Dejémonos educar por los grandes;
en este caso, Romano Guardini, con un libro en que recopila algunos artículos y
conferencias suyas para vivir la Santa Misa y prepararnos a la acción
litúrgica. Su última reedición es de 1965, aunque recoge conferencias desde
1945.
El silencio es una asignatura
pendiente en la liturgia de hoy; más bien, una asignatura suspendida y que hay
que recuperar costosamente.
Pero, ¿por qué es tan importante
el silencio?, ¿qué sentido tiene? ¿cómo adquirirlo?
“Antes de preguntarnos qué
significan estos momentos de silencio y qué originan estos gestos nuestros,
tenemos que considerar qué es el silencio.
En primer
lugar, es preciso que haya un auténtico silencio y que no se hable; que tampoco
se escuche ningún ruido, ni movimiento de bancos ni hojear de libros, ni toses
ni carraspeos. No queremos exagerar en extremo, ya que los hombres son seres
vivos y se mueven, razón por la cual, un comportamiento forzado o artificial no
es mejor que un ajetreo. Pero el silencio es precisamente silencio, y sólo se
verifica, si efectivamente se lo desea. Uno se siente a gusto o molesto en él,
de acuerdo con el valor que le concede. Alguien dice: ‘yo no puedo contener la
tos’, otro afirma: ‘yo no puedo arrodillarme sin hacer ruido’... pero, cuando
asisten a un concierto o a una conferencia y escuchan con suma atención, evitan
la tos y el desplazamiento de tal manera que, en la sala, se produce ese
silencio, que se cuenta entre las cosas más hermosas que pueden darse, es
decir, surge ese espacio o ámbito para escuchar, en el que resaltan las cosas
más bellas y verdaderamente importantes. Hay que desear verdaderamente el
silencio y no se debe escatimar ningún esfuerzo para conseguirlo, ya que es
posible lograrlo. En cuanto se lo experimenta una única vez, no se puede
comprender cómo antes se podía vivir sin él.
Tenemos que aclarar que el
silencio no debe ser sólo algo externo, como no hablar y no desplazarse de un
lado a otro, ya que, no obstante, todo puede estar interiormente intranquilo o
alborotado. En realidad, el silencio significa que también los pensamientos,
los sentimientos y el corazón están tranquilos. El silencio debe reinar
interiormente y debe ser profundizado cada vez más, sin pensar que hay que
arribar a un límite, ya que el mundo interior es inconmensurable. Pero cuando
alguien intenta producir este silencio interior, descubre que no lo logra
simplemente, porque se lo proponga. No sólo tiene que desearlo, también tiene
que ejercitarlo. Para eso, son buenos, ante todo, los momentos previos, al
inicio de la santa misa en el templo. Esto se entronca con algo más importante,
como es el ir con tiempo suficiente como para que estos momentos de preparación
puedan efectivizarse realmente. En estos momentos previos, no se debe perder el
tiempo mirando innecesariamente de un lado a otro y pensar cosas inútiles, ni
tampoco se debe hojear un libro sin que haya un motivo que lo justifique. Hay
que recogerse y serenarse.
Sería mejor empezar a concentrarse cuando nos dirigimos hacia la iglesia. Ya que se va a celebrar la santa misa, el mismo trayecto hacia el templo puede convertirse en un ámbito que permita ejercitar el recogimiento, a la manera de una introducción en la cual resuena de antemano lo que va a acontecer en seguida. Más aún, y espero que el lector no lo tome como exageración, se podría decir que la preparación de esta tranquilidad sagrada debe comenzar particularmente ya en la víspera, porque la tarde del sábado pertenece litúrgicamente al domingo. Si aquí intercaláramos, un breve momento de recogimiento, quizá, a continuación de una lectura apropiada, el efecto se notaría en seguida al día siguiente.
