San Benito es el fundador de la vida monástica en el Occidente de Europa. Con su ejemplo de vida dedicada a la oración, trabajo y estudio en comunidad dio estabilidad a Europa en un tiempo desordenado a través de los monasterios. Por ello es el patrono principal de Europa. Además es el creador de la Regla de los monjes.
Si
atendemos a la enorme influencia ejercida en Europa por los seguidores de San
Benito, es desalentador comprobar que no tenemos biografías contemporáneas del
padre del monasticismo occidental. Lo poco que conocemos acerca de sus primeros
años, proviene de los Diálogos de San Gregorio, quien no proporciona una
historia completa, sino solamente una serie de escenas para ilustrar los
milagrosos incidentes de su carrera.
INFANCIA Y JUVENTUD DE BENITO DE
NURSIA
Benito
nació y creció en la noble familia Anicia, en el antiguo pueblo de Sabino en
Nurcia, en la Umbría en el año 480. Esta región de Italia es quizás la que mas
santos ha dado a la Iglesia. Cuatro años antes de su nacimiento, el bárbaro rey
de los Hérculos mató al último emperador romano poniendo fin a siglos de
dominio de Roma sobre todo el mundo civilizado. Ante aquella crisis, Dios tenía
planes para que la fe cristiana y la cultura no se apagasen ante aquella
crisis. San Benito sería el que comienza el monasticismo en occidente. Los
monasterios se convertirán en centros de fe y cultura.
De su
hermana gemela, Escolástica, leemos que desde su infancia se había consagrado a
Dios, pero no volvemos a saber nada de ella hasta el final de la vida de su
hermano. Él fue enviado a Roma para su “educación liberal”, acompañado de una
“nodriza”, que había de ser, probablemente, su ama de casa. Tenía entonces
entre 13 y 15 años, o quizá un poco más. Invadido por los paganos de las tribus
arias, el mundo civilizado parecía declinar rápidamente hacia la barbarie,
durante los últimos años del siglo V: la Iglesia estaba agrietada por los
cismas, ciudades y países desolados por la guerra y el pillaje, vergonzosos
pecados campeaban tanto entre cristianos como entre gentiles y se ha hecho
notar que no existía un solo soberano o legislador que no fuera ateo, pagano o
hereje. En las escuelas y en los colegios, los jóvenes imitaban los vicios de
sus mayores y Benito, asqueado por la vida licenciosa de sus compañeros y
temiendo llegar a contaminarse con su ejemplo, decidió abandonar Roma. Se fugó,
sin que nadie lo supiera, excepto su nodriza, que lo acompañó. Existe una
considerable diferencia de opinión en lo que respecta a la edad en que abandonó
la ciudad, pero puede haber sido aproximadamente a los veinte años. Se
dirigieron al poblado de Enfide, en las montañas, a treinta millas de Roma. No
sabemos cuánto duró su estancia, pero fue suficiente para capacitarlo a
determinar su siguiente paso. Pronto se dio cuenta de que no era suficiente
haberse retirado de las tentaciones de Roma; Dios lo llamaba para ser un
ermitaño y para abandonar el mundo y, en el pueblo lo mismo que en la ciudad,
el joven no podía llevar una vida escondida, especialmente después de haber restaurado
milagrosamente un objeto de barro que su nodriza había pedido prestado y
accidentalmente roto.
