Psicológicamente,
los conflictos conyugales tienen con frecuencia razones relacionadas con la
regresión a fases del desarrollo individual.
Psicológicamente, los conflictos
conyugales tienen con frecuencia dos únicas razones, relacionadas con la
regresión a dos fases del desarrollo individual: la simbiosis con la madre y el
narcisismo. Por tanto, hay dos tipos de matrimonio particularmente condenados a
la crisis: el matrimonio simbiótico y el matrimonio narcisista.
Por lo que se refiere al primer
matrimonio, hay que subrayar que en la fase simbiótica el niño experimenta que
él y la madre son una única realidad, y que es imposible para cada uno de ellos
pasar sin el otro, en una relación de dependencia mutua. Quien, por un
incidente psicológico infantil (frustraciones y carencia de gratificaciones),
se quede en esta fase (que va de 0 a 2 años), al casarse, lo hará con una
figura materna de la que pretenderá una dedicación absoluta e irreal. O sea,
considerará a su pareja como una parte de sí mismo y sufrirá cada vez que esa
disponibilidad excesiva no se dé. Hay mujeres que se ofenden por cada momento
que el marido pasa con sus colegas, amigos, parientes o incluso hijos, o si el
marido vuelve a casa y se pone a leer el periódico. Y también hay maridos que
se quejan porque la cena no está nunca preparada cuando vuelven a casa, porque
la mujer juega a las cartas con las amigas en vez de pasar la tarde con él, o
porque hace su vida o se dedica demasiado al hijo, prefiriéndolo al cónyuge.
Son ejemplos clásicos del modo equivocado de considerar al otro como a la madre
cuando se era un bebé, ejemplos del llamado matrimonio simbiótico. En este
matrimonio el simbolismo de «serán los dos una sola carne» se toma de forma
literal y exagerada, y en el inconsciente de al menos uno de los dos no existe
el «yo y el otro», sino una unión de los dos, o mejor, la pretendida sumisión
completa del otro a uno mismo. En el matrimonio simbiótico se niega uno a
reconocer que su pareja tiene un mecanismo operativo separado que funciona según
un ritmo propio; es decir, existe la pretensión de que el reloj del otro
coincida siempre y en cualquier situación con el de uno. El problema surge cada
vez que un cónyuge dice: «Mi mujer (o mi marido) no me comprende». Esta
expresión suena como un timbre de alarma: indica la pretensión de que el otro
tenga que conocer los pensamientos de uno, evidentemente porque lo vive como
parte de sí mismo, como alguien que debería comprender sin palabras.
Otro tipo de matrimonio condenado
al fracaso es el contraído de resultas de persistentes exigencias narcisistas.
El narcisismo es un momento del desarrollo individual (de 2 a 4 años) en el que
el niño adquiere conciencia de que las necesidades se satisfacen desde fuera;
por eso considera a los demás únicamente como personas que sirven para
satisfacer sus necesidades. Todo ser humano experimenta personalmente el
narcisismo durante la infancia. El niño goza con las frecuentes y habituales
aprobaciones que recibe. El mismo goce vuelve a aparecer en la adolescencia, especialmente
en los sujetos con dotes estéticas especiales.
Los que fanatizan este
narcisismo, que a niveles medios es normal, necesitan ser amados más que amar,
demostrando así una burda inmadurez. Se dan cuenta o creen tener un físico muy
atractivo que les garantiza ser admirados y cortejados, haciendo aparentemente
más fáciles y gratificantes todas las relaciones sociales. Entonces, pueden
permanecer perezosamente en esta postura y escoger como estilo de vida la
actitud de quien no tiene nada que conquistar sino que lo único que tiene que
hacer es dejarse conquistar. Por algo la palabra se deriva del nombre de un
personaje mitológico de la antigua Grecia, el joven Narciso, que, enamorado de
sí mismo, quería admirar su imagen reflejada en una fuente.
Desgraciadamente, muchos adultos
se han quedado estancados en esta fase evolutiva infantil que debería ser
transitoria en el desarrollo de la capacidad de relación con los demás. Y
cuando se casan, buscan un instrumento más que una persona; es decir, se busca
al otro no por lo que «es», sino porque «tiene» algo que sirve para compensar
lagunas más o menos graves de madurez personal. Quien ha experimentado variados
arrebatos, ejemplos clásicos de narcisismo fatuo, puede reconocerse fácilmente
en este tipo de inmadurez, que se puede identificar con el egocentrismo más
exasperado. Muchas infidelidades conyugales hallan su verdadera motivación en
el haber contraído un matrimonio narcisista. Quien se queda en la fase
narcisista sigue dividiendo a las personas en dos clases: buenas y malas, y
seguirá buscando personas buenas, que abandonará al primer desengaño, para
buscar otras nuevas durante toda la vida.
