Tendríamos
que mirar adentro, a ese corazón que sueña el bien y no lo hace.
¿Podemos
soñar un mundo cristiano? Quizá sea un poco difícil. ¿Podemos soñar, entonces,
en un país cristiano, una ciudad cristiana? ¿Cómo serían, cómo vivirían los
hombres y mujeres que tuviesen el amor como punto de referencia de todas sus
decisiones?
Soñemos, por un momento, en esa civilización del amor. Todo nacería de la Eucaristía. La misa sería el centro de la vida de cada corazón, de la familia, del mundo del trabajo, de los hospitales, de los políticos. Todos acudirían a celebrar con amor el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. La semana recibiría luz y sentido desde la experiencia dominical, desde el Evangelio escuchado y el amor recibido en el momento íntimo, profundo, eclesial, de la comunión eucarística.
En esta sociedad no habría odios, ni guerras, ni rencores. Alguna discusión se escaparía, quizá un rato de rabia, pero el perdón cubriría todo, y la justicia reinaría en lo más profundo de cada corazón.
Los esposos se amarían, sin egoísmos, sin celos. Ella pensaría en hacerle feliz a él, y él no se dejaría ganar en generosidad. Acogerían con amor cada hijo que Dios les concediese. También si viene enfermo, también si va a significar un mayor esfuerzo para toda la familia. No olvidarían a los abuelos: irían a visitarlos, los invitarían a casa, les darían un lugar principal en el hogar. Educarían a los hijos a la alegría, a la esperanza, a la ayuda mutua, a la donación a los demás. No permitirían imágenes o escenas en televisión que hablen de odio, traición, infidelidad o placeres egoístas.
Los hijos obedecerían con cariño, pensarían cómo hacer más feliz a sus padres, se ayudarían entre sí, trabajarían juntos para el bien de la familia. Escucharían con afecto a los abuelos, buscarían ratos para estar con ellos. Irían a visitar a ancianos que viven solos, a enfermos que pasan horas y horas en espera de alguien que les dé consuelo. Los ancianos harían todo lo posible para no obstaculizar la vida de sus hijos, respetarían a las nueras y los nueros. Buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar con discreción y ofrecer esa sabiduría madurada con el paso de los años y los ratos de oración ante Cristo en el Sagrario.
Los edificios no serían bloques de existencias aisladas en las que el saludo se cruza solamente en el ascensor o la escalera. Cada vivienda, cada urbanización, sería una comunidad de afecto en las que todos pensasen en el vecino anciano, en el enfermo, en el que necesita un poco de dinero para esa operación más cara.
En el trabajo, los jefes evitarían cualquier abuso, cuidarían que el salario fuese justo, pensarían en las familias de sus trabajadores y buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar sin ofender al que se encuentra en una situación difícil. Los empleados, obreros, oficinistas, respetarían a sus jefes, buscarían cómo hacer más fácil la tarea directiva. El salario que llegase a sus bolsillos sería para la familia, y sólo en familia verían cómo hacer que ese dinero ayudase a los de casa y a los de lejos (sin olvidar antes a ese vecino que pasa por un problema de dinero).
Los empresarios y los banqueros no vivirían sólo para acumular dinero, vencer a la competencia y dominar el mercado. Su ilusión sería dar más trabajo, con mejor seguridad, en un clima de amor y de respeto. No habría créditos con intereses abusivos. Cuando en el banco se descubriese que alguno no puede pagar la mensualidad o cubrir el crédito, se inventarían mil maneras de solidaridad y de apoyo para que nadie, por culpa de los créditos, cayese poco a poco en la pobreza y la desesperanza de deudas absurdas y opresoras.
