Tengo que reconocer que cuando,
últimamente, alguna persona me pregunta sobre mi "filiación"
espiritual, a veces me quedo unos instantes pensando. Supongo que se trata de
una reacción inconsciente, pero, por otro lado, es algo que me ha hecho
meditar. ¿Por qué? Bueno, se supone que es algo que debería estar claro: desde
que me convertí, me he considerado a mí mismo como "un carismático",
sin entrar en mayores complicaciones.
Hoy quisiera compartir con
ustedes el porqué de esa
vacilación inicial. Obviamente, se trata de apreciaciones subjetivas y
personales. Reconozco con toda humildad que puedo estar equivocado, pero de
todas formas voy a arriesgarme a escribir lo que sigue por si puede aportarle a
alguien un poco de luz.
Ya hace más de dos años del
último post que publiqué sobre el tema ("miseria y grandeza del movimiento
carismático": 15 -6 -12). En él intentaba hacer una aproximación sencilla
acerca de las grandes aportaciones que esta corriente de espiritualidad ha
ofrecido a la Iglesia, y, por otro lado, resaltaba algunos peligros de la misma
que, al menos para mí, comenzaban, ya por entonces, a ser evidentes.
Sobre estos últimos, no tengo en
absoluto la certeza de un cambio de tendencia: creo más bien detectar una
cierta radicalización de la misma. Ya sé que no es fácil resumir en un pequeño
artículo algo tan complejo, sin caer en apreciaciones tópicas o superficiales,
sin embargo voy a intentar describir algunos de los puntos de la
"práctica" pentecostal en la España de hoy que me parecen más
preocupantes.
Ante todo ¿qué es "ser
carismático" en realidad? En tiempos (hablo de hace 30 o 40 años) esta
orientación o corriente consistía en una apertura a la gracia divina,
básicamente a través de tres cauces principales: la insistencia en la realidad
actual de los dones del espíritu Santo, un estilo de oración extremadamente
desenfadado (en el que la música, el movimiento y las actitudes desinhibidas
tenían una gran importancia), y, por último, cierta teología, muy insistente en
temas como la gracia y la misericordia, así como en la presencia del mal y sus
manifestaciones en el mundo actual.
A medida que pasa el tiempo, y
quizá debido a una cierta deformación profesional, tiendo a interpretar todo el
fenómeno pentecostal (tanto católico como protestante) desde una perspectiva
"revivalista". El mundo evangélico anglosajón considera habitual la
presencia de períodos esporádicos y especiales de fervor a lo largo del tiempo,
animados por poderosas manifestaciones espirituales y con frecuencia
localizados geográficamente. De ahí la relevancia otorgada al fenómeno del
"avivamiento": ese lugar y momento determinado en el que dichas
manifestaciones suelen tener una presencia más palpable y contundente.
Por mi parte, creo con firmeza en
la existencia de ciertos momentos en la Historia en los que el Señor interviene
de una manera especial, y me parece lógico que los dones extraordinarios de su
Espíritu tengan en ellos un protagonismo equivalente. No obstante me parece muy
problemático el deseo de "perpetuar" ese estilo de vida revivalista
cuando el "kairós" ha pasado ya. ¿Por qué?, Porque la dinámica de la
vida cotidiana cristiana, sencillamente no es especial. Es cierto que
conozco algunas iglesias evangélicas y algunos grupos católicos que consideran
que la dimensión sobrenatural, expresada a través de la vivencia de
"milagros" (entendiendo por tales suspensiones momentáneas de las
leyes de la naturaleza), debe ser algo común y frecuente en la vida de todo
cristiano. Disiento. Y si lo hago, ¡no es porque no me gustaría que fuera así!,
sino porque toda la evidencia de la tradición cristiana, la experiencia de los
santos, y, en general, cuanto sabemos de teología espiritual, nos lleva por el
camino contrario. Ese camino es el de la cotidianidad, el del seguimiento de
Cristo... El camino de la comunidad y la Iglesia, del discipulado y el
compromiso.
Cuando los discípulos se obstinan
en quedarse demasiado tiempo en el Tabor, deben reconocer que, al cabo de un
rato, el Señor ya no está con ellos: permanecen solos con sus ilusiones. Cuando
el fenómeno carismático intenta ser institucionalizado a través de ciertas
prácticas (que supuestamente producen ciertos frutos) y todo ello se
sistematiza alrededor de éstas, olvidando que el don no es nunca un fin en sí
mismo sino una herramienta para el crecimiento espiritual de las personas y la
misión, entonces ya estamos camino del desastre.
