El santo padre Francisco en la misa de
beatificación de de Paul Yun Ji-Chung y de 123 compañeros mártires celebrada en
Seúl, en la Puerta de Gwanghwamun, dirigió su homilía a los cientos de miles de
personas presentes. A continuación el texto de la homilía.
«¿Quién nos separará del amor
de Cristo?». Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de
nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo,
sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo
ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en
Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los
de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a
los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora
reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la
muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande
de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni
presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra
criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro
Señor».
La victoria de los mártires, su
testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la
Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato
Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos,
a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes,
católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra,
y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por
sus antepasados.
En la misteriosa providencia de
Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los
misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos.
En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la
verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros
cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este
Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de
Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros
bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de
un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban
en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo
corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales
tradicionales, y teniendo todo en común.
Esta historia nos habla de la
importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a
los numerosos fieles laicos aquí presentes, y en particular a las familias
cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en
el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a los
numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio
transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de
católicos coreanos.
El Evangelio de hoy contiene un
mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en
la verdad y nos proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que
Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del
mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad
y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los
mártires nos muestran el camino.
Poco después de que las primeras
semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad
cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado
la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa; sabían el
precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde,
la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a
grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo
–pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era
su verdadero tesoro.
En nuestros días, muchas veces
vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide
entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio
y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan
a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y
con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos
dispuestos a morir.
Además, el ejemplo de los
mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La
autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual
dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida
fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su
negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo
que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos.
Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en
las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante
pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos
sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a
nuestros hermanos necesitados.
Si seguimos el ejemplo de los
mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad
sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la
celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este
país y en todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su
vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.
Hoy es un día de gran regocijo
para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji- chung y compañeros –su
rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios
de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad
para con todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de
los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a
trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada,
contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos
en este país y en el mundo entero.
Que la intercesión de los
mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos
alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la
santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de
Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra.
Amén».
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