En busca
de completa soledad, Benito partió una vez más, solo, para remontar las colinas
hasta que llegó a un lugar conocido como Subiaco (llamado así por el lago
artificial formado en tiempos de Claudio, gracias a la represión de las aguas
del Anio). En esta región rocosa y agreste se encontró con un monje llamado
Romano, al que abrió su corazón, explicándole su intención de llevar la vida de
un ermitaño. Romano mismo vivía en un monasterio a corta distancia de ahí; con
gran celo sirvió al joven, vistiéndolo con un hábito de piel y conduciéndolo a
una cueva en una montaña rematada por una roca alta de la que no podía
descenderse y cuyo ascenso era peligroso, tanto por los precipicios como por
los tupidos bosques y malezas que la circundaban. En la desolada caverna,
Benito pasó los siguientes tres años de su vida, ignorado por todos, menos por
Romano, quien guardó su secreto y diariamente llevaba pan al joven recluso,
quien lo subía en un canastillo que izaba mediante una cuerda. San Gregorio
dice que el primer forastero que encontró el camino hacia la cueva fue un
sacerdote quien, mientras preparaba su comida un domingo de Resurrección, oyó
una voz que le decía: “Estás preparándote un delicioso platillo, mientras mi
siervo Benito padece hambre”. El sacerdote, inmediatamente, se puso a buscar al
ermitaño, al que encontró al fin con gran dificultad. Después de haber
conversado durante un tiempo sobre Dios y las cosas celestiales, el sacerdote
lo invitó a comer, diciéndole que era el día de Pascua, en el que no hay razón
para ayunar. Benito, quien sin duda había perdido el sentido del tiempo y
ciertamente no tenía medios de calcular los ciclos lunares, repuso que no sabía
que era el día de tan grande solemnidad. Comieron juntos y el sacerdote volvió
a casa. Poco tiempo después, el santo fue descubierto por algunos pastores,
quienes al principio lo tomaron por un animal salvaje, porque estaba cubierto
con una piel 9de bestia y porque no se imaginaban que un ser humano viviera
entre las rocas. Cuando descubrieron que se trataba de un siervo de Dios,
quedaron gratamente impresionados y sacaron algún fruto de sus enseñanzas. A
partir de ese momento, empezó a ser conocido y mucha gente lo visitaba,
proveyéndolo de alimentos y recibiendo de él instrucciones y consejos.
Aunque
vivía apartado del mundo, San Benito, como los padres del desierto, tuvo que
padecer las tentaciones de la carne y del demonio, algunas de las cuales han
sido descritas por San Gregorio. “Cierto día, cuando estaba solo, se presentó
el tentador. Un pequeño pájaro negro, vulgarmente llamado mirlo, empezó a volar
alrededor de su cabeza y se le acercó tanto que, si hubiese querido, habría
podido cogerlo con la mano, pero al hacer la señal de la cruz el pájaro se
alejó. Una violenta tentación carnal, como nunca antes había experimentado,
siguió después. El espíritu maligno le puso ante su imaginación el recuerdo de
cierta mujer que él había visto hacía tiempo, e inflamó su corazón con un deseo
tan vehemente, que tuvo una gran dificultad para reprimirlo. Casi vencido,
pensó en abandonar la soledad; de repente, sin embargo, ayudado por la gracia
divina, encontró la fuerza que necesitaba y, viendo cerca de ahí un tupido
matorral de espinas y zarzas, se quitó sus vestiduras y se arrojó entre ellos.
Ahí se revolcó hasta que todo su cuerpo quedó lastimado. Así, mediante aquellas
heridas corporales, curó las heridas de su alma”, y nunca volvió a verse
turbado en aquella forma.
En
Vicovaro, en Tívoli y en Subiaco, sobre la cumbre de un farallón que domina
Anio, residía por aquel tiempo una comunidad de monjes, cuyo abad había muerto
y por lo tanto decidieron pedir a San Benito que tomara su lugar. Al principio
rehusó, asegurando a la delegación que había venido a visitarle que sus modos
de vida no coincidían –quizá él había oído hablar de ellos–. Sin embargo, los
monjes le importunaron tanto, que acabó por ceder y regresó con ellos para
hacerse cargo del gobierno. Pronto se puso en evidencia que sus estrictas
nociones de disciplina monástica no se ajustaban a ellos, porque quería que
todos vivieran en celdas horadadas en las rocas y, a fin de deshacerse de él,
llegaron hasta poner veneno en su vino. Cuando hizo el signo de la cruz sobre
el vaso, como era su costumbre, éste se rompió en pedazos como si una piedra
hubiera caído sobre él. “Dios os perdone, hermanos”, dijo el abad con tristeza.
“¿Por qué habéis maquinado esta perversa acción contra mí? ¿No os dije que mis costumbres
no estaban de acuerdo con las vuestras? Id y encontrad un abad a vuestro gusto,
porque después de esto yo no puedo quedarme por más tiempo entre vosotros”. El
mismo día retornó a Subiaco, no para llevar por más tiempo una vida de retiro,
sino con el propósito de empezar la gran obra para la que Dios lo había
preparado durante estos años de vida oculta.
