Perdoné, pero no me sentí a gusto con ellos…
Soy una entre varios hermanos de una familia
católica. Por las apariencias muchos habrían pensado que mi familia era una “Perfecta
familia católica” ¡Qué equivocados estaban!
A la edad de ocho años, uno de mis hermanos empezó a molestarme sexualmente. Yo estaba confundida y no entendía qué era lo que me hacía. Él me dijo que no dijera nada a nadie o me mataría. Al principio, sólo me tocaba o me hacía fotografías. Con el tiempo, al pasar los años, se volvió extremadamente agresivo y me forzaba a tener relaciones sexuales con él. Yo lo odiaba y me sentía culpable, sucia y avergonzada.
No tenía con quien hablar y a nadie a quien acudir. Yo estaba llena de odio, cólera, falta de perdón, amargura y resentimiento. Me odiaba a mí misma, odiaba a Dios, odiaba a los sacerdotes, odiaba a la Iglesia, odiaba a mi familia ¡odiaba a todo el mundo! ¡Quería morir! Odiaba vivir y no veía ninguna razón para que mi vida continuara… era un asco, me sentía rechazada e inútil. Varias veces intenté suicidarme, pero cada vez me echaba atrás. Empecé a ensimismarme. Para escapar de mi vida y de mi dolor comencé a tomar drogas y a beber. Buscando amor y aceptación, al estar necesitada de alguien que me sostuviese en mi fracaso, me volví sexualmente activa.
Al principio de mis veinte me casé y mi pesadilla empeoró. Había deseado quedarme embarazada, pero me dijeron que nunca podría tener hijos porque mis trompas estaban irreparablemente dañadas. Mi marido comenzó a abusar de mí, verbal, física y sexualmente. Él mantuvo otras relaciones durante nuestro corto matrimonio… con el tiempo nos separamos. Fallé en el matrimonio y nunca podría tener hijos.
Me sentía muy sola… un día pasé varias horas llorando. Sentí una irresistible urgencia de ir a Misa. No había estado en Misa desde hacía años, y de repente necesité ir. Fui a Misa y luego sentí la necesidad de confesarme. Desde que era niña había dejado de ir. No podía creer que ahora me urgía confesarme… no creía en la confesión.
Tuve que ir, pero tenía miedo de que Dios no me quisiera, considerando todo lo que había hecho. Mientras estaba en el confesionario pensé que me iba a morir. Tenía calor, no podía respirar y comencé a llorar. No sabía qué decir, estaba asustada de que el sacerdote me echara a patadas y llamara a la siguiente persona porque no sabía que oraciones rezar… solamente lloré.
Finalmente el sacerdote me dijo: “Tan sólo habla al Señor en tu corazón”. Bueno, eso era fácil y no podía hacerlo. Empecé a contarle todo lo que hice en mi niñez. Cuando terminé, el sacerdote se volvió hacia mí con lágrimas cayendo en sus mejillas y me abrazó. Era como si Cristo me estuviera abrazando… luego me dio la absolución. La parte dura de mi penitencia: Tenía que orar por toda la gente que me hubiera hecho daño, incluyéndome. De repente me encontré orando por todos lo que yo había odiado.
Quería amarles. Me sobresalté porque aún no quería a mi hermano ni a mi ex esposo, pero estaba deseando orar por ellos, y pedí al Señor que tocase sus corazones. No entendía lo que me pasaba, pero de repente me sentí digna de ser amada y llena de amor. Quería rezar y no podía recordar ninguna oración, por eso improvisé alguna. Tan sólo me quedé allí largo rato y agradecí al Señor por amarme, y por ayudarme a amarme a mí misma y a los demás de nuevo.
¡Alabado sea el Señor!, por darme una segunda oportunidad, y por nunca abandonarme. Le doy gracias todos los días por su amor y su misericordia en mi vida. Cada vez que pienso que no puedo perdonar a alguien, siempre me acuerdo cómo el Señor me ha perdonado y oro.
A la edad de ocho años, uno de mis hermanos empezó a molestarme sexualmente. Yo estaba confundida y no entendía qué era lo que me hacía. Él me dijo que no dijera nada a nadie o me mataría. Al principio, sólo me tocaba o me hacía fotografías. Con el tiempo, al pasar los años, se volvió extremadamente agresivo y me forzaba a tener relaciones sexuales con él. Yo lo odiaba y me sentía culpable, sucia y avergonzada.
No tenía con quien hablar y a nadie a quien acudir. Yo estaba llena de odio, cólera, falta de perdón, amargura y resentimiento. Me odiaba a mí misma, odiaba a Dios, odiaba a los sacerdotes, odiaba a la Iglesia, odiaba a mi familia ¡odiaba a todo el mundo! ¡Quería morir! Odiaba vivir y no veía ninguna razón para que mi vida continuara… era un asco, me sentía rechazada e inútil. Varias veces intenté suicidarme, pero cada vez me echaba atrás. Empecé a ensimismarme. Para escapar de mi vida y de mi dolor comencé a tomar drogas y a beber. Buscando amor y aceptación, al estar necesitada de alguien que me sostuviese en mi fracaso, me volví sexualmente activa.