En la infancia, la fase
narcisista cesa cuando el niño se da cuenta de que tanto las experiencias
agradables como las desagradables son producidas por la misma persona; o sea,
cuando recibe una bofetada de su madre, va a llorar al regazo de la madre, y en
este momento nos hacemos maduros para unirnos a una persona que humanamente
podrá defraudarnos, pero sin justificar por ello evasiones ni infidelidades.
ENTRE LOS
MÚLTIPLES MOTIVOS QUE PUEDEN PROVOCAR CRISIS EN UN MATRIMONIO ESTÁN:
Expectativas exageradas: a veces
esperamos y pretendemos demasiado del otro, pidiendo cosas que bastarían para
hacer huir a todos nuestros amigos si nos mostráramos con ellos tan exigentes.
Falta de diálogo: a veces el
diálogo cesa por miedo, miedo a herir o a ser heridos. Antes o después todos
los esposos se preguntan: «No sé si me querría igual si tuviera el valor de
decirle abiertamente lo que pienso o siento dentro».
Deseo de cambiar al otro: al
parecer, la mayor parte de los casados empiezan a hacerlo al poco de casarse y
se empeñan en modelar a la pareja según sus categorías. Y se lucha y se pelea
por culpa de las mismas cualidades que nos habían hecho escoger a la otra
persona. Pero cuando nos percatamos de que él o ella tienen intención de
hacernos cambiar, protestamos y nos rebelamos. Sentimos que no somos aceptados
por lo que somos, y, por consiguiente, nos resultará imposible poder amar con
ternura y autenticidad.
El primer niño: a menudo el
primer peligro verdadero para la paz del matrimonio llega con el primer hijo, y
el test, en tal ocasión, es si la mujer (y a veces también el marido) pone en
el niño todo su interés, ignorando al otro cónyuge. ¿Podrán entender los padres
que la paternidad y la maternidad se pueden transmitir mientras la unidad
matrimonial continúe? ¿Llegarán los padres a darse cuenta de que sólo podrán
garantizar a su niño amor, seguridad, aceptación y calor humano si siguen
creciendo en su amor de marido y mujer? Con la llegada de los hijos el peligro
lo corre sobre todo la mujer, con el riesgo de convertirse exclusivamente en
madre. Por su parte, el padre podría pensar más en cómo aumentar los ingresos
mensuales que en cultivar la relación de pareja.
Cuando faltan las pequeñas
muestras de amor: descuidar las pequeñas atenciones cotidianas una vez casados,
cosas que durante el noviazgo eran la regla: detalles, palabras dulces,
muestras concretas de afecto, mimos, caricias, etc. No olvidemos que el amor
erótico-sexual se basa exclusivamente en la ternura; en caso contrario llegan
las neurosis sexuales.
Cuando no ve tiene tiempo para
estar juntos: los matrimonios entran en crisis porque no tienen tiempo para
estar juntos, para mirarse a la cara, para hablarse, para salir juntos ellos
solos. Nada podrá sustituir nunca el tiempo de estar juntos. Ni el dinero, ni
los nuevos electrodomésticos, ni las joyas, ni las pieles, ni una casa más
bonita, ni una cuenta bancaria más abultada, etc. podrán sustituir el tiempo
pasado juntos escuchándose, amándose, compartiéndolo, etc..
Pero aparte de las causas de
crisis, de las causas psíquicas que crean conflictos conyugales, hay que
preguntarse: ¿cuáles son los síntomas más frecuentes de la crisis conyugal, los
signos que nos dicen que estamos en crisis?
- Dificultad creciente de
comunicar o, peor, no hablar nada durante días enteros.
- Sensación de que el amor va y
viene, con días en que uno siente que ama a su pareja y otros días en que uno
está seguro de no haber amado al otro nunca.
- Sensación de que es el otro
quien pone en crisis el matrimonio, no nosotros, sino él o ella, sin duda.
- Nos limitamos a existir uno
junto al otro, aplastado cada uno por una enorme soledad que nos lleva a la
idea de la incompatibilidad y de que no vale la pena hacer nada para superar
esa crisis: «¡Somos incompatibles, y basta!» Y cada cual empieza a ir por su
cuenta, comunicando poco, nos vamos a nuestro rincón a cultivar nuestras
aficiones, lecturas, juegos con amigos, etc.