Empezaron
a reunirse a su alrededor los discípulos atraídos por su santidad y por sus
poderes milagrosos, tanto seglares que huían del mundo, como solitarios que
vivían en las montañas. San Benito se encontró en posición de empezar aquel
gran plan, quizás revelado a él en la retirada cueva, de “reunir en aquel
lugar, como en un aprisco del Señor, a muchas y diferentes familias de santos
monjes dispersos en varios monasterios y regiones, a fin de hacer de ellos un
sólo rebaño según su propio corazón, para unirlos más y ligarlos con los
fraternales lazos, en una casa de Dios bajo una observancia regular y en
permanente alabanza al nombre de Dios”. Por lo tanto, colocó a todos los que
querían obedecerle en los doce monasterios hechos de madera, cada uno con su
prior. El tenía la suprema dirección sobre todos, desde donde vivía con algunos
monjes escogidos, a los que deseaba formar con especial cuidado. Hasta ahí, no
tenía escrita una regla propia, pero según un antiguo documento, los monjes de
los doce monasterios aprendieron la vida religiosa, “siguiendo no una regla
escrita, sino solamente el ejemplo de los actos de San Benito”. Romanos y
bárbaros, ricos y pobres, se ponían a disposición del santo, quien no hacía
distinción de categoría social o nacionalidad. Después de un tiempo, los padres
venían para confiarles a sus hijos a fin de que fueran educados y preparados
para la vida monástica. San Gregorio nos habla de dos nobles romanos, Tértulo,
el patricio y Equitius, quienes trajeron a sus hijos, Plácido, de siete años y
Mauro de doce, y dedica varias páginas a estos jóvenes novicios. (Véase San
Mauro, 15 de enero y San Plácido, 5 de octubre).
En
contraste con estos aristocráticos jóvenes romanos, San Gregorio habla de un
rudo e inculto godo que acudió a San Benito, fue recibido con alegría y vistió
el hábito monástico. Enviado con una hoz para que quitara las tupidas malezas
del terreno desde donde se dominaba el lago, trabajó tan vigorosamente, que la
cuchilla de la hoz se salió del mango y desapareció en el lago. El pobre hombre
estaba abrumado de tristeza, pero tan pronto como San Benito tuvo conocimiento
del accidente, condujo al culpable a la orilla de las aguas, le arrebató el
mango y lo arrojó al lago. Inmediatamente, desde el fondo, surgió la cuchilla
de hierro y se ajustó automáticamente al mango. El abad devolvió la
herramienta, diciendo: “¡Toma! Prosigue tu trabajo y no te preocupes”. No fue
el menor de los milagros que San Benito hizo para acabar con el arraigado
prejuicio contra el trabajo manual, considerado como degradante y servil. Creía
que el trabajo no solamente dignificaba, sino que conducía a la santidad y, por
lo tanto, lo hizo obligatorio para todos los que ingresaban a su comunidad,
nobles y plebeyos por igual. No sabemos cuánto tiempo permaneció el santo en
Subiaco, pero fue lo suficiente para establecer su monasterio sobre una base
firme y fuerte. Su partida fue repentina y parece haber sido impremeditada.
Vivía en las cercanías un indigno sacerdote llamado Florencio quien, viendo el
éxito que alcanzaba San Benito y la gran cantidad de gente que se reunía en
torno suyo, sintió envidia y trató de arruinarlo. Pero como fracasó en todas sus
tentativas para desprestigiarlo mediante la calumnia y para matarlo con un
pastel envenenado que le envió (que según San Gregorio fue arrebatado
milagrosamente por un cuervo), trató de seducir a sus monjes, introduciendo una
mujer de mala vida en el convento. El abad, dándose perfecta cuenta de que los
malvados planes de Florencio estaban dirigidos contra él personalmente,
resolvió abandonar Subiaco por miedo de que las almas de sus hijos espirituales
continuaran siendo asaltadas y puestas en peligro. Dejando todas sus cosas en
orden, se encaminó desde Subiaco al territorio de Monte Cassino. Es esta una
colina solitaria en los límites de Campania, que domina por tres lados
estrechos valles que corren hacia las montañas y, por el cuarto, hasta el
Mediterráneo, una planicie ondulante que fue alguna vez rica y fértil, pero
que, carente de cultivos por las repetidas irrupciones de los bárbaros, se
había convertido en pantanosa y malsana. La población de Monte Cassino, en otro
tiempo lugar importante, había sido aniquilada por los godos y los pocos
habitantes que quedaban, habían vuelto al paganismo o mejor dicho, nunca lo
habían dejado. Estaban acostumbrados a ofrecer sacrificios en un templo
dedicado a Apolo, sobre la cuesta del monte. Después de cuarenta días de ayuno,
el santo se dedicó, en primer lugar, a predicar a la gente y a llevarla a
Cristo. Sus curaciones y milagros obtuvieron muchos conversos, con cuya ayuda
procedió a destruir el templo, su ídolo y su bosque sagrado. Sobre las ruinas
del templo, construyó dos capillas y alrededor de estos santuarios se levantó,
poco a poco, el gran edificio que estaba destinado a convertirse en la más
famosa abadía que el mundo haya conocido. Los cimientos de este edificio
parecen haber sido echados por San Benito, alrededor del año 530. De ahí partió
la influencia que iba a jugar un papel tan importante en la cristianización y
civilización de la Europa post-romana. No fue solamente un museo eclesiástico
lo que se destruyó durante la segunda Guerra Mundial, cuando se bombardeó Monte
Cassino.
