Devoción, en su sentido primario, significa darse uno mismo a alguien o a algo. En el contexto de la verdadera religión, devoción significa una actitud de la voluntad, serena y constante; el fruto de una reflexiva decisión mediante la cual la persona se haya entregada en todo momento al servicio de Dios. Es la ofrenda de uno mismo a Dios, dedicándose a todas aquellas actividades que redunden en su honor. No otro es el compromiso de todo bautizado que, mediante el sacramento del Bautismo, pasa a formar parte del mundo cristiano.
Devoción
es un hábito del espíritu, fruto de la virtud de la religión, que empapa la
propia vida, que da sentido y forma a aquellos actos mediante los cuales
alcanzamos la meta última: el servicio de Dios. Entre estos actos que nos guían
hacia este fin último, encontramos las llamadas “devociones”, es decir, las
actitudes religiosas, oraciones y prácticas, que acentúan aspectos particulares
de la doctrina religiosa, o que pretenden rendir un servicio u honor, bien a
determinados santos, o bien a los misterios divinos.
Estas
“devociones,” poseen un valor extraordinario, en cuanto son medios para
expresar aquella devoción última: el servicio de Dios. Actúan como terreno
abonado para que el culto máximo, de glorificación de Dios, pueda brotar y
florecer, porque, en resumidas cuentas, toda devoción busca y tiende a Dios
único, a quien por ser quien es, se le debe el culto de adoración.
Si existe
en la Iglesia una gran variedad de formas y prácticas devocionales, se debe a
que el Espíritu, “que sopla donde quiere” (Jn. 3, 8), guía a las almas por
diferentes caminos, preservando, sin embargo, un designio último de unidad, que
obtiene, mediante esta variedad, toda su belleza.
Por esta
causa, y ya que la Iglesia permite “nuevas devociones” y las hace suyas, es
obligación nuestra interesarnos por ellas, sobre todo una vez examinadas y
verificadas sus fuentes, y encontradas dignas de crédito de origen divino y en
perfecta armonía con las revelaciones públicas que han sido transmitidas en las
Sagradas Escrituras y en la Tradición.
La
constitución concerniente a la Liturgia Sagrada del Concilio Vaticano II, nos
enseña que las devociones populares, tal como las practican las gentes
cristianas, son acogidas con simpatía e interés, siempre que no violen las
leyes y normas de la Iglesia. Lo único que se espera es que todas las
devociones se ordenen de forma tal, que se hallen en armonía con las estaciones
litúrgicas concuerden con la Sagrada Liturgia, y de alguna forma deriven de
ella y se encaminen a ella.
La
devoción al Corazón de Jesús, no solo se ajusta enteramente a los requisitos ya
mencionados en el documento Conciliar concerniente a la liturgia, sino que,
además, se encuentra enraizada en la entraña del mismo Evangelio, de donde
proceden todos aquellos ideales, actitudes, conductas y prácticas
fundamentales, definitorias del auténtico cristianismo y peculiares del culto
cristiano.
Y ¿qué es
la devoción al Corazón de Jesús? La devoción al Corazón de Jesús, está
totalmente de acuerdo con la esencia del Cristianismo, que es religión de amor.
Ya que tiene por fin el aumento de nuestro amor a Dios y a los hombres. No
apareció de repente en la Iglesia, ni se puede afirmar que deba su origen a
revelaciones privadas. Pues es evidente que las revelaciones de Santa Margarita
María de Alacoque no añadieron nada nuevo a la Doctrina Católica. La
importancia de estas revelaciones está únicamente en que sirvieron para que, de
una forma extraordinaria, Cristo nos llamase la atención para que nos fijásemos
en los misterios de su amor. “En su corazón debemos poner todas las
esperanzas”. Ya que “la Eucaristía, el Sacerdocio y María son dones del Corazón
de Jesús” (Pío XII, Encíclica Haurietis Aquas).
EN LA SAGRADA ESCRITURA
Del
Corazón del Mesías hablan los Profetas, poniendo en su boca estas expresiones:
“Porque Yahvé está a mi diestra, se alegra mi corazón” (Sal. 16,9). “Todos mis
huesos están dislocados, mi Corazón es como cera que se derrite dentro de mis
entrañas” (Sal. 22,15). “Dentro de mi corazón está tu ley” (Sal. 40,9). “El
oprobio me destroza el Corazón” (Sal. 69,21).
También
el Nuevo Testamento hace referencias al Corazón de Cristo: “Aprende de mí, que
soy de Corazón manso y humilde” (Mt. 11,29). “Un leproso se le acercó,
suplicándole de rodillas: Si quieres puedes curarme. A Él se le conmovió el
Corazón” (Mc. 1,41). “Se le conmovió el Corazón porque estaban como ovejas sin
pastor” (Mc. 6,34). “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba, si cree en mí.
