domingo, 25 de mayo de 2014

EL CARISMA DE VISIONES


Seguimos comentando los carismas mencionados por la cita del profeta Joel que hace San Pedro el día de Pentecostés, menciona que “vuestros jóvenes verán visiones” (Hch 2, 17). En la Sagrada Escritura aparecen con relativa frecuencia los carismas de visiones. Del Antiguo Testamento podríamos destacar las visiones de Ezequiel, como la de los huesos secos (Ez 37), las de Isaías, como la de su propia vocación (Is 6), o las de Daniel, como su visión de las fieras (Dn 7), pero hay más. También en el Nuevo Testamento encontramos visiones; así en los Hechos de los Apóstoles (Hch 9, 10; 10, 3; 11, 5; 16, 9; 18, 9) y sobre todo en el Apocalipsis de Juan, que está formado íntegramente por visiones del apóstol San Juan. Pero en la vida de muchos cristianos y santos a lo largo de todos los siglos, las visiones han sido algo común. San Martín de Tours o San Antonio veían al demonio, Santa Teresa de Jesús veía a San Pedro de Alcántara, Santa Margarita María de Alacoque vio al Sagrado Corazón de Jesús, Santa Faustina y el Padre Pío veían con mucha frecuencia ángeles, demonios, al Señor y a la Santísima Virgen María; famosas son también las visiones de Guadalupe, Lourdes o Fátima, aprobadas por la Iglesia, donde a los “videntes” se les llamaba así porque tenían visiones, aunque vulgarmente se hable de “apariciones”.

Evidentemente, el carisma de visiones no es el carisma más frecuente; y sin embargo, tampoco es verdad que sólo puedan tener visiones algunos santos o videntes. El texto del profeta Joel dice simplemente que aquellos sobre quienes venga el Espíritu verán visiones. Para comprender mejor en qué consiste este carisma, seguiré el comentario teológico que el Cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) escribió como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en relación a la revelación de la tercera parte del Secreto de Fátima, donde el papa emérito explica en qué consisten las visiones.

En primer lugar, más allá de la visión física, podemos hablar de una visión intelectual y de una visión imaginativa. La visión que Ratzinger llama “intelectual” es una visión intuitiva, sin imágenes concretas, interior; se puede decir que es como un golpe de conocimiento interior en el que se muestra algo al conocimiento de la persona, o bien como un mensaje que Dios quiere transmitir, o incluso como una cierta anticipación de algo que puede venir. A veces en oraciones de sanación o de liberación pueden venir esta especie de intuiciones interiores en los que una persona “percibe” interiormente una imagen o visión de alguna escena de la vida de la persona por la que se ora y que está en relación con la sanación o la liberación de esa persona; también incluso en algún caso durante una confesión puede venir una imagen a la mente del sacerdote que revele al penitente un pecado pasado que tenía bloqueado u olvidado, o que no consideraba pecado. Yo personalmente conozco casos hermosos en que esto ha sucedido, pero que considero prudente no contar por la intimidad de las personas. Aquí no me refiero a lo que se suele llamar “palabra de conocimiento”, por la cual uno conoce cosas de la vida de la otra persona o de su pasado, sino de esas “visiones intelectuales” o intuitivas en que no se ven imágenes que puedan percibirse como sensibles, como si estuvieran allí presentes, sino de escenas concretas que aparecen a la mente de quien recibe la visión, pero teniendo claro que esa escena no está realmente presente.

Para comprender esto, podemos fijarnos en un pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles. “Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios. Cuando ya Herodes le iba a presentar, aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas; también había ante la puerta unos centinelas custodiando la cárcel. De pronto se presentó el Ángel del Señor y la celda se llenó de luz. Le dio el ángel a Pedro en el costado, le despertó y le dijo: «Levántate aprisa.» Y cayeron las cadenas de sus manos. Le dijo el ángel: «Cíñete y cálzate las sandalias.» Así lo hizo. Añadió: «Ponte el manto y sígueme.» Y salió siguiéndole. No acababa de darse cuenta de que era verdad cuanto hacía el ángel, sino que se figuraba ver una visión. Pasaron la primera y segunda guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. Esta se les abrió por sí misma. Salieron y anduvieron hasta el final de una calle. Y de pronto el ángel le dejó. Pedro volvió en sí y dijo: «Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos»” (Hch 12, 5 – 11). En este texto se ven las dos visiones a que hace alusión Ratzinger. Pedro ve con visión imaginativa al ángel, que le guía y le libera, pero él piensa que está teniendo una “visión intelectual”, como la que ya había tenido en otras ocasiones. Sólo Pedro veía a ese ángel, pero le veía en la realidad como estando realmente ahí; y sin embargo, sólo él le podía ver.