Es
probable que Benito, de edad madura, en aquel entonces, pasara nuevamente algún
tiempo como ermitaño; pero sus discípulos pronto acudieron también a Monte
Cassino. Aleccionado sin duda por su experiencia en Sabiaco, no los mandó a
casas separadas, sino que los colocó juntos en un edificio gobernado por un
prior y decanos, bajo su supervisión general. Casi inmediatamente después, se
hizo necesario añadir cuartos para huéspedes, porque Monte Cassino, a
diferencia de Subiaco, era fácilmente accesible desde Roma y Cápua. No
solamente los laicos, sino también los dignatarios de la Iglesia iban para
cambiar impresiones con el fundador, cuya reputación de santidad, sabiduría y
milagros habíase extendido por todas partes. Tal vez fue durante ese período
cuando comenzó su “Regla”, de la que San Gregorio dice que da a entender “todo
su método de vida y disciplina, porque no es posible que el santo hombre
pudiera enseñar algo distinto de lo que practicaba”. Aunque primordialmente la
regla está dirigida a los monjes de Monte Cassino, como señala el abad Chapman,
parece que hay alguna razón para creer que fue escrita para todos los monjes
del occidente, según deseos del Papa San Hormisdas. Está dirigida a todos
aquellos que, renunciando a su propia voluntad, tomen sobre sí “la fuerte y
brillante armadura de la obediencia para luchar bajo las banderas de Cristo,
nuestro verdadero Rey”, y prescribe una vida de oración litúrgica, estudio,
(“lectura sacra”) y trabajo llevado socialmente, en una comunidad y bajo un
padre común. Entonces y durante mucho tiempo después, sólo en raras ocasiones
un monje recibía las órdenes sagradas y no existe evidencia de que el mismo San
Benito haya sido alguna vez sacerdote. Pensó en proporcionar “una escuela para
el servicio del Señor”, proyectada para principiantes, por lo que el ascetismo
de la regla es notablemente moderado. No se alentaban austeridades anormales ni
escogidas por uno mismo y, cuando un ermitaño que ocupaba una cueva cerca de
Monte Cassino encadenó sus pies a la roca, San Benito le envió un mensaje que
decía: “Si eres verdaderamente un siervo de Dios, no te encadenes con hierro,
sino con la cadena de Cristo”. La gran visión en la que Benito contempló, como
en un rayo de sol, a todo el mundo alumbrado por la luz de Dios, resume la
inspiración de su vida y de su regla. El santo abad, lejos de limitar sus
servicios a los que querían seguir su regla, extendió sus cuidados a la
población de las regiones vecinas: curaba a los enfermos, consolaba a los tristes,
distribuía limosnas y alimentó a los pobres y se dice que en más de una ocasión
resucitó a los muertos. Cuando la Campania sufría un hambre terrible, donó
todas las provisiones de la abadía, con excepción de cinco panes. “No tenéis
bastante ahora”, dijo a sus monjes, notando su consternación, “pero mañana
tendréis de sobra”. A la mañana siguiente, doscientos sacos de harina fueron
depositados por manos desconocidas en la puerta del monasterio. Otros ejemplos
se han proporcionado para ilustrar el poder profético de San Benito, al que se
añadía el don de leer los pensamientos de los hombres. Un noble al que
convirtió, lo encontró cierta vez llorando e inquirió la causa de su pena. El
abad repuso: “este monasterio que yo he construido y todo lo que he preparado
para mis hermanos, ha sido entregado a los gentiles por un designio del
Todopoderoso. Con dificultad he logrado obtener misericordia para sus vidas”.