Hasta ahora sólo hemos hablado del silencio en sentido negativo, como ausencia total de palabras y de ruidos. Pero el silencio no sólo significa carencia de alguna cosa –como quien dice un mero hueco o vacío entre la conversación y el bullicio-, sino que, en sí mismo, es algo que, por supuesto, tiene que ser experimentado como tal. De vez en cuando, se produce una pausa en el curso de una conferencia, de un oficio religioso o de cualquier acto público. Habremos notado que, casi siempre, hay alguien que tose o carraspea, porque experimenta el silencio como un bache y, en consecuencia, lo rellena con algún ruido. Para quien procede de esa manera, el silencio viene a ser como una carencia o como un vacío, por lo que despierta en él una sensación de desorden o malestar. Pero, en realidad, el silencio es plenitud y riqueza.
Sería mejor empezar a concentrarse cuando nos dirigimos hacia la iglesia. Ya que se va a celebrar la santa misa, el mismo trayecto hacia el templo puede convertirse en un ámbito que permita ejercitar el recogimiento, a la manera de una introducción en la cual resuena de antemano lo que va a acontecer en seguida. Más aún, y espero que el lector no lo tome como exageración, se podría decir que la preparación de esta tranquilidad sagrada debe comenzar particularmente ya en la víspera, porque la tarde del sábado pertenece litúrgicamente al domingo. Si aquí intercaláramos, un breve momento de recogimiento, quizá, a continuación de una lectura apropiada, el efecto se notaría en seguida al día siguiente.
Hasta ahora sólo hemos hablado del silencio en sentido negativo, como ausencia total de palabras y de ruidos. Pero el silencio no sólo significa carencia de alguna cosa –como quien dice un mero hueco o vacío entre la conversación y el bullicio-, sino que, en sí mismo, es algo que, por supuesto, tiene que ser experimentado como tal. De vez en cuando, se produce una pausa en el curso de una conferencia, de un oficio religioso o de cualquier acto público. Habremos notado que, casi siempre, hay alguien que tose o carraspea, porque experimenta el silencio como un bache y, en consecuencia, lo rellena con algún ruido. Para quien procede de esa manera, el silencio viene a ser como una carencia o como un vacío, por lo que despierta en él una sensación de desorden o malestar. Pero, en realidad, el silencio es plenitud y riqueza.
El silencio es la tranquilidad de
la vida interior, es como el fondo de un torrente subterráneo. El silencio es
presencia, sinceridad y disposición atesoradas. Es por eso que, de ninguna
manera, el silencio significa insensibilidad, ni tampoco negligencia ni un
lastre inactivo. El auténtico silencio es disposición de alerta y plena.
Hemos hablado de la atención. Esto nos lleva hacia ese silencio que aquí nos interesa: el silencio en presencia de Dios.
Hemos hablado de la atención. Esto nos lleva hacia ese silencio que aquí nos interesa: el silencio en presencia de Dios.
¿Qué es una iglesia? En primer
lugar, un edifico que consta de paredes, columnas, una bóveda y un recinto.
Pero esto constituye sólo una parte de aquello que designa propiamente la
palabra “iglesia”, o sea, es sólo una parte del cuerpo de la Iglesia. Cuando
decimos que la santa misa se celebra “en la iglesia”, en realidad, estamos
hablando de otro elemento que forma parte de ella: la comunidad. Comunidad, no
la gente. No hay ninguna comunidad, si sólo unas cuantas personas entran en el
templo y se arrodillan o se sientan en los bancos, porque, en este sentido,
estamos en presencia de algunas personas más o menos piadosas. La comunidad
surge en tanto las personas se hacen interiormente presentes, se ponen en
contacto unas con otras e ingresan juntas en ese ámbito espiritual que ellas
mismas inauguran y perfeccionan. Aquí sí hay una comunidad, la cual, junto con
el edificio exterior que la expresa, constituye esa Iglesia en la que se
celebra la acción litúrgica. Todo esto se desarrolla, sólo cuando se produce
ese silencio desde el cual se yergue el verdadero santuario. Es importante que
esto último se entienda bien. La parte material de las iglesias puede
desmoronarse o desaparecer, por eso, es preciso que los creyentes sean capaces
de constituir “comunidad” y de erigir “Iglesia”, allí donde precisamente se
encuentran, a pesar de que el espacio exterior sea muy pobre o haya pasado a
otras manos. Es, en estas circunstancias, que se revela y se prueba el vigor de
su construcción interior.
