El bien
de quienes viven los mandamientos construye las páginas más hermosas de la
historia humana.
El
argumento reaparece con cierta frecuencia: hay gente que hace cosas “malas”
porque existen normas equivocadas. Si quitamos las normas equivocadas, las
cosas irían mucho mejor.
Este modo de pensar surge, especialmente, ante los temas de la Iglesia. ¿Sale la noticia de que un personaje famoso se divorció? La culpa sería de la intransigencia de la Iglesia en la moral matrimonial. ¿Existen católicas que eliminan a sus hijos con el aborto y luego tienen complejos de culpa? No habría síndrome post-aborto si el Papa y los obispos aceptasen la realidad y permitiesen el aborto como un derecho para todos.
Son pocos, sin embargo, los que aplican estos razonamientos a otros ámbitos de la vida ética. Por ejemplo, casi nadie diría que hay ladrones porque existe el mandamiento de no robar, o que hay asesinos porque Dios le dijo a Moisés que está mal matar.
No podemos olvidar que una norma buena vale siempre, aunque existan quienes la violan. El robo, por lo tanto, siempre será delito, y no tiene sentido pedir que se supriman las normas antirrobo para solucionar el problema de los ladrones.
Con un poco de honestidad podemos reconocer que la existencia de normas no causa los delitos, y que los mandamientos de Dios no son el motivo de que existan pecados. Si algo está mal, el mandamiento simplemente lo reconoce. Si algo está bien, el mandamiento lo tutela y lo promueve.
Si una persona asume un compromiso bueno para la propia vida, como el que miles de auténticos enamorados dan el día de su matrimonio, tiene el deber de mantenerse fiel al mismo, si tiene un mínimo de dignidad, coherencia y honradez.
Por lo mismo, la infidelidad conyugal no se solucionará si se suprime el matrimonio monogámico y si se permite la poligamia. Ni los fraudes disminuirán si se cambia la ética que “manda” aportar dinero para el bien común, según un modo equitativo de distribuir costos entre los ciudadanos.
Por eso, cuando sale a la luz la noticia que muestra la debilidad de un ser humano, no tiene sentido decir: “quitemos esta norma, cancelemos este mandamiento, y así no se repetirá esta falta”.
Las normas basadas en una ética correcta valen siempre, también cuando existen miles de delincuentes, de infractores, de personas que no son capaces de ser fieles a sus promesas ni a la religión que dicen profesar.
Los mandamientos no son, por lo tanto, la causa de las flaquezas humanas. Son simplemente señales que indican cuál es el camino correcto. Seguir ese camino es lo propio de almas grandes y buenas.
Son muchas, digámoslo sin miedo, esas almas buenas, aunque no aparezcan en la prensa. Porque sigue en pie el dicho “el mal hace ruido, pero el bien es silencioso”. Pero el ruido queda sólo en eso, ruido que pasa. Mientras que el bien de quienes viven los mandamientos construye las páginas más hermosas de la historia humana.
Este modo de pensar surge, especialmente, ante los temas de la Iglesia. ¿Sale la noticia de que un personaje famoso se divorció? La culpa sería de la intransigencia de la Iglesia en la moral matrimonial. ¿Existen católicas que eliminan a sus hijos con el aborto y luego tienen complejos de culpa? No habría síndrome post-aborto si el Papa y los obispos aceptasen la realidad y permitiesen el aborto como un derecho para todos.
Son pocos, sin embargo, los que aplican estos razonamientos a otros ámbitos de la vida ética. Por ejemplo, casi nadie diría que hay ladrones porque existe el mandamiento de no robar, o que hay asesinos porque Dios le dijo a Moisés que está mal matar.
No podemos olvidar que una norma buena vale siempre, aunque existan quienes la violan. El robo, por lo tanto, siempre será delito, y no tiene sentido pedir que se supriman las normas antirrobo para solucionar el problema de los ladrones.
Con un poco de honestidad podemos reconocer que la existencia de normas no causa los delitos, y que los mandamientos de Dios no son el motivo de que existan pecados. Si algo está mal, el mandamiento simplemente lo reconoce. Si algo está bien, el mandamiento lo tutela y lo promueve.
Si una persona asume un compromiso bueno para la propia vida, como el que miles de auténticos enamorados dan el día de su matrimonio, tiene el deber de mantenerse fiel al mismo, si tiene un mínimo de dignidad, coherencia y honradez.
Por lo mismo, la infidelidad conyugal no se solucionará si se suprime el matrimonio monogámico y si se permite la poligamia. Ni los fraudes disminuirán si se cambia la ética que “manda” aportar dinero para el bien común, según un modo equitativo de distribuir costos entre los ciudadanos.
Por eso, cuando sale a la luz la noticia que muestra la debilidad de un ser humano, no tiene sentido decir: “quitemos esta norma, cancelemos este mandamiento, y así no se repetirá esta falta”.
Las normas basadas en una ética correcta valen siempre, también cuando existen miles de delincuentes, de infractores, de personas que no son capaces de ser fieles a sus promesas ni a la religión que dicen profesar.
Los mandamientos no son, por lo tanto, la causa de las flaquezas humanas. Son simplemente señales que indican cuál es el camino correcto. Seguir ese camino es lo propio de almas grandes y buenas.
Son muchas, digámoslo sin miedo, esas almas buenas, aunque no aparezcan en la prensa. Porque sigue en pie el dicho “el mal hace ruido, pero el bien es silencioso”. Pero el ruido queda sólo en eso, ruido que pasa. Mientras que el bien de quienes viven los mandamientos construye las páginas más hermosas de la historia humana.
Autor: P.
Fernando Pascual
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