La profecía se cumplió cuarenta años después, cuando la abadía de Monte Cassino
fue destruida por los lombardos.
Cuando el
godo Totila avanzaba trinfante a través del centro de Italia, concibió el deseo
de visitar a San Benito, porque había oído hablar mucho de él. Por lo tanto,
envió aviso de su llegada al abad, quien accedió a verlo. Para descubrir si en
realidad el santo poseía los poderes que se le atribuían, Totila ordenó que se
le dieran a Riggo, capitán de su guardia, sus propias ropas de púrpura y lo
envió a Monte Cassino con tres condes que acostumbraban asistirlo. La
suplantación no engañó a San Benito, quien saludó a Riggo con estas palabras:
“hijo mío, quítate las ropas que vistes; no son tuyas”. Su visitante se
apresuró a partir para informar a su amo que había sido descubierto. Entonces,
Totila, fue en persona hacia el hombre de Dios y, se dice que se atemorizó
tanto, que cayó postrado. Pero Benito lo levantó del suelo, le recriminó por
sus malas acciones y le predijo, en pocas palabras, todas las cosas que le
sucederían. Al punto, el rey imploró sus oraciones y partió, pero desde aquella
ocasión fue menos cruel. Esta entrevista tuvo lugar en 542 y San Benito
difícilmente pudo vivir lo suficiente para ver el cumplimiento total de su
propia profecía.
ANUNCIA SU MUERTE
El santo
que había vaticinado tantas cosas a otros, fue advertido con anterioridad
acerca de su próxima muerte. Lo notificó a sus discípulos y, seis días antes
del fin, les pidió que cavaran su tumba. Tan pronto como estuvo hecha fue
atacado por la fiebre. El 21 de marzo del año 543, durante las ceremonias del
Jueves Santo, recibió la Eucaristía. Después, junto a sus monjes, murmuró unas
pocas palabras de oración y murió de pie en la capilla, con las manos
levantadas al cielo. Sus últimas palabras fueron: “Hay que tener un deseo
inmenso de ir al cielo”. Fue enterrado junto a Santa Escolástica, su hermana,
en el sitio donde antes se levantaba el altar de Apolo, que él había destruido.
Dos de
sus monjes estaban lejos de allí rezando, y de pronto vieron una luz
esplendorosa que subía hacia los cielos y exclamaron: “Seguramente es nuestro Padre
Benito, que ha volado a la eternidad”. Era el momento preciso en el que moría
el santo.
Que Dios
nos envíe muchos maestros como San Benito, y que nosotros también amemos con
todo el corazón a Jesús.
En 1964
Pablo VI declara a san Benito patrono principal de Europa.
LA SANTA REGLA
Inspirado
por Dios, San Benito escribió un Reglamento para sus monjes que llamó “La Santa
Regla” y que ha sido inspiración para los reglamentos de muchas comunidades
religiosas monásticas. Muchos laicos también se comprometen a vivir los
aspectos esenciales de esta regla, adaptada a las condiciones de la vocación
laica.
La
síntesis de la Regla es la frase “Ora et labora” (reza y trabaja), es decir, la
vida del monje ha de ser de contemplación y de acción, como nos enseña el Evangelio.
ALGUNAS RECOMENDACIONES DE SAN
BENITO:
La
primera virtud que necesita un religioso (después de la caridad) es la
humildad.
La casa
de Dios es para rezar y no para charlar.
Todo
superior debe esforzarse por ser amable como un padre bondadoso.
El ecónomo
o el que administra el dinero no debe humillar a nadie.
Cada uno
debe esforzarse por ser exquisito y agradable en su trato
Cada
comunidad debe ser como una buena familia donde todos se aman
Evite
cada individuo todo lo que sea vulgar. Recuerde lo que decía San Ambrosio:
“Portarse con nobleza es una gran virtud”.
El
verdadero monje debía ser “no soberbio, no violento, no comilón, no dormilón,
no perezoso, no murmurador, no denigrador… sino casto, manso, celoso, humilde,
obediente”.