Queremos
lograr con seriedad el silencio. Deliberadamente, este librito comienza
hablando de él. Como el tema que nos ocupa es la liturgia, si alguien me
pregunta con qué comienza la vida litúrgica, yo le respondo: con la vivencia
del silencio. Si falta el silencio, todas las cosas dejan de ser importantes,
más aún, se convierten en algo vano o inútil. Queda claro que no se trata de
algo particular o estético. Si pensáramos que el silencio es algo con lo que
alguien “se da importancia”, una vez más, estaríamos echando todo a perder. Se
trata de algo muy serio e importante, de algo que –aunque sea lamentable,
tenemos que decirlo- está muy descuidado, es decir, se trata del primer
requisito de toda acción sagrada” (pp. 12-15).
La condición para pronunciar una
palabra válida es que nazca del silencio, así estará llena de verdad, de
contenido y de presencia.
La condición para mantener un
diálogo -que no un parloteo- es el silencio que permite acoger y reposar con
todos los sentidos la palabra del otro.
La condición para ordenar el
pensamiento y razonar, para discernir y juzgar la realidad, es el silencio que
evita la improvisación y el apresuramiento, siempre tendentes a la impulsividad
y por tanto a errores, a fallos de razonamiento.
Callar para hablar, callar para
escuchar, y que el silencio sea la premisa única para la fecundidad de lo
pronunciado y lo escuchado. Un hombre vale lo que valen sus silencios y su
palabra tiene peso específico si se pronuncia desde el silencio reposado.
En la liturgia,
imprescindiblemente, el silencio es la condición y la capacidad de escuchar a
Dios plenamente y acoger su Palabra y es el requisito para que las palabras
pronunciadas en las oraciones litúrgicas sean nuestras realmente. Además, sólo
en el silencio se adora.
Lo razona Romano Guardini:
“Ahora
avanzamos un paso más y afirmamos que el silencio está en íntimo relación con
el hablar y con la palabra.
Gran misterio es la palabra. Es tan efímera, que se extingue en un instante, es tan poderosa, que marca destinos y decide el sentido de la existencia. Es un producto delicado que hace sentir sus notas en el espacio, pero, a la vez, contiene algo eterno: la verdad. La palabra proviene del interior del hombre. Como sonido, procede del órgano de su cuerpo; como expresión, procede de su espíritu y de su corazón. En consecuencia, la palabra es producida por el hombre, pero también es algo subsistente en sí mismo, que el hombre no crea, sino que encuentra, aprende y utiliza. Una palabra remite siempre a otra, las palabras configuran entre sí esa gran unidad, que llamamos el lenguaje. Éste es el reino de los signos de la Verdad, en el cual vive el hombre...
¿Pero cómo se relaciona la palabra con la interioridad del corazón? Esta última vive del sentimiento y de lo que éste experimenta en cuanto al valor que tienen las cosas, al aprecio que se les dispensa y a la importancia plena que se les concede. ¿Pero no es verdad que este sentimiento se expresa en forma perfecta en la palabra, en tanto que ésta fluye inmediatamente? ¿Y no es cierto que esta palabra, articulada inmediatamente, puede ser expresada, mientras se reflexiona poco y nada? Esto es correcto por ahora. A la larga, también es verdad que el corazón del hombre, que habla permanentemente se vacía. Cuando el sentimiento se hace inmediatamente una sola cosa con la palabra, muere. El corazón tampoco puede vivir, sino permanece en sí mismo, en la soledad y en el silencio, porque, en poco tiempo, se agota, al igual que le sucede a un campo del que se pretende obtener fruto en forma ininterrumpida.
