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Una de las devociones del Sagrado Corazón es el Detente: una pequeña insignia con la leyenda ¡Detente! El corazón de Jesús está aquí, que santa Margarita María de Alacoque recibió en visiones místicas como encargo del Señor. Pío IX, en 1848, fue testigo de cómo un joven soldado salvó su vida gracias a que un Detente de tela frenó un disparo mortal, y le otorgó la bendición pontificia para avalar la promesa de Cristo a santa Margarita, de proteger a quien lo portase. Algo que confirmaron, en 1914, los soldados en la batalla más decisiva de la Gran Guerra. La del Milagro del Marne.
Una de las devociones del Sagrado Corazón es el Detente: una pequeña insignia con la leyenda ¡Detente! El corazón de Jesús está aquí, que santa Margarita María de Alacoque recibió en visiones místicas como encargo del Señor. Pío IX, en 1848, fue testigo de cómo un joven soldado salvó su vida gracias a que un Detente de tela frenó un disparo mortal, y le otorgó la bendición pontificia para avalar la promesa de Cristo a santa Margarita, de proteger a quien lo portase. Algo que confirmaron, en 1914, los soldados en la batalla más decisiva de la Gran Guerra. La del Milagro del Marne.
Antes de sumergirse en el
ostracismo por perder una batalla decisiva para su patria, el general alemán
Von Klück se desahogaba en sus Memorias: «Que unos hombres que han
retrocedido durante diez jornadas, postrados y medio muertos por la fatiga,
puedan retomar el fusil y atacar al toque de corneta, es una posibilidad que
jamás ha sido estudiada en nuestras escuelas de guerra». Se refería a la
actitud con que, en septiembre de 1914, a orillas del río Marne, los soldados
franceses y británicos, diezmados, malheridos, famélicos y en retirada, giraron
sobre sus talones para atacar y derrotar al ejército alemán que los había
destrozado durante una semana y que los triplicaba en número. Lo que Von Klück
no quiso desvelar fueron los sucesos que propiciaron el desenlace de un choque
que cambió el rumbo de la Gran Guerra, y que él mismo ordenó silenciar a más de
cien mil soldados alemanes bajo amenaza de fusilar a quien los revelase. Los
sucesos de la batalla del Milagro del Marne.
Estamos en los primeros meses de
la contienda y la acometida alemana parece imparable: a finales de agosto, las
tropas del Kaiser se han plantado a 60 kilómetros de París y el miedo a morir
es cada vez más evidente en el ejército franco-británico, sobre todo por dejar
sin amparo a la población, o sea, a las mujeres, hijos y padres de los
soldados. Entre el temor y la desesperanza, los sacerdotes galos obligados a
alistarse -las leyes anticlericales de Francia no hacen distingos entre varones
a la hora de ir al frente- se multiplican para recordar a la tropa que los
destinos del mundo no son ajenos a la Providencia de Dios, y comienzan a promover
la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tan ligado a la historia del pueblo
francés. Los capellanes militares, como el célebre jesuita Louis Lenoir (que
morirá en 1917 por rescatar a un soldado herido), y los presbíteros obligados a
combatir, reparten entre los soldados oraciones al Corazón de Cristo y pequeñas
estampas del ¡Detente! No son amuletos, son instrumentos para grabar en
el pecho la certeza de que la muerte no tiene la última palabra; que la
misericordia de Dios abraza a quien entrega su vida por los demás; que el
sacrificio merece la pena; que se puede confiar la vida de los seres queridos
al cuidado infinito del Señor; y que el enemigo, aquel que ha jurado a Dios
odio sin tregua y quiere perder el alma y el cuerpo de quienes se saben hijos
del Padre, ese que seduce con tentaciones de éxito y dominio, retrocede ante un
alma que se atrinchera en el Corazón traspasado por la lanza de Longinos.
El 8 de septiembre, día de la
Natividad de la Virgen, las tropas galas se retiran hacia París y Von Klück da
la orden de perseguirlos para aplastarlos por la espalda. Abre así una brecha
de 50 kilómetros con el ejército alemán de la retaguardia, pero está seguro de
su victoria. Sin embargo, algo inesperado ocurre. Algo que no se sabrá hasta
que, en 1917, varios soldados, capellanes y oficiales alemanes lo confiesen a
los galos: en la carretera que va a París, mientras en la recién acabada
basílica del Sacré-Coeur de Montmartre se mantiene la adoración
eucarística y se pide al Sagrado Corazón el fin de la guerra, la imagen
celestial de una Mujer vestida de blanco y azul cierra el paso a la tropa
alemana. Cien mil soldados son testigos del suceso y caen de rodillas
espantados al ver que la Mujer les da la espalda, se inclina sobre París y
parece frenar su acometida con una mano. El ejército teutón es incapaz de
avanzar, Von Klück ordena la retirada e impone pena de muerte a quien revele el
suceso. En 1917, un soldado alemán en agonía será recogido por unas monjas
francesas y, al entrar en el hospital de campaña y ver una imagen del Corazón
Inmaculado de María, gritará: ¡Es la Mujer del Marne! Cuando desde la
antena de comunicación de la Torre Eiffel los franceses interceptan un mensaje
alemán que habla de una inexplicable retirada, desafían las prohibiciones anticlericales
del Gobierno, consagran sus batallones al Corazón de Jesús y dan la orden de
atacar. Días después, el Kaiser recibe un telegrama desde el Marne: «Sire,
hemos perdido la guerra». Es cierto. Pero los poderes del mundo se enrocan en
su empeño por conquistar la gloria pasajera y dan inicio a la guerra de
trincheras, que durará hasta 1918. El resultado es la mayor tragedia vivida
por el hombre hasta entonces. Sólo la misericordia de Dios explica que, a pesar
de todo, Él esté dispuesto a seguir cuidando de sus hijos.
José Antonio Méndez
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