Uno de
esos conocimientos que tiene el menos versado de los lectores del Evangelio es
el que se refiere al odio que destilan los judíos por sus vecinos samaritanos
de los que, sin embargo, no se puede decir que no sean judíos como ellos tanto
desde el punto de vista étnico, como desde el punto de vista religioso.
El Nuevo Testamento nos brinda no pocas pruebas de esa rivalidad que para mejor entendernos, podríamos comparar a rivalidades semejantes existentes en nuestro propio país como la que cultivan vizcaínos y guipuzcoanos, o gijoneneses y ovetenses, y de la que son buenos exponentes pasajes como éste de Juan, cuando los judíos insultan a Jesús:
“Los judíos le respondieron: ‘¿No decimos, con razón, que eres samaritano y que tienes un demonio?’” (Jn. 8, 48)
O éste de Mateo donde Jesús envía a sus discípulos a predicar la palabra y les advierte:
“No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos” (Mt. 10, 5).
O éste de Lucas en el que narra lo que le pasa a esos mismos discípulos cuando, contrariando las instrucciones recibidas, entran efectivamente en “un pueblo de samaritanos”.
“Envió, pues, mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén” (Lc. 9, 52-54).
Una rivalidad sobre la que Jesús transciende en una de sus más celebradas parábolas privativa del relato lucano, en el que explica a su interlocutor quién es su verdadero prójimo:
“Jesús respondió: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: `Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.' ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Él dijo: ‘El que practicó la misericordia con él’. Díjole Jesús: ‘Vete y haz tú lo mismo’” (Lc. 10, 29-37).
Las referencias a la impiedad de los samaritanos no son menos en el Antiguo Testamento. Esto nos cuenta el Libro de los Reyes:
“Uno de los sacerdotes deportados de Samaría fue a establecerse en Betel y les enseñó cómo dar culto a Yahvé. Sin embargo, cada uno de aquellos pueblos paganos continuaba fabricando sus propios dioses y los instalaban en los altozanos que habían hecho los samaritanos […] Hasta el día de hoy han seguido practicando sus ritos antiguos” (2Re. 17, 28-34).
Así se expresa el profeta Miqueas:
“¿Cuál es el delito de Jacob? ¿No es Samaría?” (Miq. 1, 5).
Para continuar con las amenazas de Yaveh a la región:
“Voy a convertir a Samaría en un campo de ruinas, en un plantío de viñas. Haré rodar sus piedras por el valle, dejaré desnudos sus cimientos. Todos sus ídolos serán machacados, todas sus ganancias quemadas en el fuego, aniquilaré todas sus imágenes,
porque con ganancias de prostitución las reunió y a ganancias de prostitución tornarán” (Miq. 1, 6-7)
Pero ninguna revela tan bien como la que recoge el Libro de Esdrás el origen y la razón del desencuentro entre unos judíos, los de Judea, y otros, los samaritanos. Nos lo cuenta así:
“Cuando los enemigos de Judá y de Benjamín se enteraron de que los deportados estaban edificando un santuario a Yahvé, Dios de Israel, se presentaron a Zorobabel, a Josué y a los cabezas de familia, y les dijeron: «Vamos a edificar junto con vosotros, porque, como vosotros, buscamos a vuestro Dios y le sacrificamos, desde los tiempos de Asaradón, rey de Asiria, que nos trajo aquí.» Zorobabel, Josué y los restantes cabezas de familia israelitas les contestaron: «No podemos edificar juntos nosotros y vosotros un templo a nuestro Dios: a nosotros solos nos toca construir para Yahvé, Dios de Israel” (Esd. 4, 1-3).
A lo que los samaritanos responden construyendo su propio templo en el monte Garizim, de cuya existencia en tiempos de Jesús existen muchos testimonios históricos, -también en la obra de Flavio Josefo-, de todos los cuales nos quedamos, sin salir del propio Evangelio, con este que recoge el propio evangelista Juan cuando relata la conversación que tiene Jesús con la pecadora samaritana y ésta le dice:
“Le dice la mujer: ‘Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar’. Jesús le dice: ‘Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre’”. (Jn. 4. 19-21).