En consecuencia, la palabra es sustancial y eficaz, únicamente si proviene del silencio. Por cierto que vale para éste último algo semejante, es decir, para que sea fructífero y tenga la virtud de ser efectivo, el silencio tiene que encontrar el modo de exteriorizarse por la palabra. Es cierto que hay cosas que no necesitan ser dichas, como son los pensamientos íntimos más profundos, ya sea ante otros hombres, ante sí mismo o ante Dios. Para ello, es suficiente que esos pensamientos se expresen en la palabra interior, la cual permanece en el plano de la interioridad. En los demás casos, la palabra interior tiene que exteriorizarse. Así como el parloteo es la deformación del hablar, el mutismo es la deformación del silencio. El mutismo es justamente tan nocivo como la charlatanería, por cuanto es el silencio que se ha convertido en un callejón sin salida, ya que se ha petrificado y ensombrecido, con lo cual encierra al hombre en una especie de cárcel. La palabra abre las puertas de esta cárcel, hace que lo oculto salga a la luz y libera lo que está encerrado; posibilita que el hombre asuma responsabilidades y se perfeccione.
Además, la palabra sitúa al hombre entre los hombres, en la comunidad y en la historia. Ella libera al hombre. El silencio y la palabra se corresponden recíprocamente, ya que uno presupone el otro. Ambos unidos constituyen una totalidad en la cual está el hombre viviente, y es un hermoso descubrimiento el darse cuenta de que ningún término sirve para designarla. Pero todos sabemos que, en esa totalidad, está inserta la esencia del hombre, del mismo modo que el conjunto de la vida se realiza plenamente antes que nada en la unidad de la luz y de la oscuridad, del día y de la noche.
Por eso, hay que ejercitar el silencio también para hablar. La liturgia está conformada en gran parte por palabras que proceden de Dios o se dirigen a él. Estas palabras no deberían degenerar en palabrerío. Pero esto ocurre con todas las palabras, incluso con las más profundas y sagradas, cuando no son pronunciadas correctamente. En ellas debe resplandecer la verdad, tanto la verdad de Dios como la del hombre redimido. En ellas debe expresarse el corazón, tanto el corazón de Cristo en el que vive el amor del Padre como el corazón del hombre que depende de Cristo. Por medio de las palabras, nuestro ser íntimo debe penetrar en el ámbito de la veracidad sagrada, ámbito que delante de Dios configura a la comunidad y al misterio abarcado por ella. Más aún, el mismo –misterio sagrado- tiene que consumarse, por medio de la palabra humana que Cristo confió a los suyos, cuando les dijo: “Haced esto en memoria mía”.
En consecuencia, todo esto tiene que concretarse en estas palabras, las cuales deben ser grandes, serenas y plenas de sabiduría interior, pero ellas sólo son así, cuando provienen del silencio. Nunca se puede dejar de apreciar suficientemente la importancia del silencio para la celebración de la santa misa, tanto del silencio preparatorio, como también del que se produce una y otra vez durante su transcurso. El silencio abre la fuente interior de la cual proviene la palabra” (pp. 15-18).
Gran misterio es la palabra. Es tan efímera, que se extingue en un instante, es tan poderosa, que marca destinos y decide el sentido de la existencia. Es un producto delicado que hace sentir sus notas en el espacio, pero, a la vez, contiene algo eterno: la verdad. La palabra proviene del interior del hombre. Como sonido, procede del órgano de su cuerpo; como expresión, procede de su espíritu y de su corazón. En consecuencia, la palabra es producida por el hombre, pero también es algo subsistente en sí mismo, que el hombre no crea, sino que encuentra, aprende y utiliza. Una palabra remite siempre a otra, las palabras configuran entre sí esa gran unidad, que llamamos el lenguaje. Éste es el reino de los signos de la Verdad, en el cual vive el hombre...
¿Pero cómo se relaciona la palabra con la interioridad del corazón? Esta última vive del sentimiento y de lo que éste experimenta en cuanto al valor que tienen las cosas, al aprecio que se les dispensa y a la importancia plena que se les concede. ¿Pero no es verdad que este sentimiento se expresa en forma perfecta en la palabra, en tanto que ésta fluye inmediatamente? ¿Y no es cierto que esta palabra, articulada inmediatamente, puede ser expresada, mientras se reflexiona poco y nada? Esto es correcto por ahora. A la larga, también es verdad que el corazón del hombre, que habla permanentemente se vacía. Cuando el sentimiento se hace inmediatamente una sola cosa con la palabra, muere. El corazón tampoco puede vivir, sino permanece en sí mismo, en la soledad y en el silencio, porque, en poco tiempo, se agota, al igual que le sucede a un campo del que se pretende obtener fruto en forma ininterrumpida.