Pues como dice la Escritura: brotarán de su Corazón ríos de agua viva” (Jn.
7,37-39). “Dios es testigo de cómo os quiero en el Corazón de Cristo Jesús”
(Fil. 1,8).
Es
interesante observar en el texto citado de San Pablo, que toma como modelo y
centro del amor entre los Cristianos el amor de Cristo simbolizado en una parte
de su cuerpo, su Corazón. Y en el texto de San Juan, aparece su Corazón, (que
simboliza su amor) como la fuente del Espíritu que nos había de enviar (Cfr.
Jn. 15,26) y a la que nos invita a acudir. Esto es ya iniciar toda una
espiritualidad del Corazón de Jesús.
Pero
queda otro texto, el más profundo, aunque no mencione expresamente el Corazón:
“Al llegar a Jesús como vieron que ya había muerto, no le rompieron las
piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le atravesó el costado, y
salió entonces sangre y agua. Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es
verdadero, y el sabe que dice la verdad, para que vosotros creáis también. Eso
ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le romperán un hueso. Y otro
pasaje que dice: “Mirarán al que traspasaron” (Jn. 19, 33-37).
San Juan,
en su Evangelio, tiene cuidado de suplir las lagunas de los sinópticos, y aquí
llama la atención en narrar este hecho: contrapone los designios de los hombres
de quebrarle las piernas, al plan de Dios, tan importante que está doblemente
profetizado por la Escritura; y sobre la lanzada que hace brotar sangre y agua,
con toda solemnidad apela repetidamente a la veracidad de su testimonio; y todo
para que creamos. ¿Qué hemos creer? Sin duda se trata de algo extraordinario,
de un misterio de salvación.
En Juan
7,39, se anuncia el misterio del Espíritu que se nos había de dar. Aquí, en Jn.
19,34, se nos da ese Espíritu, sale ya aquella agua prometida. Es decir, con la
muerte de Cristo, muerte por amor completada y simbolizada en el Corazón
traspasado, se consuma nuestra redención y el nacimiento de la Iglesia, del
cuerpo místico de Cristo, o sea de nuestra incorporación a Cristo, y por Cristo
a Dios.
Ver
simbolizada en la sangre de la lanzada, la eucaristía, y en el agua el
bautismo, tiene la base teológica que el sacrificio eucarístico es renovación y
representación de la muerte sangrienta de Cristo, completada por esa lanzada; y
el bautismo es purificación del pecado y nacimiento a la vida sobrenatural,
gracias a la muerte de Cristo, y asociándonos a ella. Ambos, pues, eucaristía y
bautismo tienen su origen en la muerte de Cristo.
Misterio
de salvación, fabuloso misterio de amor, razón última de Cristo, de toda su
obra, y suprema lección para nosotros. Nos lo desvela con emoción San Pablo: “A
mí el menor de todos los santos, se me ha dado la gracia de anunciar la buena
noticia de la insondable riqueza de Cristo, e iluminar la comunicación del
miste-rio oculto desde siempre en Dios, para que su polifacética sabiduría sea conocida
mediante la Iglesia” (Ef. 3,8-10), y pide a continuación: “se nos conceda
comprender ese insospechado amor de Cristo para que lleguemos a la plenitud en
Dios” (v.16-19). Este es el gran misterio de salvación revelado claramente por
San Pablo y por San Juan. Fundamento bíblico de la espiritualidad del Corazón
de Cristo, que no es otra cosa sino avanzar por ese camino de verdad hacia la
plenitud del amor, simbolizado en el Corazón traspasado.
EN LA TRADICIÓN
Los
Santos Padres y los escritores antiguos, profundizando en estos pasajes
bíblicos, consideran el costado o el Corazón traspasado de Cristo, como
símbolo, identificado con el hecho real del nacimiento de la Iglesia a la hora
de su muerte. Es decir: el amor de Cristo es el origen de todas las gracias,
incluida la Iglesia; pero un amor que ha llegado hasta la muerte para
conseguirnos esas gracias; y ese amor doloroso, esperanza de resurrección
triunfal, lo ven simbolizado más que en su cora-zón traspasado, en la herida
del costado (aunque es el mismo hecho).
Así S.
