jueves, 31 de julio de 2014

CANTAR SALMOS CON EL ESPÍRITU Y CON LA MENTE


“Cantar salmos con el espíritu, pero cantarlos también con la mente”. San Ambrosio.

Hace unos días recibí de un amigo este fragmento de san Ambrosio en el que habla de los salmos y que había meditado en el oficio de lecturas. Me resultó muy cercano.

Los salmos están presentes en el Oficio Divino y en la Liturgia de las Horas y estamos acostumbrados a escucharlos, a leerlos y a cantarlos, según el momento. Pero muchas veces los oímos y entonamos con una gran inconsciencia. El pasado domingo, el versículo del salmo decía: “¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!” (Salmo 118). Me estremecí al decir estas palabras casi sin pensarlas, porque al momento pensé en las innumerables veces en que, en lugar de amar la voluntad del Señor, me resisto a ella. Pero, afortunadamente, mi pertenencia al Señor no es fruto de una coherencia, sino de su misericordia. Así, el salmo que estaba recitando me hacía decir lo que realmente deseo: amar tu voluntad, Señor. Los salmos nos hacen expresarnos en la profundidad de nuestro ser y no hay sentimiento que no aparezca reflejado en ellos: el amor, el temor, la espera, la desesperanza, la certeza, la duda, el rencor, la ira, el agradecimiento, el arrepentimiento. Pero siempre aparecen en el diálogo con quien me ama hasta lo más profundo de mi ser, conociendo todos los sentimientos de mi corazón, toda mi persona:

“Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto;
de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares”. Salmo 138.

SAN AMBROSIO LO EXPRESA MAGNÍFICAMENTE:

"¿Qué cosa hay más agradable que los salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante. Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.

En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en ellos: Cántico para el amado, y me inflamo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los delitos cometidos.

¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diversas voces; porque nos enseña que primero debemos morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.

Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nuestra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia; con estas palabras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cuales no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuentra el alma su redención: Tocaré para ti la citara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste.

San Ambrosio, Comentarios sobre los salmos 1,9-12

HOY NO PROPONGO NINGUNA AUDICIÓN, PERO SÍ DOS REFLEXIONES.

La primera es el agradecimiento a esta herramienta que nos da la Iglesia para que podamos dialogar con el Señor, en la misa, en el oficio de lecturas, en un momento de oración, poniendo en nuestra boca y en nuestra mente palabras verdaderas y cercanas (a pesar de haber sido escritas hace tantos siglos) que nos educan y nos dan la posibilidad de expresarnos de una forma más profunda y humana y de ensimismarnos con la relación de amor y de misericordia que Dios ha tenido desde siempre con los que le reconocen y le aman, amándonos y perdonándonos como un padre y una madre hacen con sus hijos:

“Cuando Israel era joven, lo amé, desde Egipto llamé a mi hijo. Cuando lo llamaba, él se alejaba, sacrificaba a los Baales, ofrecía incienso a los ídolos. Yo enseñé a andar a Efraín, ofrecía incienso a los ídolos. Yo enseñé a andar a Efraín, lo alzaba en brazos y él no comprendía que yo le curaba. Con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía; era para ellos como el que levanta el yugo de la cerviz; me inclinaba y le daba de comer”.

Oseas 11,1-4

La segunda es que, justamente por el valor que tienen sus palabras, el salmo se hace imprescindible en la liturgia (lamentablemente, a veces se cambia por otro canto en las misas dominicales) y la melodía que acompaña a los salmos no debería nunca hacer que éstas perdieran su significado, cambiándolo inútilmente para ajustarse a tal o cual melodía, de modo que podamos expresarnos en unidad con toda la Iglesia, como hijos, con estas palabras profundamente humanas, cargadas de todos los sentimientos humanos que saben que sólo pueden ser respondidas, como de hecho lo son en los salmos, por un padre, por Dios.

Paulino Carrascosa

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