Al principio de mis veinte me casé y mi pesadilla empeoró. Había deseado quedarme embarazada, pero me dijeron que nunca podría tener hijos porque mis trompas estaban irreparablemente dañadas. Mi marido comenzó a abusar de mí, verbal, física y sexualmente. Él mantuvo otras relaciones durante nuestro corto matrimonio… con el tiempo nos separamos. Fallé en el matrimonio y nunca podría tener hijos.
Me sentía muy sola… un día pasé varias horas llorando. Sentí una irresistible urgencia de ir a Misa. No había estado en Misa desde hacía años, y de repente necesité ir. Fui a Misa y luego sentí la necesidad de confesarme. Desde que era niña había dejado de ir. No podía creer que ahora me urgía confesarme… no creía en la confesión.
Tuve que ir, pero tenía miedo de que Dios no me quisiera, considerando todo lo que había hecho. Mientras estaba en el confesionario pensé que me iba a morir. Tenía calor, no podía respirar y comencé a llorar. No sabía qué decir, estaba asustada de que el sacerdote me echara a patadas y llamara a la siguiente persona porque no sabía que oraciones rezar… solamente lloré.
Finalmente el sacerdote me dijo: “Tan sólo habla al Señor en tu corazón”. Bueno, eso era fácil y no podía hacerlo. Empecé a contarle todo lo que hice en mi niñez. Cuando terminé, el sacerdote se volvió hacia mí con lágrimas cayendo en sus mejillas y me abrazó. Era como si Cristo me estuviera abrazando… luego me dio la absolución. La parte dura de mi penitencia: Tenía que orar por toda la gente que me hubiera hecho daño, incluyéndome. De repente me encontré orando por todos lo que yo había odiado.
Quería amarles. Me sobresalté porque aún no quería a mi hermano ni a mi ex esposo, pero estaba deseando orar por ellos, y pedí al Señor que tocase sus corazones. No entendía lo que me pasaba, pero de repente me sentí digna de ser amada y llena de amor. Quería rezar y no podía recordar ninguna oración, por eso improvisé alguna. Tan sólo me quedé allí largo rato y agradecí al Señor por amarme, y por ayudarme a amarme a mí misma y a los demás de nuevo.
¡Alabado sea el Señor!, por darme una segunda oportunidad, y por nunca abandonarme. Le doy gracias todos los días por su amor y su misericordia en mi vida. Cada vez que pienso que no puedo perdonar a alguien, siempre me acuerdo cómo el Señor me ha perdonado y oro.
Gracias Jesús – NN
Nota: Gracias a Dios encontraste un buen
sacerdote... porque, no todos son buenos. Creo, sinceramente que el que te
escuchó fue el mismo Jesús.
Una pequeña aclaración que no justifica el caso
anterior: Muchas personas confunden la exploración sexual entre niños, que es
una situación natural. Viven atormentados por juegos normales que pasaron de
niños y se sienten culpables. Pues les digo que, eso que pasaron no es pecado y
no merece una confesión; una criatura inocente no puede pecar. No tienen por
qué pensar que hicieron algo malo. Lo que pasa entre niños es sólo una
travesura de la naturaleza que los vuelve curiosos por saber cuál es la
diferencia entre el niño y la niña. Creo que me entienden ¿no? Ahora, si el
sentimiento de culpa es muy fuerte, vayan donde un sacerdote, confiesen su
falsa culpa, y van a escuchar lo mismo que les estoy poniendo en estas cortas
líneas. Ustedes no se imaginan las veces que yo jugué al papá y a la mamá desde
que estaba en el Jardín de la Infancia.... eso me sirvió para escribir lo que
ahora les estoy diciendo.
Un pequeño testimonio: Me encontré con dos amigas
de la infancia, que no veía desde hace 16 años en las Plaza Mayor de Huacho...
niñas con las que había jugado... les pregunté si recordaban sobre nuestra
relación en el Nido, y ellas contestaron... las dos: ¡NO! ¡NOS ACORDAMOS DE
NADA! ¿DESCEREBRADAS? ¡NO! Lo bonito hubiese sido que ¡Sí!, que recordaban y
que se mataran de risa.
No todo es pecado... uno convierte en pecado
cualquier cosa que es natural y permitido por Dios. Y pensar que hay muchos que
se confiesan de las cosas que hicieron en su niñez. Ya me imagino cómo se debe
de reír el sacerdote.
Los niños nunca pecan... lo que hacen es
completamente normal... ahí no hay pecado.
A varios de mi grupo he tenido que aclarar sus
ideas absurdas sobe el pecado... ahora están más tranquilos/las.
José
Miguel Pajares Clausen
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