Los médicos y enfermeras amarían a los enfermos, se preocuparían por ellos. Verían en cada uno a Cristo sufriente, y los tratarían como a hermanos, sin quejas, sin prisas, sin protestas. Los enfermos, a su vez, ofrecerían sus dolores a Dios por tantos hombres y mujeres que no tienen esperanza, que no aman, que no conocen el sentido de la vida ni la belleza de sus almas. Sabrían esperar, con paciencia, la llegada de su turno, y algunas veces intentarían consolar al mismo médico que llora ante la inevitable derrota de la muerte: “doctor, llega la muerte, pero yo viviré para siempre: ¡nos vemos en el cielo...!”
Los políticos serían honestos, trabajarían por el bien de la sociedad, de los pobres, los marginados, los enfermos. Harían maravillas para que el hospital fuese bien atendido, para mejorar las calles, para hacer que los parques y el aire limpio alegrasen la vida de los pequeños, los medianos y los grandes. Los policías y los jueces no pedirían un cumplimiento frío, ausente, de las normas ciudadanas, sino que tratarían a cada uno con respeto, incluso al que falló, al que tuvo un mal momento. Su respeto, su honradez, serían garantía de que la justicia basada en el amor es más eficaz que la orden impuesta desde el miedo, o que ese mundo triste de los sobornos y los favoritismos.
Hemos soñado un poco. Llega la hora de despertar, de mirar afuera, de encontrar los males de siempre y las penas que no acaban. Quizá condenemos a aquel, que va a misa, que presume de cristiano pero vive como pagano. Quizá nos quejemos ante Dios por un mundo que pudo haber sido un poco mejor, más justo, más llevadero...
Haríamos bien en no juzgar, ni a Dios ni al hermano. Tendríamos que mirar adentro, a ese corazón que sueña el bien y no lo hace, que se ilusiona con las bienaventuranzas y persigue luego un placer amargo o unos dineros ganados a escondidas...
Sabemos que el sueño puede ser menos sueño si ahora mismo dejo ese proyecto de egoísmos y empiezo a mejorar mi cariño aquí, en casa, entre los míos. O allá, entre la gente con la que viajo, en el lugar donde trabajo, en ese encuentro fortuito con alguien que también espera, este día, amar y ser amado, para ser, de veras, más cristiano, más bueno. Así podremos imitar un poco a ese Padre bueno de los cielos que no ha dejado ni un día de amarnos con locura, porque somos sus hijos predilectos...
Soñemos, por un momento, en esa civilización del amor. Todo nacería de la Eucaristía. La misa sería el centro de la vida de cada corazón, de la familia, del mundo del trabajo, de los hospitales, de los políticos. Todos acudirían a celebrar con amor el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. La semana recibiría luz y sentido desde la experiencia dominical, desde el Evangelio escuchado y el amor recibido en el momento íntimo, profundo, eclesial, de la comunión eucarística.
En esta sociedad no habría odios, ni guerras, ni rencores. Alguna discusión se escaparía, quizá un rato de rabia, pero el perdón cubriría todo, y la justicia reinaría en lo más profundo de cada corazón.
Los esposos se amarían, sin egoísmos, sin celos. Ella pensaría en hacerle feliz a él, y él no se dejaría ganar en generosidad. Acogerían con amor cada hijo que Dios les concediese. También si viene enfermo, también si va a significar un mayor esfuerzo para toda la familia. No olvidarían a los abuelos: irían a visitarlos, los invitarían a casa, les darían un lugar principal en el hogar. Educarían a los hijos a la alegría, a la esperanza, a la ayuda mutua, a la donación a los demás. No permitirían imágenes o escenas en televisión que hablen de odio, traición, infidelidad o placeres egoístas.
Los hijos obedecerían con cariño, pensarían cómo hacer más feliz a sus padres, se ayudarían entre sí, trabajarían juntos para el bien de la familia. Escucharían con afecto a los abuelos, buscarían ratos para estar con ellos. Irían a visitar a ancianos que viven solos, a enfermos que pasan horas y horas en espera de alguien que les dé consuelo. Los ancianos harían todo lo posible para no obstaculizar la vida de sus hijos, respetarían a las nueras y los nueros. Buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar con discreción y ofrecer esa sabiduría madurada con el paso de los años y los ratos de oración ante Cristo en el Sagrario.
