Jesús ha comenzado a anunciar la llegada del reino de los cielos. Sus
palabras han provocado rechazo y aceptación por igual. Él tiene interés en que
su mensaje sea accesible a sus oyentes y, a través de parábolas, intenta
explicar lo que supone de verdad la presencia del Reino. Así, el Evangelio de
este domingo nos narra la parábola del sembrador. A través de este sencillo,
práctico y sugerente relato, el Señor quiere trasmitir una enseñanza a los que
le escuchan. El lenguaje poético y simbólico al que recurre Jesús pretende
interrogar al oyente sobre cómo se sitúa él mismo ante la llegada del Reino.
Además, en esta ocasión Jesús no se conforma con proponer una historia y, de
modo excepcional -no suele ser lo normal a lo largo de los evangelios-, Él
mismo la explica.
El Señor se encuentra en la orilla del lago, subido en una barca y lanza
su propuesta. Entender el mensaje exige una disposición mínima por parte del
corazón de quien le escucha. En su relato, sólo una cuarta parte de la semilla
esparcida brota y da fruto abundante. Es como si Dios, el Creador, expresase su
dificultad a la hora de conectar con el hombre, la criatura. Dios nos sigue
hablando hoy. Un corazón embargado por los afanes de la vida, endurecido por vivir
sólo centrado en sí mismo, o rehén de una pertinaz superficialidad, se hace
incapaz de percibir la presencia de Dios y de acoger su propuesta y su Palabra.
Parece que todo el interés que Dios pone para sublimar el corazón del
hombre, éste lo desprecia, o lo deja desvanecerse como algo ajeno o
indiferente. Los creyentes, que somos hijos de nuestro tiempo, podemos
contagiarnos de los males que asolan la capacidad de abrirse a la trascendencia
de nuestros contemporáneos. La parábola del sembrador se puede convertir, para
nosotros, en un buen índice de cómo vivimos nuestra relación con Dios y si
estamos acogiendo su mensaje y dando fruto. No nos debe preocupar que demos
ciento, sesenta o treinta, lo importante es que podamos decir, como san Pablo: La
gracia de Dios no ha sido estéril en mí.
Lo que tenemos por cierto es que, si nuestro corazón está preparado,
seguro que fructificará. Así lo recuerda el profeta Isaías, comparando la
fuerza de la palabra de Dios con la lluvia que hace germinar la semilla esparcida
por el sembrador: «Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí
vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55, 11). El Señor,
a través del don de la fe que hemos recibido, ha puesto un germen en nuestro
corazón que nos permite comprender y acoger la iniciativa de Dios y responder a
ella.
La misma explicación de la parábola, a la que antes aludíamos por poco
usual, expresa la comprensión de los misterios de Dios que el Espíritu Santo
desarrolla en el corazón de la Iglesia. Los discípulos de Jesús preguntarán
sobre el significado de las parábolas, pues no han recibido aún el Espíritu
Santo y su entendimiento no se ha abierto plenamente. Eso sucederá en la Pascua
y en Pentecostés, momentos de los que nosotros hemos sido ya partícipes y que
nos ayudan a comprender la exigencia de ser evangelizadores y dar fruto
abundante. Ser fieles al don de la fe recibida, nos capacita para participar
con ilusión, generosidad y fecundidad en la construcción del reino de Dios.
+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín
obispo de Teruel y Albarracín
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