Eso es una “visión imaginativa”. Ratzinger explica que en la visión imaginativa, Dios se vale de las facultades del vidente, y que por tanto, no se trata de “fotografías” del más allá, sino de una realidad sobrenatural que se hace presente al vidente, y que el vidente “traduce” según sus propios esquemas y categorías. Cito literalmente al papa emérito, que lo explicará mucho mejor que lo que yo pueda hacerlo: “Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo una expresión de la imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es capaz de ver lo no sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los « sentidos internos ». Se trata de verdaderos « objetos », que tocan el alma, aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible. Para esto se exige una vigilancia interior del corazón que generalmente no se tiene a causa de la fuerte presión de las realidades externas y de las imágenes y pensamientos que llenan el alma. La persona es transportada más allá de la pura exterioridad y otras dimensiones más profundas de la realidad la tocan, se le hacen visibles. Tal vez por eso se puede comprender por qué los niños son los destinatarios preferidos de tales apariciones: el alma está aún poco alterada y su capacidad interior de percepción está aún poco deteriorada (…).

La «visión interior» no es una fantasía, sino una propia y verdadera manera de verificar, como hemos dicho. Pero conlleva también limitaciones. Ya en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo; no vemos el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de nuestros sentidos, que deben llevar a cabo un proceso de traducción. Esto es aún más evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata de realidades que sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el vidente, está involucrado de un modo aún más íntimo. Él ve con sus concretas posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la exterior, de un proceso de traducción, de modo que el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece. La imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales visiones nunca son simples « fotografías » del más allá, sino que llevan en sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.” (J. Ratzinger, Comentario Teológico al Tercer Secreto de Fátima).

El texto del profeta, el carisma de visiones, hace alusión a estos dos tipos de visión en que el Espíritu Santo nos “revela” algo que quiere mostrarnos para edificación de la comunidad. Evidentemente, en el caso de los “videntes” que han recibido apariciones y mensajes de la Virgen, esto se ve con claridad; igualmente en las vidas de los santos, que han recibido visiones que han llegado a influir en la piedad popular e incluso en la liturgia, como son las visiones del Sagrado Corazón de Jesús, o la de la Divina Misericordia. Estas visiones no añaden nada a la Revelación definitiva hecha de una vez para siempre por Jesucristo. Conviene conocer el número del Catecismo que explica esta cuestión: “A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia. La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones» (Catecismo de la Iglesia Católica 67).

Explicando este número, el Cardenal Ratzinger dice: “La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en efecto, en ella, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese modo, una certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a la única revelación pública (…). Un mensaje así puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma” (J. Ratzinger, Comentario Teológico al Tercer Secreto de Fátima).

Puestas todas estas salvedades, también el carisma de visiones ha de ser acogido con “gratitud y consuelo” (LG 12), porque contribuye a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo. A través de una visión, Dios puede mostrar al hombre algo que puede pasar si no se convierte; o, como dije antes, puede mostrar algún aspecto de la propia vida o de la vida de otra persona, para moverla a la conversión, a la sanación o a la liberación. Cuando se trata de una “visión imaginativa”, esa visión de algún modo se “impone” al sujeto, que la ve como real, pero debe tener cautela, porque, como dice Ratzinger, está traduciendo lo que ve a sus categorías, y no describiendo una fotografía del más allá. Cuando se trata de una “visión intelectual” o intuitiva, estás imágenes pueden aparecer a la conciencia del individuo, de un modo más estable o fugaz, pero no las ve proyectadas en su exterior; son como intuiciones, o imágenes que se presentan a la mente y que pueden ser de ayuda en el discernimiento o la sanación. Evidentemente, el criterio de discernimiento de estas imágenes es la realidad. Si alguien que ora por otra persona tiene una “visión intuitiva”, y al compartirla se ve que no tiene ningún significado para la persona, está claro que no se trata de este tipo de visión. Pero en muchas ocasiones yo me he encontrado con personas a las que estás “visiones” desvelaban episodios de su propia historia que estaban olvidados o bloqueados, y que tenían que ver con sus angustias presentes y por tanto con su proceso de sanación o liberación.

En este sentido, estas “visiones” son muy útiles y sanadoras, y pueden ayudar a desbloquear episodios del pasado que lastran y esclavizan a la persona en el presente. Una vez más, diremos de este carisma, como de los demás, que “no se debe aspirar a él temerariamente” (LG 12), pero que si el Señor lo concede, ha de ser acogido con humildad, desde luego, con prudencia y discernimiento, pero también con “gratitud y consuelo”.

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