Los edificios no serían bloques de existencias aisladas en las que el saludo se cruza solamente en el ascensor o la escalera. Cada vivienda, cada urbanización, sería una comunidad de afecto en las que todos pensasen en el vecino anciano, en el enfermo, en el que necesita un poco de dinero para esa operación más cara.
En el trabajo, los jefes evitarían cualquier abuso, cuidarían que el salario fuese justo, pensarían en las familias de sus trabajadores y buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar sin ofender al que se encuentra en una situación difícil. Los empleados, obreros, oficinistas, respetarían a sus jefes, buscarían cómo hacer más fácil la tarea directiva. El salario que llegase a sus bolsillos sería para la familia, y sólo en familia verían cómo hacer que ese dinero ayudase a los de casa y a los de lejos (sin olvidar antes a ese vecino que pasa por un problema de dinero).
Los empresarios y los banqueros no vivirían sólo para acumular dinero, vencer a la competencia y dominar el mercado. Su ilusión sería dar más trabajo, con mejor seguridad, en un clima de amor y de respeto. No habría créditos con intereses abusivos. Cuando en el banco se descubriese que alguno no puede pagar la mensualidad o cubrir el crédito, se inventarían mil maneras de solidaridad y de apoyo para que nadie, por culpa de los créditos, cayese poco a poco en la pobreza y la desesperanza de deudas absurdas y opresoras.
Los médicos y enfermeras amarían a los enfermos, se preocuparían por ellos. Verían en cada uno a Cristo sufriente, y los tratarían como a hermanos, sin quejas, sin prisas, sin protestas. Los enfermos, a su vez, ofrecerían sus dolores a Dios por tantos hombres y mujeres que no tienen esperanza, que no aman, que no conocen el sentido de la vida ni la belleza de sus almas. Sabrían esperar, con paciencia, la llegada de su turno, y algunas veces intentarían consolar al mismo médico que llora ante la inevitable derrota de la muerte: “doctor, llega la muerte, pero yo viviré para siempre: ¡nos vemos en el cielo...!”
Los políticos serían honestos, trabajarían por el bien de la sociedad, de los pobres, los marginados, los enfermos. Harían maravillas para que el hospital fuese bien atendido, para mejorar las calles, para hacer que los parques y el aire limpio alegrasen la vida de los pequeños, los medianos y los grandes. Los policías y los jueces no pedirían un cumplimiento frío, ausente, de las normas ciudadanas, sino que tratarían a cada uno con respeto, incluso al que falló, al que tuvo un mal momento. Su respeto, su honradez, serían garantía de que la justicia basada en el amor es más eficaz que la orden impuesta desde el miedo, o que ese mundo triste de los sobornos y los favoritismos.
Hemos soñado un poco. Llega la hora de despertar, de mirar afuera, de encontrar los males de siempre y las penas que no acaban. Quizá condenemos a aquel, que va a misa, que presume de cristiano pero vive como pagano. Quizá nos quejemos ante Dios por un mundo que pudo haber sido un poco mejor, más justo, más llevadero...
Haríamos bien en no juzgar, ni a Dios ni al hermano. Tendríamos que mirar adentro, a ese corazón que sueña el bien y no lo hace, que se ilusiona con las bienaventuranzas y persigue luego un placer amargo o unos dineros ganados a escondidas...
Sabemos que el sueño puede ser menos sueño si ahora mismo dejo ese proyecto de egoísmos y empiezo a mejorar mi cariño aquí, en casa, entre los míos. O allá, entre la gente con la que viajo, en el lugar donde trabajo, en ese encuentro fortuito con alguien que también espera, este día, amar y ser amado, para ser, de veras, más cristiano, más bueno. Así podremos imitar un poco a ese Padre bueno de los cielos que no ha dejado ni un día de amarnos con locura, porque somos sus hijos predilectos...
Autor: P.
Fernando Pascual
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