lunes, 2 de junio de 2014

SÓLO CRECE QUIEN COMPARTE


Nuestra pertenencia a la Iglesia no nos hace socios de un club selecto con acceso restringido, sino que nos pone a la intemperie como testigos incómodos.

Puede parecer un espejismo, y tantas personas viven como rehenes de sí mismas pensando que cuanto menos compartamos y arriesguemos ofreciendo a los demás, más podremos tener y conservar en nuestras propias arcas. Y sin embargo, Jesús nos dio una vez más esa chocante lección que encierra la verdadera sabiduría que hace que sea digna y creíble la humanidad: sólo quien da, tiene, y al que no da se le quitará hasta lo que parecía tener. Lo dijo con esa verdad meridiana: dad y se os dará (Lc 6,38).

Para que podamos tener algo, hemos de dar lo que tenemos. Y esto los cristianos lo llamamos compartir. No se trata de tirar por la borda las cosas sino de dar poniendo en común lo que a su vez nosotros también hemos recibido. Y lo que experimentamos con gozo y con asombro es que cuando hacemos así crece nuestra alegría y aumenta nuestra misericordia. Todo un camino para comprobar nuestra temperatura cristiana, la calidad de nuestro compromiso en la caridad que nace del evangelio.

La Iglesia quiere hacer este camino, aunque se quede tantas veces sola y no logre convencer a tantas personas y a no pocos sistemas, de que el egoísmo insolidario mina la alegría y la esperanza, destruye la humanidad. Mientras que el compartir que nace de la misericordia nos humaniza, porque nos aproxima a la belleza y la bondad de ese Dios que tiene entrañas misericordiosas.

El Papa Francisco tuvo la audacia de hacer una crítica de esta trampa del egoísmo insolidario con palabras enormemente valientes: «Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor» (Evangelii Gaudium 59).

Por eso, queremos volver a descubrir que nuestra pertenencia a la Iglesia no nos hace socios de un club selecto con acceso restringido, sino que nos pone a la intemperie como testigos incómodos que recuerdan a una humanidad olvidadiza las consecuencias de su insolidaridad, las secuelas que siempre tiene el egoísmo, las derivaciones de la falta de ternura y misericordia, o el falso enfrentamiento de éstas y la verdad. La Iglesia es una comunidad que crece, como dice el lema de la jornada de la Iglesia diocesana, cuando comparte con misericordia. Es la experiencia cotidiana que tenemos en estos momentos de dura batalla contra tantas penurias que la malhadada crisis nos impone a personas y familias. Ahí está la Iglesia en lo concreto de cada rincón diocesano, para salir al encuentro de nuestros hermanos más vapuleados. Por eso pedimos ayuda para la Iglesia diocesana, una ayuda que nos permita seguir ayudando a tantos y por tantos.

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