo VI-, porque los demás arreglan, si es que arreglan, los problemas materiales: pan y circo; pero el hombre requiere de curación para su alma, doctores del alma que sepan manejar la medicina celestial: Los santos la tienen y la dan; dan y, con Dios, la paz íntima, el porqué de la vida y de todo el peregrinar humano; ofrecen fortaleza y amor. Ellos mismos, con su ejemplo, ofrecen un estímulo a superarse, a elevarse del barro para volar a las alturas.
Escuchadle. No escuchéis a los falsos profetas, no sigáis la voz del tentador que os presenta la felicidad en forma de drogas, sexo desenfrenado, borracheras, dinero, poder...
Escuchadle. En las bienaventuranzas, en la invitación a la conversión, en el amor a Dios y a los hombres, en la invitación a la santidad. "Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis el corazón". Hoy no queremos escuchar, no queremos obedecer a nadie: ni a Dios, ni a la Iglesia, ni al Papa; ni a los padres, ni aún a la autoridad civil. Se requiere cierta humildad para orar y obedecer. El hombre de hoy, tal vez, se está volviendo progresivamente más soberbio, más seguro de sí y, por eso, no quiere escuchar, Pero el Padre le sigue pidiendo que escuche a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Porque el mismo hombre que no escucha a Dios, si escucha al Padre de la mentira, ese desobediente obedece a sus pasiones, a sus caprichos, hasta el punto de decir: "He aquí el esclavo del pecado, de los vicios. Hágase en mí según vuestros mandatos" Dios dice a los tres apóstoles:
Escuchadle. Se lo dice en buena forma. Tiempo habrá en que la dura claridad de sus palabras se convierta en encrucijada de salvación o condenación. "Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; pero el que no crea se condenará". Mc.16,15-16
Querían quedarse allí para siempre, pero no era aún el momento. En el cielo querremos quedarnos para siempre, y será verdad, y será posible.
Los condenados querrán ir al cielo por un rato al menos, y no irán ni siquiera por un rato. ¡Qué mal se está aquí! Pero allí se quedarán eternamente, en el lugar donde no se ama y donde la infelicidad ha puesto su morada eterna. ¡Qué bien se está aquí! Cuando uno dice eso es porque lo siente.
Aquellos tres apóstoles se decían a sí mismos y nos decían a nosotros: ¡Qué bien se está en el cielo! Todos los santos han tenido una experiencia semejante a la del Tabor, es decir, han gustado anticipadamente el cielo. Y todos han dicho lo mismo: ¡Qué bien se está aquí...! San Pablo: "Tengo por seguro que..." Santa Teresa; "Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero". San Ignacio de Loyola: "¡Qué miserable me parece la tierra cuando contemplo el cielo!" La aparición sirvió para fortalecerles en el momento de la prueba. En los momentos de dificultad y de dolor conviene recordar los momentos de luz. Las dificultades y problemas duran sólo esta vida, la felicidad del cielo nunca termina. Todos necesitamos esta motivación, este ángel de luz que nos sostenga en medio del dolor. Jesús quiso necesitarlo o simplemente lo necesitó en el supremo dolor, cuando sudaba sangre en Getsemaní. Quiso tener en la hora de su muerte a María como un nuevo ángel que le ofrecía su amor y su presencia para resistir hasta el final. Con cuanto mayor razón necesitamos nosotros la presencia de ese ángel.
Dios se ha adelantado a dárnoslo en María Santísima, el mismo ángel que a Él le consoló como nadie en este mundo. Cuando uno experimenta a Dios tan intensamente, lo demás desaparece. Se quiere únicamente ser de Dios. Ser de Dios felizmente y para siempre. ¡Quién pudiera decirlo, sentirlo y que fuera verdad!: Soy de Dios, pertenencia suya, nada mío, todo de Él, esclavo, siervo, hijo, consagrado.
Los santos lo saben, lo empezaron a saber desde este mundo, desde que se despojaron de sus ricas ropas y se vistieron el sayal del siervo. "Mi Dios y mi todo", es una frase que decían en un suspiro de amor. Todos los santos han subido al Tabor desde este mundo, y antes de subir al Calvario. "Este es mi Hijo amado; escuchadle". ¡Con qué amor diría el Padre estas palabras! Con parecido amor dice de los buenos hijos: “Éstos son mis hijos predilectos”: Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Sed santos.
Todos los caminos se han recorrido en busca de lo mismo: la felicidad; y de todos han vuelto sin respuesta muchos, muchísimos hombres; sólo los santos nos han dicho algo diferente: "no me arrepiento". Luego, ¿han hallado lo que otros no? Tal parece. Son felices. Y, ¿por qué?. Porque han servido al mejor Señor que los ha convertido en reyes; porque han salido de su cueva a mejorar el mundo; han amado a su prójimo, han dejado atrás su sucio egoísmo, han vivido de fe y amor; han luchado duramente por mejorar su mundo, la han hecho más pura, más fuerte, más generosa; éstos son los felices. Quién lo creyera, porque han quebrado y hecho pedazos todas las reglas de la lógica humana: Han matado su vida para vivir. "El mundo espera el paso de los santos" –dijo un sabio, Pablo VI-, porque los demás arreglan, si es que arreglan, los problemas materiales: pan y circo; pero el hombre requiere de curación para su alma, doctores del alma que sepan manejar la medicina celestial: Los santos la tienen y la dan; dan y, con Dios, la paz íntima, el porqué de la vida y de todo el peregrinar humano; ofrecen fortaleza y amor. Ellos mismos, con su ejemplo, ofrecen un estímulo a superarse, a elevarse del barro para volar a las alturas.
Escuchadle. No escuchéis a los falsos profetas, no sigáis la voz del tentador que os presenta la felicidad en forma de drogas, sexo desenfrenado, borracheras, dinero, poder...
Escuchadle. En las bienaventuranzas, en la invitación a la conversión, en el amor a Dios y a los hombres, en la invitación a la santidad. "Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis el corazón". Hoy no queremos escuchar, no queremos obedecer a nadie: ni a Dios, ni a la Iglesia, ni al Papa; ni a los padres, ni aún a la autoridad civil. Se requiere cierta humildad para orar y obedecer. El hombre de hoy, tal vez, se está volviendo progresivamente más soberbio, más seguro de sí y, por eso, no quiere escuchar, Pero el Padre le sigue pidiendo que escuche a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Porque el mismo hombre que no escucha a Dios, si escucha al Padre de la mentira, ese desobediente obedece a sus pasiones, a sus caprichos, hasta el punto de decir: "He aquí el esclavo del pecado, de los vicios. Hágase en mí según vuestros mandatos" Dios dice a los tres apóstoles:
Escuchadle. Se lo dice en buena forma. Tiempo habrá en que la dura claridad de sus palabras se convierta en encrucijada de salvación o condenación. "Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; pero el que no crea se condenará". Mc.16,15-16
Autor: P.
Mariano de Blas LC
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