MILAGROS DE SAN BENITO.
He aquí
algunos de los muchos milagros relatados por San Gregorio, en su biografía de
San Benito
EL MUCHACHO QUE NO SABÍA NADAR. El joven Plácido cayó en un profundo lago y se
estaba ahogando. San Benito mandó a su discípulo preferido Mauro: “Láncese al
agua y sálvelo”. Mauro se lanzó enseguida y logró sacarlo sano y salvo hasta la
orilla. Y al salir del profundo lago se acordó de que había logrado atravesar
esas aguas sin saber nadar. La obediencia al santo le había permitido hacer aquel
salvamento milagroso.
EL EDIFICIO QUE SE CAE. Estando construyendo el monasterio, se vino abajo
una enorme pared y sepultó a uno de los discípulos de San Benito. Este se puso
a rezar y mandó a los otros monjes que removieran los escombros, y debajo de
todo apareció el monje sepultado, sano y sin heridas, como si hubiera
simplemente despertado de un sueño.
LA PIEDRA QUE NO SE MOVÍA. Estaban sus religiosos constructores tratando de
quitar una inmensa piedra, pero esta no se dejaba ni siquiera mover un centímetro.
Entonces el santo le envió una bendición, y enseguida la pudieron remover de
allí como si no pesara nada. Por eso desde hace siglos cuando la gente tiene
algún grave problema en su casa que no logra alejar, consigue una medalla de
San Benito y le reza con fe, y obtiene prodigios. Es que este varó de Dios
tiene mucho influjo ante Nuestro Señor.
PANES QUE SE MULTIPLICAN. Muertes anunciadas. Un día exclamó: “Se murió mi
amigo el obispo de Cápua, porque vi que subía al cielo un bello globo
luminoso”. Al día siguiente vinieron a traer la noticia de la muerte del
obispo. Otro día vió que salía volando hacia el cielo una blanquísima paloma y
exclamó: Seguramente se murió mi hermana Escolástica”. Los monjes fueron a
averiguar, y sí, en efecto acababa de morir tan santa mujer. El, que había
anunciado la muerte de otros, supo también que se aproximaba su propia muerte y
mandó a unos religiosos a excavar……..
BIBLIOGRAFÍA
Butler;
Vida de los Santos
Sálesman,
P. Eliécer, “Vidas de los Santos”
Sgarbossa,
Mario; Giovannini, Luigi, “Un santo para cada día”
LA MEDALLA DE SAN BENITO
La
medalla de San Benito es un sacramental reconocido por la Iglesia con gran
poder de exorcismo. Como todo sacramental, su poder está no en si misma sino en
Cristo quien lo otorga a la Iglesia y por la fervorosa disposición de quién usa
la medalla.
DESCRIPCIÓN
DE LA MEDALLA:
En el
frente de la medalla aparece San Benito con la Cruz en una mano y el libro de
las Reglas en la otra mano, con la oración: “A la hora de nuestra muerte seamos
protegidos por su presencia”. (Oración de la Buena Muerte).
El
reverso muestra la cruz de San Benito con las letras:
C.S.P.B.:
“Santa Cruz del Padre Benito”
C.S.S.M.L.
: “La santa Cruz sea mi luz” (crucero vertical de la cruz)
N.D.S.M.D.:
“y que el Dragón no sea mi guía.” (crucero horizontal)
En
círculo, comenzando por arriba hacia la derecha:
V.R.S.
“Abajo contigo Satanás”
N.S.M.V.
“para de atraerme con tus mentiras”
S.M.Q.L.
“Venenosa es tu carnada”
I.V.B.
“Trágatela tu mismo”.
PAX “Paz”
BENDICIÓN DE LA MEDALLA DE SAN
BENITO
(deber
ser por hecha por un sacerdote)
Exorcismo
de la medalla
-Nuestra
ayuda nos viene del Señor
-Que hizo
el cielo y la tierra.
Te
ordeno, espíritu del mal, que abandones esta medalla, en el nombre de Dios
Padre Omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos
se contiene.
Que
desaparezcan y se alejen de esta medalla toda la fuerza del adversario, todo el
poder del diablo, todos los ataques e ilusiones de satanás, a fin de que todos
los que la usaren gocen de la salud de alma y cuerpo.
