Un repaso histórico de Francesco
Agnoli
Algo que
se oye frecuentemente, también en ambientes católicos, es que la concesión de
la comunión a los divorciados vueltos a casar es una exigencia que se debe a
los tiempos.
Son demasiadas, hoy, las personas divorciadas vueltas a casar para que se mantengan en vida reglas antiguas y viejos esquemas.
Se trata evidentemente de una idea frágil, según la cual la verdad está sometida al arbitrio del número.
Fue utilizada por los radicales en la época del divorcio (entonces se decía “son ya millones los divorcios de facto para que se siga ignorando la posibilidad de un divorcio reconocido”), y siempre los mismos la utilizaron para legalizar el aborto: “puesto que los abortos clandestinos ya son la norma, más vale regularizar el aborto sin más”.
Pero el objetivo de este artículo no es el de valorar un razonamiento como éste a nivel lógico; tampoco desde un punto de vista teológico.
LO QUE CRISTO ENSEÑÓ...Y ENSEÑARÍA
El objetivo es entender, sencillamente, desde un punto de vista histórico, si esta posición es compatible con la enseñanza de Cristo.
Las preguntas que queremos plantearnos son, por tanto, las siguientes: ¿cómo se comportaría Aquel que es sumamente bueno y misericordioso, Jesucristo mismo, si viniera hoy?
¿Cambiaría la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, considerándola inadecuada a los tiempos y no respetuosa del gran número de divorciados vueltos a casar que existen hoy en día?
¿Introduciría excepciones, casuística, problemáticas distintas como las propuestas por el cardenal Kasper?
¿Haría Jesús un poco más flexible ese lacónico y lapidario mandamiento que dice: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mt 19, 8)?
LA SITUACIÓN EN ÉPOCA DE JESÚS
El primer punto desde el que, indudablemente, hay que partir es éste: el matrimonio, en el mundo antiguo y precristiano era de dos tipos, a saber, monógamo o polígamo.
La monogamia estaba presente en Grecia, en el pueblo judío y en Roma. En otras civilizaciones regía la poligamia.
La enseñanza de Cristo sobre la familia no es, por tanto, una novedad del todo inaudita: distintos pueblos intuyeron que la monogamia, repito, era el pilar de la sociedad.
Estamos frente a lo que es llamado normalmente el “derecho natural”: también los pueblos no cristianos llevaban en su corazón el sonido de exigencias morales universales. Del mismo modo que Hipócrates había entendido que abortar es asesinar en una época en la que el aborto era, sin embargo, la norma, así los romanos habían entendido realmente que el optimum, en la relación hombre-mujer, era la fidelidad y la duración del matrimonio.
RITUAL DE LA BODA ROMANA
Por esto, en la época republicana, es decir, antes de Cristo, en Roma se preveía el compromiso mediante una ceremonia oficial que incluía el intercambio de anillos (puesto en el anular porque, según Aulo Gellio, existía “un nervio muy delgado que parte desde el anular y llega al corazón”).
Al compromiso le seguía el matrimonio: una ceremonia solemne, marcada por una especie de comunión delante de un altar, sobre el que se ofrecía a Júpiter un pan de cebada. También se sacrificaba un animal cuyas vísceras eran leídas por un arúspice.
Una mujer, casada una sola vez y, por tanto, signo de buen augurio, unía las manos de los esposos frente a los sacerdotes y los testigos, demostrando también la función social del matrimonio.
Hombres y divinidades eran, por tanto, llamados como testimonios de un hecho, repito, cuya importancia era muy clara.
Pero, en verdad, si profundizamos descubrimos que también la monogamia romana, tal vez la más sólida del mundo antiguo, estaba viciada por mil excepciones: el hombre, por ejemplo, podía tener relaciones tranquilamente con las esclavas, sin que ello constituyera una escándalo ni siquiera para la esposa; además, podía repudiar a su esposa por una serie bastante abundante de motivos.
También la monogamia judía era casi una ficción, pues las escuelas rabínicas podían ampliar sin medida la posibilidad de repudio, permitiendo así que los hombres se casaran, en sucesión, con muchas mujeres. No solo eso: también la poligamia era bastante practicada.
LA FAMILIA EN CRISIS EN ÉPOCA IMPERIAL
Volviendo a Roma, en la edad imperial, es decir, en la época de Cristo, y después en los siglos siguientes en que el cristianismo se fue afirmando gradualmente, las costumbres se relajaron.
Todos los historiadores están de acuerdo en afirmar que la monogamia, que ya antes en la edad republicana se podía disolver, entra en una grave crisis. La duración media de los matrimonios disminuye; los divorcios aumentan; incluso la ceremonia nupcial, perfectamente acorde con la gradual disminución del sentido del matrimonio, es cada vez más simple, rápida, casi banal.