El Nuevo Testamento nos brinda no pocas pruebas de esa rivalidad que para mejor entendernos, podríamos comparar a rivalidades semejantes existentes en nuestro propio país como la que cultivan vizcaínos y guipuzcoanos, o gijoneneses y ovetenses, y de la que son buenos exponentes pasajes como éste de Juan, cuando los judíos insultan a Jesús:
“Los judíos le respondieron: ‘¿No decimos, con razón, que eres samaritano y que tienes un demonio?’” (Jn. 8, 48)
O éste de Mateo donde Jesús envía a sus discípulos a predicar la palabra y les advierte:
“No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos” (Mt. 10, 5).
O éste de Lucas en el que narra lo que le pasa a esos mismos discípulos cuando, contrariando las instrucciones recibidas, entran efectivamente en “un pueblo de samaritanos”.
“Envió, pues, mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén” (Lc. 9, 52-54).
Una rivalidad sobre la que Jesús transciende en una de sus más celebradas parábolas privativa del relato lucano, en el que explica a su interlocutor quién es su verdadero prójimo:
“Jesús respondió: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: `Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.' ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Él dijo: ‘El que practicó la misericordia con él’. Díjole Jesús: ‘Vete y haz tú lo mismo’” (Lc. 10, 29-37).
Las referencias a la impiedad de los samaritanos no son menos en el Antiguo Testamento. Esto nos cuenta el Libro de los Reyes:
“Uno de los sacerdotes deportados de Samaría fue a establecerse en Betel y les enseñó cómo dar culto a Yahvé. Sin embargo, cada uno de aquellos pueblos paganos continuaba fabricando sus propios dioses y los instalaban en los altozanos que habían hecho los samaritanos […] Hasta el día de hoy han seguido practicando sus ritos antiguos” (2Re. 17, 28-34).
Así se expresa el profeta Miqueas:
“¿Cuál es el delito de Jacob? ¿No es Samaría?” (Miq. 1, 5).
Para continuar con las amenazas de Yaveh a la región:
“Voy a convertir a Samaría en un campo de ruinas, en un plantío de viñas. Haré rodar sus piedras por el valle, dejaré desnudos sus cimientos. Todos sus ídolos serán machacados, todas sus ganancias quemadas en el fuego, aniquilaré todas sus imágenes,
porque con ganancias de prostitución las reunió y a ganancias de prostitución tornarán” (Miq. 1, 6-7)
Pero ninguna revela tan bien como la que recoge el Libro de Esdrás el origen y la razón del desencuentro entre unos judíos, los de Judea, y otros, los samaritanos. Nos lo cuenta así:
“Cuando los enemigos de Judá y de Benjamín se enteraron de que los deportados estaban edificando un santuario a Yahvé, Dios de Israel, se presentaron a Zorobabel, a Josué y a los cabezas de familia, y les dijeron: «Vamos a edificar junto con vosotros, porque, como vosotros, buscamos a vuestro Dios y le sacrificamos, desde los tiempos de Asaradón, rey de Asiria, que nos trajo aquí.» Zorobabel, Josué y los restantes cabezas de familia israelitas les contestaron: «No podemos edificar juntos nosotros y vosotros un templo a nuestro Dios: a nosotros solos nos toca construir para Yahvé, Dios de Israel” (Esd. 4, 1-3).
A lo que los samaritanos responden construyendo su propio templo en el monte Garizim, de cuya existencia en tiempos de Jesús existen muchos testimonios históricos, -también en la obra de Flavio Josefo-, de todos los cuales nos quedamos, sin salir del propio Evangelio, con este que recoge el propio evangelista Juan cuando relata la conversación que tiene Jesús con la pecadora samaritana y ésta le dice:
“Le dice la mujer: ‘Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar’. Jesús le dice: ‘Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre’”. (Jn. 4. 19-21).
Luis
Antequera
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