En el
nombre del Padre Omnipotente y de su Hijo, nuestro Señor, y del Espíritu Santo
Paráclito, y por la caridad de Jesucristo, que ha de venir a juzgar a los vivos
y a los muertos y al mundo por el fuego.
Bendición
-Señor,
escucha mi oración
-Y llegue
a tí mi clamor
OREMOS:
Dios
omnipotente, dador de todos los bienes, te suplicamos humildemente que por la
intercesión de nuestro Padre San Benito, infundas tu bendición sobre esta
sagrada medalla, a fin de que quien la lleve, dedicándose a las buenas obras,
merezca conseguir la salud del alma y del cuerpo, la gracia de la
santificación, y todas la indulgencias que se nos otorgan, y que por la ayuda
de tu misericordia se esfuerce en evitar la acechanzas y engaños del diablo, y
merezca aparecer santo y limpio en tu presencia.
Te lo
pedimos por Cristo, nuestro Señor.
Amén
INDULGENCIAS
El 12 de
marzo de 1742 el Papa Benedicto XIV otorgó indulgencia plenaria a la medalla de
San Benito si la persona se confiesa, recibe la Eucaristía, ora por el Santo
Padre en las grandes fiestas y durante esa semana reza el santo rosario, visita
a los enfermos, ayuda a los pobres, enseña la Fe o participa en la Santa Misa.
Las grandes fiestas son Navidad, Epifanía, Pascua de Resurrección, Ascensión,
Pentecostés, la Santísima Trinidad, Corpus Christi, La Asunción, La Inmaculada
Concepción, el nacimiento de María, todos los Santos y fiesta de San Benito.
NÚMERO DE
INDULGENCIAS PARCIALES: POR EJEMPLO:
1) 200
días de indulgencia, si uno visita una semana a los enfermos o visita la
Iglesia o enseña a los niños la Fe.
2) 7 años
de indulgencia, si uno celebra la Santa Misa o esta presente, y ora por el
bienestar de los cristianos, o reza por sus gobernantes.
3) 7 años
si uno acompaña a los enfermos en el día de todos los Santos.
4) 100
días si uno hace una oración antes de la Santa Misa o antes de recibir la
sagrada Comunión.
5)
Cualquiera que por cuenta propia por su consejo o ejemplo convierta a un
pecador, obtiene la remisión de la tercera parte de sus pecados.
6)
Cualquiera que el Jueves Santo o el día de Resurrección, después de una buena
confesión y de recibir la Eucaristía, rece por la exaltación de la Iglesia, por
las necesidades del Santo Padre, ganará las indulgencias que necesita.
7) Cualquiera
que rece por la exaltación de la Orden Benedictina, recibirá una porción de
todas las buenas obras que realiza esta Orden.
Quienes
lleven la medalla de San Benito a la hora de la muerte serán protegidos siempre
que se encomienden al Padre, se confiesen y reciban la comunión o al menos
invoquen el nombre de Jesús con profundo arrepentimiento.
EL CRUCIFIJO CON MEDALLA DE SAN
BENITO
El
Crucifijo de la Buena Muerte y la Medalla de San Benito han sido reconocidos
por la Iglesia como una ayuda para el cristiano en la hora de tentación,
peligro, mal, principalmente en la hora de la muerte. Le ha dado al Crucifijo
con la medalla Indulgencia Plenaria.
La
indulgencia plenaria de la Cruz de la Buena Muerte, quien realmente crea en la
santa Cruz, no será apartado de Él, ganará indulgencia plenaria en la hora de
la muerte. Si este se confiesa, recibe la Comunión o por lo menos con el
arrepentimiento previo de sus pecados, llamando el Santo nombre de Jesús con
devoción y aceptando resignadamente la muerte como venida de las manos de Dios.
Para la indulgencia no basta la Cruz, debe representarse a Cristo crucificado.
Esta cruz también ayuda a los enfermos para unir nuestros sufrimientos a los de
Nuestro Salvador.
NOTA
– PUEDES SOLICITAR AL CRUZ-MEDALLA DE SAN BENITO EN NUESTRAS REUNIONES DE
SANACION DE TODOS LOS VIERNES A LAS 8 PM EN AV. IGNACIO MERINO 1776 – LINCE –
LIMA-PERU – CELULAR 9-9718-6681 CLARO – 9-8027-5690 MOVISTAR – HNO. JOSÉ
No hay comentarios:
Publicar un comentario