En consecuencia, la palabra es sustancial y eficaz, únicamente si proviene del silencio. Por cierto que vale para éste último algo semejante, es decir, para que sea fructífero y tenga la virtud de ser efectivo, el silencio tiene que encontrar el modo de exteriorizarse por la palabra. Es cierto que hay cosas que no necesitan ser dichas, como son los pensamientos íntimos más profundos, ya sea ante otros hombres, ante sí mismo o ante Dios. Para ello, es suficiente que esos pensamientos se expresen en la palabra interior, la cual permanece en el plano de la interioridad. En los demás casos, la palabra interior tiene que exteriorizarse. Así como el parloteo es la deformación del hablar, el mutismo es la deformación del silencio. El mutismo es justamente tan nocivo como la charlatanería, por cuanto es el silencio que se ha convertido en un callejón sin salida, ya que se ha petrificado y ensombrecido, con lo cual encierra al hombre en una especie de cárcel. La palabra abre las puertas de esta cárcel, hace que lo oculto salga a la luz y libera lo que está encerrado; posibilita que el hombre asuma responsabilidades y se perfeccione.
Además, la palabra sitúa al hombre entre los hombres, en la comunidad y en la historia. Ella libera al hombre. El silencio y la palabra se corresponden recíprocamente, ya que uno presupone el otro. Ambos unidos constituyen una totalidad en la cual está el hombre viviente, y es un hermoso descubrimiento el darse cuenta de que ningún término sirve para designarla. Pero todos sabemos que, en esa totalidad, está inserta la esencia del hombre, del mismo modo que el conjunto de la vida se realiza plenamente antes que nada en la unidad de la luz y de la oscuridad, del día y de la noche.
Por eso, hay que ejercitar el silencio también para hablar. La liturgia está conformada en gran parte por palabras que proceden de Dios o se dirigen a él. Estas palabras no deberían degenerar en palabrerío. Pero esto ocurre con todas las palabras, incluso con las más profundas y sagradas, cuando no son pronunciadas correctamente. En ellas debe resplandecer la verdad, tanto la verdad de Dios como la del hombre redimido. En ellas debe expresarse el corazón, tanto el corazón de Cristo en el que vive el amor del Padre como el corazón del hombre que depende de Cristo. Por medio de las palabras, nuestro ser íntimo debe penetrar en el ámbito de la veracidad sagrada, ámbito que delante de Dios configura a la comunidad y al misterio abarcado por ella. Más aún, el mismo –misterio sagrado- tiene que consumarse, por medio de la palabra humana que Cristo confió a los suyos, cuando les dijo: “Haced esto en memoria mía”.
En consecuencia, todo esto tiene que concretarse en estas palabras, las cuales deben ser grandes, serenas y plenas de sabiduría interior, pero ellas sólo son así, cuando provienen del silencio. Nunca se puede dejar de apreciar suficientemente la importancia del silencio para la celebración de la santa misa, tanto del silencio preparatorio, como también del que se produce una y otra vez durante su transcurso. El silencio abre la fuente interior de la cual proviene la palabra” (pp. 15-18).
Hace ya muchos años, allá por
1945, Guardini destacaba el valor de los momentos de silencio tanto en la Misa
rezada como en la Misa solemne, siguiendo la terminología entonces vigente.
Este silencio, que propiciaba
Guardini, no es el silencio del mutismo durante la acción litúrgica, donde el
pueblo cristiano ni cantase ni respondiese al sacerdote sino que se atuviese
mudo a su pequeño misalito; no es eso silencio sagrado. Es el silencio de los
distintos momentos de la liturgia para la oración íntima y recogida, combinado
con otros momentos de escucha, de canto, de respuestas al sacerdote.
