Para
nadie es un secreto que un alto porcentaje de jóvenes se encuentra inmerso en
un estilo de vida que choca contra su dignidad: drogas, alcoholismo, violencia,
desintegración, abuso, sexo fácil, individualismo, obsesión por la imagen,
etcétera; sin embargo, quizá por el realismo de la crisis antropológica que ha
alcanzado a todos los niveles de la sociedad, hay un despertar que conviene subrayar, atender e impulsar. Resulta
que muchos jóvenes se están dando cuenta que no son los únicos que viven contra
corriente; es decir, apostando por otra forma de comprender y vivir la vida. Un
grupo que va creciendo en su oposición a las diferentes manifestaciones de la
mentira. Hombres y mujeres menores de treinta años que han comenzado a
visualizar cuánta razón hay en los valores más elementales de la fe, pero que
en su momento dieron por retrógrados y anticuados. Tras ver cómo han terminado
muchos de sus compañeros, algo los ha hecho cambiar y, desde ahí, comenzar a
disentir con aquellos que viven y actúan como títeres de un modelo social,
político, económico y, sobre todo, comercial que hace de la juventud una fuente
de consumo meramente superficial. Son a los que les prometieron que un mundo
sin Dios sería más feliz; sin embargo, tras haber hecho un balance crítico, se
han podido dar cuenta del vacío existencial que se produce cada vez que el ser
humano intenta desligarse de aquel que le dio la vida.
Aunque a
nivel social, todavía predominan los clásicos populares que tratan de imponer
una moda a ultranza; especialmente, al patrocinar todo aquello que conlleve a
una reducción considerable de los valores de siempre, cada vez son más los que
empiezan a marcar un límite, aprendiendo a pensar por sí mismos. Están dejando
de ser títeres, para comportarse como hombres y mujeres libres; es decir,
responsables de sus actos. La Iglesia tiene que recibir mejor a los que, por
citar un ejemplo, se han dado cuenta que un pensamiento de Santo Tomás de
Aquino o de Joseph Ratzinger, es más sabio que los clásicos slogans
superficiales y baratos como “no regrets” (sin arrepentimiento) o “haz lo que
quieras porque solamente se vive una vez”. De lo fugaz, están pasando a lo
definitivo, a las raíces que sostienen toda una vida.
Para
poder llegar a los que se encuentren totalmente alejados, hay que comenzar por
los que están un poco más cerca; es decir, aquellos que se van definiendo a
favor de la sabiduría del evangelio, porque se han dado cuenta que es lo único
que tiene la cualidad de llenarlos plenamente. Por lo tanto, acompáñenos y
formemos -desde la fe y la ciencia- a esa porción significativa de la juventud
que busca la verdad.
Tenemos
que asegurarnos de brindar un espacio significativo a las nuevas generaciones
que quieren despertar del sueño, del extravío por el que han tenido que pasar
antes de darse cuenta que la Iglesia, con su experiencia milenaria, tiene algo
valioso que decirles. Muchos jóvenes crecieron sin el bautismo; sin embargo, al
enfrentarse a la realidad, han visto que aquello que les arrebataron equivale a
una herencia que tienen el derecho de recuperar. De ahí la buena noticia de ver
cómo muchos, aunque lentamente, van dando pasos definitivos hacia una
revaloración de la fe que se vive en medio del mundo a través de una perspectiva
constructiva, sincera, congruente, alegre, divertida y natural; es decir, ajena
a la hipocresía. El binomio casa-familia es la clave para poder aprovechar el
despertar de una generación que está dispuesta a rediseñar la cultura. El
momento es ahora.
Carlos J. Díaz
Rodríguez
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