Cuantas veces en la Iglesia pecamos de querer mezclar odres viejos y
odres nuevos a la hora de echar vino nuevo, y repetidamente se comprueba
que así no funcionan las cosas.
Como bien dice Jesús se trata de conservar los dos odres, y
de no romperlos, y cuando intentamos hacer equilibrios imposibles la cosa no
funciona por pura fuerza de gravedad espiritual.
Por eso crece en mí la reflexión
siguiente: la esperanza de la Iglesia no está en la gente que se encuentra
ahora mismo en la Iglesia, sino en quienes
han de llegar a ella mediante la predicación y el primer anuncio.
Convertir a un cristiano viejo a
la nueva evangelización es una tarea ardua, más difícil que convertir a un no creyente al cristianismo.
Obviamente Dios sabe bien lo que
hace, y suscita personas y carismas adecuados a cada momento.
Pero si nos fijamos bien en la historia de la Iglesia, muy raramente utiliza a una persona que lleva treinta años en letargo para llevar a cabo sus planes de reforma. Más bien inspira personas, de todas las edades, que se caracterizan por tener una cosa en común: fueron llamados cuando aún podían escuchar y estaban frescos.
Nuestra iglesia actual muchas
veces es un letargo y un ritornello donde vivimos de lo que se hacía hace tres
décadas e insistimos en mantener
prácticas pastorales cuya infecundidad nos está diciendo a gritos que no
funcionan.
De la misma manera que en el
grupo de los doce había apóstoles de todas las edades, pero no había ningún
“profesional” del cristianismo entre ellos, por lo que Jesús empezó desde cero
con ellos, a la hora de conceptuar la
evangelización deberíamos entender que Dios necesita gente fresca, con
la que pueda trabajar, y para eso no necesariamente llama a los más santos sino
a los más modelables y dispuestos.
Y estar dispuesto no significa
levantar la mano y decir me apunto cuando piden voluntarios para salir a
evangelizar. No basta con estar dispuesto afectivamente para recibir una misión
del Señor, como le pasó al de Gerasa, hace
falta tener la disposición humana en forma de aptitud.
Cuando pienso en gente como San
Pablo o San Agustín no puedo evitar
notar que Dios elige según cualidades humanas, que al fin y al cabo las
ha hecho él, por lo que escoge gente no sólo dispuesta, sino también apta para
la misión, por más que como San Ignacio dice seamos puro impedimento.
De hecho en casos como el de
Loyola se puede ver que si bien lo suyo no eran las letras ni el latín tan
apreciado en la época para ser cura, era
un genio militar capaz de crear una compañía de soldados para Jesús que
es lo que la Iglesia necesitaba en el momento.
Y si de ser aptos para la misión
se trata, entonces en la Iglesia
deberíamos empezar a hacer matemáticas de la Nueva Evangelización y
pedir por que Dios envíe a los nuevos evangelizadores en vez de insistir en
hacer con los viejos lo nuevo.
Como dice Miguel Angel Marzán, los que han creado el problema no pueden
ser la solución.
Un ejemplo muy claro es el trabajo de pastoral de juventud. Es
una constatación que hoy en día los jóvenes no están en la Iglesia, y es pura
matemática entender que a los jóvenes se les evangeliza de igual a igual. Si yo
ya no tengo la edad para ser un igual de ellos, entonces tendrán que llegar
otros que sí la tengan para que puedan ganarlos para el Evangelio.
Esas son las matemáticas de la
Nueva Evangelización, que requieren de
trabajadores nuevos para una situación nueva.
Por más que duela reconocerlo muchas de nuestras estructuras pastorales son
callejones sin salida caducos, llenos de personas de todas las edades
que ya están demasiado acostumbradas a una manera de hacer las cosas como para
cambiar de la noche a la mañana.
Y ojo, no hablo sólo de los más
veteranos que suelen ser mayoría en las parroquias; se puede ser viejo, rancio
y apolillado a los veinte y a los treinta.
Y si queremos emprender una acción seria de renovación, ya sea en
una comunidad, una parroquia o alguna entidad mayor, hay que apostar por
personas modelables y con capacidad de escucha, entendimiento de la propuesta y
adaptación.
Normalmente esa es la descripción de un joven,
alguien que todavía puede aprender, puede cambiar, puede ser modelado. También
es la descripción de un converso, que viene a ser un nuevo nacido a la fe.
Me gustaría que los lectores me
dijeran si hay muchos santos reformadores que hayan sido llamados a cambiar las
cosas radicalmente a partir de los cuarenta años.
San
Francisco de Asís fue llamado de joven, con apenas
veintidós años, San Ignacio
empezaba la treintena cuando se convirtió, al igual que San Agustín de treinta y un años. Son tres ejemplos de gente
llamada “desde cero” a hacer una reforma radical que los propios de dentro no
eran capaces de articular.
Por supuesto no es una regla
absoluta, cuántas veces vemos como alguien en la Iglesia recibe una nueva
gracia, una nueva misión, incluso un nuevo nombre aparejado a una vocación. Qué mejor ejemplo que el papa Francisco
quien ha ganado una altura de gigante y una nueva misión cuando ya estaba
pensando en la jubilación.
Pero incluso aún cuando Dios
llama a gente que ya está dentro suele ser en un tiempo y un momento donde se
dan unas condiciones de juventud y modulabilidad. Por ejemplo la madre Teresa recibió en 1946, a los 36
años, lo que ella llamó su “llamada dentro de su llamada” cuando ya estaba
dentro de una orden religiosa que la llevó a un cambio radical que afectaría al
mundo entero.
El tema no es fácil, sobre todo
cuando nos encontramos en una Iglesia que en muchos lugares parece un redil de una oveja al que se
le han escapado al monte las noventa y nueve restantes, y hacemos reuniones de
estrategia con la oveja que queda y que no supo motivar a las que se fueron
para no abandonarla.
Estoy convencido de que en la llamada presente hay trabajo para todos,
pero habrá que discernir quien debe estar en el frente de la acción directa,
quien en la retaguardia de la oración y quien debe colaborar desde otros dones.
Habrá
también que hacer matemáticas de la evangelización y darse cuenta de que con lo que tenemos ahora no llegamos.
Habrá por tanto que rogar insistentemente al dueño de la mies para
que envíe obreros a su mies, y empezar a pedir porque Dios suscite un
ejército como el de Ezequiel 37 mediante la acción de su Espíritu Santo.
Algo me
dice que ese ejército no lo tenemos dentro, porque Dios ha plantado fuera la
semilla que en el tiempo correcto germinará y nos sorprenderá por su fruto
inesperado, pues su gracia la ha dado no
a los sabios y entendidos, ni a
los santos y comprometidos, sino a los pequeños y dispuestos, a los
aptos y a los frescos, capaces de entender lo que Él querrá hacer y su Espíritu
inspirará para un tiempo nuevo.
José Alberto Barrera
Marchessi
Para Dios no hay nada imposible. Nos llama constantemente a viejos y jóvenes.Sólo nos falta escuchar.
ResponderEliminar