Recomendaba este autor:
“Ante todo, debería guardarse
silencio, al comenzar la misa, en el momento en que el celebrante se inclina
ante el altar y lo besa, y cuando, en ciertas ocasiones, lo inciensa. Un
verdadero silencio debería producirse en el breve lapso que media siempre entre
la invitación del Oremos y la oración solemne de toda la Iglesia llamada
colecta; ese momento debería ser realmente una pausa, en la que todos los
fieles presentan sus peticiones a Dios, luego de lo cual el sacerdote las
recoge en la oración. En estricto silencio, debería transcurrir también el
ofertorio, que, al ser en esencia, acción preparatoria del banquete sagrado, no
tiene que resaltar en particular. Esto último se conseguirá si se logra que el
silencio prevalezca desde el ofertorio hasta el Prefacio. Lo mismo vale para el
momento posterior al Cordero de Dios y durante la comunión.
Este esquema debe modificarse,
cuando la acción litúrgica es cantada, en las llamadas misas solemnes, en las
que un coro canta determinados textos. Pero también aquí debe haber momentos de
silencio. No podemos plantear en detalle cuáles son las mejores ocasiones para
ello, pero insistimos en que tiene que haber lapsos durante los cuales debe
prevalecer el silencio en el templo. A la larga, el canto incesante tiene
efectos funestos, como es el caso en que el órgano es ejecutado
permanentemente, y el silencio huye de ese reducto en el que hasta entonces
podía refugiarse. En el transcurso de nuestras consideraciones, veremos que los
momentos de silencio no son simplemente interrupciones de la palabra o del
canto, sino que, en el conjunto de la acción litúrgica, son casi tan
importantes como los momentos hablados” (Romano GUARDINI, Preparación para la
celebración de la Santa Misa, Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010,
p. 12, nota 1).
Estas intuiciones y deseos de
este maestro, se vieron recogidos claramente en el actual Misal romano. Cosa
diferente será que se guarden o no, que se cultiven espiritualmente o no, estos
silencios y su calidad orante y meditativa. El cultivo del silencio en la
acción litúrgica favorece la sacralidad del rito, su profundidad y su verdadera
participación plena, consciente, activa, interior y fructuosa.
Los momentos de silencio
prescritos -es decir, obligatorios- que el Misal romano señala son:
"Debe
guardarse también, en el momento en que corresponde, como parte de la
celebración, un sagrado silencio.[54]
Sin embargo, su naturaleza depende del momento en que se observa en cada
celebración. Pues en el acto penitencial y después de la invitación a orar,
cada uno se recoge en sí mismo; pero terminada la lectura o la homilía, todos
meditan brevemente lo que escucharon; y después de la Comunión, alaban a Dios
en su corazón y oran. Ya desde antes de la celebración misma, es laudable que
se guarde silencio en la iglesia, en la sacristía, en el “secretarium” y en los
lugares más cercanos para que todos se dispongan devota y debidamente para la
acción sagrada" (IGMR 45).
Romano GUARDINI,
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010.
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010.
* La voz, la palabra, la articulación, el tono, la entonación, etc., comunican... igual que comunica el silencio. Una sabia conjunción de todos estos elementos engrandece la belleza de la liturgia y nos sumerge en el Misterio.
* Oímos sin escuchar. El silencio, si es verdadero, permite la escucha, no meramente la percepción de sonidos. Y a veces en la liturgia, por defectos del emisor (ministros o simplemente acústica y megafonía) o por defectos del receptor (despiste, distracción, rutina) se oyen cosas que nunca llegan a escucharse, con reposo, porque falta el silencio en la comunicación. Y esto no es antinomia sino paradoja: silencio para la comunicación.
* La participación plena, consciente, activa, interior, fructuosa, en la liturgia es una mezcla de posturas corporales, canto, respuesta, oración, escucha, silencio. Pero todo sabiamente armonizado.
No debe faltar ninguno de los ingredientes anteriores, si no la participación se convierte en cualquier otra cosa. La Misa no es un rato de silencio y meditación devota y personal, pero tampoco es un continuo sucederse de palabras, moniciones, cantos y ruido.
Javier Sánchez Martínez
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