Queridos amigos y hermanos de
ReL: La fiesta que hoy celebramos se llama Pentecostés. Esta palabra señala que
el hecho que conmemoramos ocurrió cincuenta días después de la resurrección de
Jesús. Pero lo que festejamos es importantísimo: hoy se cumple la promesa de
Jesús, llega el Espíritu Santo y se inicia la misión de la Iglesia: anunciar al
mundo el amor de Dios, hecho hombre en Jesucristo. Al actualizar ese momento,
la Iglesia entera revive su vocación: evangelizar a todos los pueblos, de toda
raza y cultura. “El Espíritu del Señor llena todo el mundo, y él, que mantiene
todo unido, habla con sabiduría” (Misal Romano). Esta realidad, anunciada en el
libro de la Sabiduría, se cumplió en toda su plenitud el día de Pentecostés,
cuando los apóstoles y los que estaban con ellos “se llenaron todos del
Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la
lengua que el Espíritu le sugería” (Hc 2, 49.
Pentecostés es el cumplimiento de
la promesa de Jesús: “cuando yo me fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7); es el bautismo
anunciado por él antes de subir al cielo: “seréis bautizados en el Espíritu
Santo” (Hc 1, 5); como también es el cumplimiento de sus palabras: “Si alguno
tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de
su seno” (Jn 7, 37-38). Comentando este último episodio, nota el evangelista:
“Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeren en él, pues aún
no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (ib
39). No había sido dado en su plenitud, pero no quiere decir que el Espíritu
faltara a los justos. El Evangelio lo atestigua de Isabel, de Simeón y de
muchos otros más. Jesús lo declaró de sus apóstoles en la vigilia de su muerte:
“vosotros le conocéis porque permanece con vosotros” (Jn 14, 17); y aún más en
la tarde de Pascua, cuando apareciéndose a los once en el cenáculo, “sopló y
les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22).
El Espíritu Santo es el “don” por
excelencia, infinito como infinito es Dios; aunque quien cree en Cristo ya lo posee,
puede sin embargo recibirlo y poseerlo cada vez más. La donación del Espíritu
Santo a los apóstoles en la tarde de la resurrección demuestra que ese don
inefable está estrechamente unido al misterio pascal; es el supremo don de
Cristo que, habiendo muerto y resucitado por la redención de los hombres, tiene
el derecho y el poder de concedérselo. La bajada del Espíritu en el día de
Pentecostés renueva y completa este don, y se realiza no de una manera íntima y
privada, como en la tarde de Pascua, sino en forma solemne, con manifestaciones
exteriores y públicas indicando con ello que el don del Espíritu no está
reservado a unos pocos privilegiados sino que está destinado a todos los
hombres como por todos los hombres murió, resucitó y subió a los cielos Cristo.
El misterio pascual culmina por lo tanto no sólo en la Resurrección y en la
Ascensión, sino también en el día de Pentecostés que es su acto conclusivo.
Cuando los hombres, impulsados
por el orgullo y casi desafiando a Dios, quisieron construir la famosa torre de
Babel, no podían entenderse (Gn 11, 1-9, primera lectura de la Misa de la
Vigilia de Pentecostés). Con la bajada del Espíritu Santo sucedió lo contrario:
no confusión de lenguas, sino el “don” de lenguas que permitía una inteligencia
recíproca entre los hombres “de cuantas naciones hay bajo el cielo” (Hc 2, 5);
ya no más separación, sino fusión entre gentes de los más diversos pueblos.
Esta es la obra fundamental del Espíritu Santo: realizar la unidad, hacer de
pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios fundado en el
amor que el divino Paráclito ha venido a derramar en los corazones.
San Pablo recuerda este
pensamiento escribiendo a los Corintios: “Todos nosotros hemos sido bautizados
en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya
gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu” (1 Cr 12,
13). El divino Paráclito, Espíritu de amor, es espíritu y vínculo de unión
entre los creyentes de los cuales constituye un solo cuerpo, el Cuerpo místico
de Cristo, la Iglesia. Esta obra, comenzada el día de Pentecostés, está
ordenada a renovar la faz de la tierra, como un día renovó el corazón de los
apóstoles, rompiendo su mentalidad ligada al judaísmo, para lanzarlos a la
conquista del mundo entero, sin distinción de razas o de religiones. Esta
empresa fue facilitada de manera concreta con el don de las lenguas que
permitió a la Iglesia primitiva difundirse con mayor rapidez. Y si con el
tiempo ese don ha cesado, fue sustituido, y lo es todavía hoy, por otro don no
menos poderoso para atraer a los hombres al Evangelio y unirles entre sí: el
amor.
El lenguaje del amor es
comprendido por todos: doctos e ignorantes, connacionales y extranjeros,
creyentes e incrédulos. Por eso precisamente tanto la Iglesia entera como cada
uno de los fieles tienen necesidad de que se renueve en ellos Pentecostés.
Aunque el Espíritu Santo esté ya presente, hay que continuar pidiendo: “Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor” (Versículo del Aleluya). Pentecostés no es un episodio que se
cumplió cincuenta días después de la Pascua y ha quedado ya cerrado y
concluido; es una realidad siempre actual en la Iglesia. El Espíritu Santo,
presente ya en los creyentes por razón de esta presencia suya en la Iglesia,
los hace cada vez más deseosos de recibirlo con mayor plenitud, dilatando él
mismo sus corazones para que sean capaces de recibirlo con efusiones cada vez
más copiosas.
Terminemos con una oración
bellísima que se encuentra en los “escritos inéditos” de Sor Carmela del
Espíritu Santo: “¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, Amor
increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí como un nuevo
Pentecostés, trayéndome la abundancia de tus dones, de tus frutos, de tu gracia
y únete a mí como Esposo dulcísimo del alma.
Yo me consagro a ti totalmente:
invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento,
suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural que dé
vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme
pura, transparente, sencilla, verdadera, libre, pacífica, suave, quieta y
serena aun en medio del dolor, ardiente de caridad hacia Dios y hacia el
prójimo.
Ven, oh Espíritu vivificante,
sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas
orientaciones, danos tu paz, aquella que el mundo no puede dar. Asiste a tu
Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles, solicita con suaves
invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras,
consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz
a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte”.
Con mi
bendición.
Padre José Medina
Padre José Medina
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