- Tener dudas serias, en el
sentido de que nos preguntamos si no valdrá la pena volver a empezar con otra
persona, y entonces miramos alrededor y vemos gente feliz y sentimos poco a
poco el deseo de otro compañero. Conocemos en el trabajo o en otro lugar a
alguien que tiene nuestros problemas y nos sale espontáneo hablar con esa
persona, y en un santiamén nos arrojamos uno en brazos del otro. He aquí la
infidelidad, que hoy está tan de moda. He aquí la muerte del matrimonio, y el
divorcio se convierte en la solución para todo. Ironías de la vida, a menudo la
nueva pareja tiene las mismas características que la antigua, de la que nos
hemos separado; y todo vuelve a empezar desde el principio. Muchas veces las
segundas nupcias funcionan, pero puedo aseguraros que es porque nos hemos
puesto a trabajar en nosotros mismos y hemos puesto en el nuevo matrimonio la
comprensión que debíamos haber puesto en el primero.
- Luego están los problemas
sexuales: el marido se lamenta de que la mujer es frígida; ésta replica que no
se siente amada, etc.
- Por último, no olvidemos que un
gran sufrimiento es buena señal en la pareja, porque mientras logremos «sufrir»
significa que todavía queremos al otro, y hay un hilo de esperanza. El amor
está muerto y sepultado cuando ya nada nos importa.
Aquí conviene decir que la
esperanza es siempre lo último que muere, incluso en los conflictos conyugales.
Pero aparte de este detallado
aunque sucinto análisis de las causas psíquicas de los matrimonios abocados al
fracaso, sería útil ahora saber a qué fuentes hay que recurrir para lograr un
matrimonio exitoso. Después de años de experiencia psicoterapéutica, puedo
afirmar modestamente que lo que necesita una familia sana no es ni bienestar
material, ni una excesiva sexualidad de los padres, ni unos hijos «majos», ni
una casa amplia o apoyos externos: sólo se requiere un poco de buena voluntad
para mirar con toda honradez a la cara a todas las diferencias que antes de
casarse ni se soñaba que existieran. Y comprendemos que tenemos que vivir
juntos y amarnos a pesar de todas las diferencias que encontramos. Durante el
noviazgo se pone el acento en lo que nos une. En el matrimonio, en cambio,
afloran las diferencias, a menudo de forma dramática. Hemos aprendido. es
verdad, que el matrimonio no es siempre, o sólo, dos personas que avanzan
cogidas de la mano; sino que es también un ir adelante juntos que requiere un
gran esfuerzo para programar y compartir nuestra vida. Así se empieza a
entender que es una unión que requiere mucho tesón si uno quiere que se
mantenga en pie, que es necesario mirar adelante, reflexionar y dialogar. Y
terminamos por concluir que el matrimonio funciona sólo si nos decidimos a
hacer que funcione.
Un matrimonio no es nunca un
bonito regalo que se entrega a los esposos al final de la ceremonia nupcial. Es
algo que los cónyuges construyen con sus manos, día a día trabajando con
dedicación y sacrificio. ¿De qué manera? Por experiencia puedo afirmar que dar
amor sin esperar nada a cambio es el elemento esencial de un matrimonio
logrado. En otros términos: se trata del amor incondicional, que a menudo se ve
como algo costoso, difícil o borroso. Indicaré ahora algunos atributos del amor
incondicional que merecen ser subrayados y sobre todo meditados por el lector:
1) «Renunciar a querer tener
siempre razón». Es la única, inagotable fuente de problemas y de ruptura de
relaciones: la necesidad de decirle al otro que se ha equivocado o, si se
prefiere, la necesidad de tener siempre razón, de decir siempre la última
palabra, de demostrar al otro que no sabe lo que dice, de imponerse como
superior. Una pareja sana es una relación entre iguales: ninguno de los dos ha
de sentirse equivocado. No existe un modo «acertado» o un argumento «vencedor»:
cada uno tiene derecho a tener su punto de vista. Antes de negarle la razón al
otro, hemos de poder detenernos a hablar con nosotros mismos y decirnos
simplemente: «Sé lo que pienso sobre este tema y sé que su opinión no coincide
con la mía, pero no importa. Basta que yo lo sepa dentro de mí; no es necesario
quitarle la razón».
2) «Dejar espacio a los demás».
Cuando amamos a alguien por lo que es y no por cómo pensamos que debería ser, o
porque nos satisface, surge espontáneo dejarle espacio. La actitud afectiva
adecuada es permitir a cada uno ser él mismo. Y si eso comporta algún tiempo de
alejamiento entre nosotros, entonces no sólo hay que aceptar la separación,
sino facilitarla afectuosamente. Las relaciones demasiado estrechas (me refiero
especialmente a los matrimonios simbióticos), destrozadas por los celos o la
aprensión, son típicas de quien piensa tener derecho a imponer a los demás cómo
deberían comportarse.
3) «Borrar la idea de posesión».
Tratemos de gozar el uno del otro, no de poseernos mutuamente. Nadie quiere ser
dominado. A nadie le gusta sentirse propiedad privada de otro, ni sujeto ni
controlado. Todos nosotros tenemos en la vida una misión que cumplir, que
resulta obstaculizada cada vez que otro ser humano intenta entrometerse. Querer
poseer a los demás es, sin duda, el obstáculo mayor en la toma de conciencia de
la propia misión.