Nunca he podido entender el
porqué de la insistencia de algunos grupos carismáticos en aspectos
espiritualmente irrelevantes, como el hecho de hablar en "lenguas", o
la promoción de prácticas claramente desaconsejadas por la Iglesia, como el "descanso
en el Espíritu" (consultar al respecto el último de los protocolos de
Malinas). Me cuesta aceptar la importancia que se da a ciertas funciones
secundarias, como la de la música, y la espiritualización de las mismos (a
veces se habla, por ejemplo, de "canciones ungidas o no"), o la
creencia, casi mágica, de que, en cualquier oración realizada por una persona,
las "palabras de conocimiento" o "sabiduría" tienen que
darse profusamente (cuando no se buscan abriendo repetidas veces la Biblia al
azar). No puedo entender el empeño en obtener sanidad física y espiritual como
algo sistemático cada vez que se reza por alguien, o que a veces se busquen
explicaciones disparatadas para no aceptar lo evidente: que la mayoría de las
veces, tanto ahora como en los tiempos de Jesús, la gente no se cura
sobrenaturalmente de sus dolencias.
Considero un abuso la
espiritualización de toda realidad, la exageración de la presencia de
realidades negativas o malignas, la falta de conocimiento o el desdén por las
ciencias médicas y psicológicas profesionales, y, sobre todo la carencia,
observada algunas veces, del más mínimo sentido común teológico. Considero
incorrecto que una persona pueda liderar cualquier grupo de oración (con las
prerrogativas sobre la vida cristiana de las personas que eso conlleva) sin una
mínima formación humana y teológica, sin el designio y el contacto más o menos
frecuente con el obispo, fuente y referente de toda comunión eclesial.
Y es que, tanto en la sala
teología como en el recurso frecuente al Magisterio de la Iglesia se halla el
mejor antídoto contra todo tipo de abusos, no solamente en relación con el
movimiento carismático, sino de cualquier otra corriente espiritual católica.
La tentación a vencer es, precisamente, la del "unilateralismo", ese
error que el apóstol Pablo condena tan vehementemente en sus dos cartas a los
Corintios. "El agua es para las flores": los dones son para la
construcción de la comunidad y para la misión. El cultivo de los carismas sin
su aplicación constante a aquellos aspectos que verdaderamente favorecen el
crecimiento espiritual de las personas, como el discipulado y el servicio a los
demás, siempre termina por producir situaciones anómalas: la historia de la
Iglesia ofrece múltiples y lastimosos ejemplos de las mismas.
Un último abuso a evitar: el
sentimentalismo. Es evidente que los hombres y las mujeres somos seres con y de
sentimientos. No hay nada malo en ellos de por sí. El problema estriba cuando dichos
sentimientos, o sensaciones, se hacen los dueños de la vida espiritual y
fraternal, es decir de la relación con Dios y con los hermanos. Cuando esto
sucede el fruto es inevitablemente el desengaño; la vivencia del Evangelio
es una realidad hecha de decisiones y no de "sensaciones".
Recuerdo una ocasión en la que un
sacerdote amigo expresó una dura opinión refiriéndose a un determinado grupo
carismático: "como no quieren ocuparse de los pobres, buscan experiencias
pseudo-espirituales cada vez más sofisticadas". A simple vista, una
afirmación semejante puede parecer el típico prejuicio de un cristiano
"social" a realidades que no entiende. Pero, conociendo el caso, debo
concederle una buena parte de razón. Es cierto que una idea de la gracia y de
la gratuidad malentendidas siempre nos permitirán justificarlo todo o casi
todo. También lo es, sin embargo, que la palabra de Dios se muestra tajante en
cuanto al compromiso, especialmente con los más desfavorecidos.
Por todo eso, cuando alguien me
pregunta "si soy carismático", tras el momento de vacilación referido
al comenzar este artículo, mi respuesta es "sí". Sí, soy carismático
como estoy seguro que lo fue Santa Teresa de Jesús, como lo fueron San
Francisco, Ignacio de Loyola o el cardenal Suenens. Creo firmemente en la
realidad y presencia permanente en la Iglesia de todos los dones del espíritu
Santo, tal y como narran las Escrituras (y acepto hasta la última coma de
cuanto he leído en los protocolos de Malinas). Si, por el contrario, lo que se
espera de mi es el asentimiento o aprobación de una subcultura determinada, de
esa concepción particular de la realidad pentecostal católica a la que he hecho
referencia en las líneas que anteceden, entonces tengo que decir humildemente
que "no". Así yo no puedo ser carismático, y lo digo porque estos
fallos pueden darse en cualquier grupo o comunidad: ¡yo mismo los he cometido
repetidas veces!
Por eso quiero terminar con
esperanza, simplemente porque es lo que tengo en mi corazón. Puede que sea
ingenuo, pero estoy convencido de que el caudal inmenso de riqueza que la
experiencia pentecostal ha aportado a millones de personas está lejos de decir
su última palabra: ahora es tiempo de cambiar y de crecer, de orar y de
discernir.
Le pido al Espíritu Santo por
líderes que sepan gestionar la herencia y dirigir los cambios: el futuro de la
Nueva Evangelización en España está altamente involucrado en todo este proceso.
Un abrazo
a todos.
Josue Fonseca
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