Justino: “hemos salido, como las piedras de una cantera, de las entrañas de
Cristo”. Otra comparación frecuente es Cristo–Iglesia con Adán-Eva; como esta
se formó del costado de Adán, así la Iglesia desde Cristo. S. Juan Crisóstomo: “de
la herida de su costado ha formado Cristo la Iglesia, como antes Eva lo fue de
Adán”. S. Agustín: “Adán duerme para que nazca Eva; Cristo muere para que nazca
la Iglesia. Del costado de Adán dormido nace Eva. Muerto Cristo, la lanza abre
su costado para que broten los sacramentos con los cuales se forma la Iglesia”.
Comienza
en Orígenes la atención a San Juan, que reclinó su cabeza en el Señor (Jn.
13,23) y pudo allí beber el agua viva del conocimiento místico y de los
misterios divinos. Continuó esta tradición en S. Agustín: “S. Juan, quien en la
cena se reclinó en el pecho del Señor para significar así que bebía de su
Corazón los más profundos secretos…”.
El último
Santo Padre griego, S. Juan Damasceno, aconseja: “que nos acerquemos a este
Corazón con deseo ardiente; para que el fuego de nuestro deseo queme nuestros
pecados, ilumine nuestros corazones y de tal manera nos haga arder al contacto
con el fuego divino, que nos transformemos en Dios”.
Esta
tradición primitiva, al proponer, siguiendo la Escritura, el pecho del Señor
como fuente de sabiduría, de amor y de gracia, de donde ha brotado por la
herida mortal la Iglesia, y en donde hemos de introducirnos nosotros, a
imitación de S. Juan, podemos decir que forma con todo esto el prólogo a la
espiritualidad que irá cristalizando y perfeccionándose alrededor del Corazón
de Cristo Jesús.
EN LA HISTORIA
Los
Santos Padres muchas veces hablaron del Corazón de Cristo como símbolo de su
amor, tomándolo de la Escritura: “Hemos de beber el agua que brotaría de su Corazón…
cuando salió sangre y agua” (Jn 7,37; 19,35).
En la
Edad Media comenzaron a considerarle como modelo de nuestro amor, paciente por
nuestros pecados, a quien debemos reparar entregándole nuestro corazón (santas
Lutgarda, Matilde, Gertrudis la Grande, Margarita de Cortona, Angela de
Foligno, San Buenaventura, etc.).
En el
siglo XVII estaba muy extendida esta devoción. San Juan Eudes, ya en 1670,
introdujo la primera fiesta pública del Sagrado Corazón.
Santa
Margarita María de Alocoque (monja salesa de Paray-le-Monial, Francia), en 1673
comenzó a tener una serie de revelaciones que le llevaron a la santidad y la
impulsaron a formar un equipo de apóstoles de esta devoción. Con su celo
consiguieron un enorme impacto en la Iglesia.
Se
divulgaron innumerables libros e imágenes. Las asociaciones del Sagrado Corazón
subieron en un siglo, desde mediados del XVIII, de 1.000 a 100.000. Unas 200
congregaciones religiosas y varios institutos seculares se han fundado para
extender su culto de mil formas.
El
Apostolado de la Oración, que pretende conseguir nuestra santificación personal
y la salvación del mundo mediante esta devoción, contaba ya en 1917 con 20
millones de asociados. Y en 1960 llegaba al doble en todo el mundo, pasando en
España del millón; sus 200 revistas tenían 15 millones de suscriptores. La mayor
asociación de todo el mundo.
La
Oposición a este culto siempre ha sido grande, sobre todo en el siglo XVIII por
parte de los jansenistas, y recibió un fuerte golpe con la supresión de la
Compañía de Jesús (1773).
En España
se prohibieron los libros sobre el Sagrado Corazón. El emperador de Austria dio
orden que desapareciesen sus imágenes de todas las iglesias y capillas. En los
seminarios se enseñaba: “la fiesta del Sagrado Corazón ha echado una grave
mancha sobre la religión.”
La Europa
oficial rechazó el Corazón de Cristo y en seguida fue asolada por los horrores
de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas. Pero después de la
purificación, resurgió de nuevo con más fuerza que nunca.
En 1856
Pío IX extendió su fiesta a toda la Iglesia. En 1899 León XIII consagró el
mundo al Sagrado Corazón de Jesús (Ecuador se había consagrado en 1874).
Y España
en 1919, el 30 de mayo, también se consagró públicamente al Sagrado Corazón en
el Cerro de los Ángeles. Donde se grabó, debajo de la estatua de Cristo, aquella
promesa que hizo al padre Bernardo de Hoyos, S.J., el 14 de mayo de 1733,
mostrándole su Corazón, en Valladolid (Santuario de la Gran Promesa), y
diciéndole: “Reinaré en España con más Veneración que en otras muchas
partes" (entonces también América era España).
EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
¿QUÉ DICEN LOS PAPAS DE LA
DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS?
“Para
fomentar la piedad cristiana no hay nada tan oportuno y útil como este culto,
espiritualidad la más segura” (León XIII).
“Encierra
la síntesis de todo el cristianismo y la mejor norma de vida” (Pío XI).
“Es
absolutamente cierto que se trata del acto más excelente del cristianismo.” “Es
la mejor manera de practicar la religión cristiana.” “Los que estiman en poco
este insigne beneficio dado por Jesucristo a su Iglesia ofenden a Dios” (Pío
XII).
“Es una
nueva luz, una llama de vida suscitada por el Señor para romper
providencialmente la tibieza de los tiempos” (Juan XXIII).
“Este
culto debe ser estimado en grado sumo por todos como la excelente y auténtica
espiritualidad que exige nuestro tiempo, conforme a las normas insistentes del
Concilio Vaticano II.” (Pablo VI).
“Tened
fija la mirada en el Sagrado Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los
corazones; aprended de Él las grandes lecciones de amor, bondad, sacrificio y
piedad”. “Esta devoción responde más que nunca a las aspiraciones de nuestro
tiempo” (Juan Pablo II).
¿Y EL VATICANO II QUÉ DICE DE
ESTA DEVOCIÓN?
El
Concilio Vaticano II, aunque no detalla, sí recomienda los ejercicios de piedad
cristiana (SC.13).
El
Vaticano II tiene alguna alusión explícita al Sagrado Corazón diciendo que el
Hijo de Dios “amó con Corazón de hombre” (GS. 22); y que “el nacimiento y
desarrollo de la Iglesia, están simbolizados en la sangre y el agua que manaron
del costado abierto de Cristo crucificado” (LG.3).
El
Vaticano II hizo pública profesión de este culto cuando al comienzo de la
segunda sesión, ya bajo Pablo VI el primer viernes de octubre de 1963 toda la
asamblea celebró la misa votiva del Sagrado Corazón.
El Vaticano
II, sobre todo, recalca como fundamentales en la espiritualidad cristiana,
todos los elementos constitutivos de la espiritualidad del Corazón de Jesús.
EN LA LITURGIA
La
liturgia es el culto público, es decir: las acciones sagradas que por institución
de Cristo o de la Iglesia, y en su nombre, se realizan siguiendo los libros
litúrgicos oficiales.
Evidentemente
reflejan de modo auténtico el sentir y la fe de la Iglesia. En la liturgia se
verifica especialmente la potestad de magisterio. Cuando el magisterio propone
a los fieles cómo han de dar culto a Dios, tiene una particular asistencia del
Espíritu Santo para no equivocarse y ofrecer un camino cierto y seguro de
santificación, ya que se trata de la más importante finalidad de la Iglesia.
Donde principalmente
se enseña a los fieles la doctrina y la vida cristiana, es en la Misa. Pues
bien, el culto público al Sagrado Corazón, fue canonizado en 1765 por Clemente
XIII, al introducir su fiesta litúrgica, con Misa y oficios propios.
Esta
enseñanza, mediante la liturgia, la imparte la Iglesia con frases suyas o con
frases tomadas de la Escritura (bien en su sentido propio, bien en un sentido
acomodado). En las recientes modificaciones introducidas con nuevas lecturas y
el evangelio en la nueva misa del Sagrado Corazón, el tema bíblico dominante es
el del amor de Cristo que se presenta como Buen Pastor.
La
importancia que la Iglesia concede actualmente al Sagrado Corazón, está
subrayada por la categoría de su fiesta, solemnidad de primera clase, de las
cuales sólo hay 14 al año en el calendario universal.
Además,
la fiesta de Cristo Rey, también solemnidad de primera clase, está
estrechamente unida a la espiritualidad del Sagrado Corazón. Pío XI declaró al
instituirla que precisamente a Cristo se le reconoce como Rey, por familias,
ciudades y naciones, mediante la consagración a su Corazón. Y determinó que en
dicha fiesta se renovase todos los años la consagración del mundo al Corazón de
Cristo.
Toda esta
actitud litúrgica de la Iglesia tiene la finalidad de estimular nuestra
práctica cristiana poniendo especial interés en celebrar su fiesta: comulgando,
asimilando sus enseñanzas, utilizando las oraciones litúrgicas, la
consagración, etc. Como decía Pío XI en la encíclica Quas primas: “las
celebraciones anuales de la liturgia tienen una eficacia mayor que los solemnes
documentos del magisterio para formar al pueblo en las cosas de la fe.”
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