4) «Saber que no es necesario
comprender». No tenernos obligación de comprender por qué otro actúa o piensa
de una manera determinada. Estar dispuestos a decir: «No entiendo, pero es
igual» es la máxima comprensión que podemos ofrecer. Cada una de mis tres hijas
tiene una personalidad y unos intereses propios. Además, muy a menudo lo que
les interesa a ellas no tiene interés para mí, o viceversa. No siempre es fácil
superar la convicción de que todos deberían pensar y comportarse como yo, pero
intento frenarme y, cuando lo consigo, pienso: «Es su vida, han venido al mundo
a través de mí, no para mí. Protégelos, presérvalos de actitudes autolesivas y
destructivas, pero deja que vayan por su camino». Rara vez entiendo por qué
ciertas cosas les apasionan, pero a menudo he conseguido pasar por alto la
necesidad de entenderlo. En la pareja hay que superar la necesidad de entender
por qué al otro le gustan determinados programas de televisión, por qué se
acuesta a cierta hora, por qué come lo que come, lee lo que lee, se divierte
con ciertas personas, le gustan determinadas películas o cualquier otra cosa.
Recordemos que dos están juntos
no para entenderse, sino para ofrecerse ayuda mutua y realizar su misión de
mejorar. Y una grandísima aportación a todo esto es el llamado «arte de la
conversación», un arte que tiene cinco reglas: sintonizar el canal del otro;
mostrar que estamos escuchando; no interrumpir; preguntar con perspicacia;
tener diplomacia y tacto.
De estas reglas me parece
importante detenernos en la escucha porque, parecerá raro, pero las parejas en
crisis no saben escuchar; y en mi actividad profesional tengo que trabajar a
menudo sobre cómo reactivar la atención y poner el acento en el proceso de
escucha, pidiendo a cada uno que se concentre no en las palabras que se dicen
sino en otra cosa. ¿Qué oye. por ejemplo. en la voz del que habla? ¿Está bien
calibrada y suave. o es dura y agresiva? Lo mismo con el tono y la inflexión:
¿llana, metálica, monótona o excitada y contagiosa? A veces nos sorprendemos de
mensajes totalmente nuevos o diferentes con respecto a las acostumbradas
comunicaciones familiares, que se captan cuando uno deja de escuchar las
palabras y presta atención a otros aspectos. Una actitud típica de la falta de
escucha se tiene cuando se usan las siguientes palabras: «Sí,… pero», «si al
menos…».
Me gustaría abrir un pequeño
paréntesis sobre otras actitudes equivocadas en la pareja, que son las
pretensiones. Por ejemplo, pretender que el otro tenga que amar a los padres y
a la familia de uno. Digamos que me podría agradar que el otro trate a mi
familia con respeto, pero no tiene que amarla obligatoriamente. O bien pensar
que si uno te ama de verdad, tendría que saber lo que necesitas. Es lo que yo
llamo «pretensiones de telepatía». por lo que quizá es útil declarar nuestros
deseos de manera abierta y clara. Quien te ama de veras tiene derecho a que le
pongas al corriente. Otra idea: es un error pensar que pedir disculpas lo borra
todo, porque las disculpa son palabras. mientras que son más importantes las
acciones correctivas.
Pero volvamos a lo de saber
escuchar. Todos hemos hecho la experiencia bonita y liberadora de estar en
presencia de una persona tranquila que nos deja ser lo que somos, que no juzga,
que no echa sermones, que se ensimisma en nuestras experiencias, que está con
nosotros, totalmente presente; en una palabra, que se hace «uno» con nosotros.
Pues bien, ésta es una persona que nos escucha. Si en cambio alguien empieza a
juzgarnos, a darnos consejos, hay menos espacio para que surja algo verdadero e
importante, quizá nuevo. En la pareja, que cada uno recuerde que la escucha
debe ser pura, limpia, sin estar pensando qué va a decir después.
Para concluir, los signos del
verdadero amor matrimonial son: aceptarse mutuamente como somos; el deseo de
hacer lo que al otro le agrada; el estar dispuestos a allanar las diferencias
conforme afloran; la conciencia de que se ha de construir la unidad matrimonial
y no el orgullo personal y las propias razones; el esfuerzo de pensar en
términos de «nosotros» y no de «yo»; la sensación de ser dos compañeros que
trabajan juntos por la misma causa; la constante tensión hacia un estilo de
vida que ya no es mi estilo o el tuyo, sino el de ambos, y que tiene sus raíces
en un amor sobrenatural.
Para casarse bien, hay que ser
tres: él, ella y el Amor.
Pasquale Ionata
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