Como escribe Igino Giordani en su obra maestra Il messaggio sociale del cristianesimo (El mensaje social del cristianismo), «para divorciarse ya no se necesitaban formas complicadas. Como para casarse. Era suficiente avisarlo oralmente o por escrito o en un mensaje»; todo era más simple respecto al pasado republicano y el divorcio «se convierte en una plaga que gangrenó la institución del matrimonio y desgastó a la familia».
El gran Séneca, contemporáneo de Jesús, escribe que las personas ya «se divorcian para casarse y se casan para divorciarse».
Juvenal, en el siglo I d. C., recuerda el nombre de una mujer que se había casado 8 veces en 5 años, mientras Marcial describe la crisis del matrimonio contemporáneo citando a Telesilla con sus 10 maridos.
El gran historiador romano Carcopino, en su La vita quotidiana a Roma (La vida cotidiana en Roma), confirma el concepto: el divorcio en edad precristiana, en Roma, era raro; en edad imperial, en cambio, estaba muy difundido. También porque, según nos recuerda la historiadora Eva Cantarella en su L’ambiguo malanno (El desastre ambiguo), a la posibilidad del divorcio pedido por el marido, con la mujer normalmente como víctima impotente, se había ido afianzando la posibilidad de que también las mujeres se divorciaran.
Es un hecho incontestable: cuando llega Jesús y en los siglos sucesivos, en el imperio romano el matrimonio y la familia estaban más que nunca en crisis, una crisis que afectaba también a la sociedad y que al final tuvo también repercusiones demográficas.
JESÚS NO FUE "REALISTA" SINO "REVOLUCIONARIO"
En este contexto, citando de nuevo a Cantarella, la predicación de Cristo sobre el matrimonio indisoluble fue indudablemente poco “realista” y bastante “revolucionaria”, sobre todo si tenemos en cuenta que para los paganos el matrimonio duraba mientras duraba la voluntad de estar juntos, mientras los cristianos “tomaban en consideración solo la voluntad inicial, fijándola, por decirlo de algún modo, en el tiempo, y atribuyéndole sólo a ella un valor determinante”.
De aquí las legislaciones de los emperadores cristianos, que poco a poco empezaron a limitar los divorcios, imponiendo «por primera vez una casuística de circunstancias que los justificaban».
En lo que se refiere a la enseñanza y la educación cristianas, un apologeta como Justino, en su Apología para los cristianos, del siglo II d. C., expone el pensamiento tradicional de la Iglesia, condenando los segundos matrimonios y el divorcio de sus contemporáneos, invitado a respetar en todo la enseñanza de Cristo que, ciertamente, no se impone fácilmente, sobre todo en las clases más alta.
LA IGLESIA ANTE LOS MAGNATES MEDIEVALES
Parece ser que Ludovico el Pío, hijo de Carlo Magno, fue el primer soberano franco que tuvo una sola esposa, mereciendo también por este motivo el apelativo de “Pío”.
En los siglos siguientes la Iglesia luchará para enseñar, sobre todo, la importancia y la grandeza de la indisolubilidad matrimonial, defendiéndola al mismo tiempo, sobre todo, de la prepotencia masculina.
Todos recuerdan que por esta posición intransigente se llegó incluso a un cisma, el de la Inglaterra de Enrique VIII, cuando habría bastado anular el matrimonio del rey inglés, o concederle el divorcio de Catalina, para evitarlo.
Pero los casos similares son muchísimos. Recordaba, efectivamente, el historiador Jacques Le Goff en Avvenire (21/1/2007): “A menudo se dice que en caso de adulterio no hay igualdad entre hombre y mujer. Ahora bien, en un cierto número de casos muy particulares, y a menudo famosos, el hombre fue severamente condenado por la Iglesia; pensemos en el rey de Francia Roberto el Pío o en Felipe Augusto. Roberto el Pío, en los primeros años del siglo XI tuvo que separarse de su segunda esposa, Berta de Blois, porque el clero lo consideraba bígamo, pues la primera esposa aún vivía, e incestuoso porque ambos eran familiares de tercer grado. El Papa Inocencio III, por su parte, elegido en 1198, lanzó el interdicto contra el reino de Felipe Augusto, que había repudiado en 1193 a su esposa, Ingeborg de Dinamarca, y se había casado con Inés de Merania. En los estados urbanos del siglo XII en Italia y del siglo XIII en Francia existían artículos sobre el castigo del adulterio, que preveían duras penas tanto para los hombres como para las mujeres. Por ejemplo, las Costumbres de Toulouse de 1293 recomendaban e ilustraban en un dibujo la castración de un marido adúltero…”.
Podemos citar otro caso interesante, que nos relata cómo la indisolubilidad ha sido para la Iglesia una verdad no negociable, ni siquiera para los más poderosos. Es el caso de Teutberga.
Cuenta el historiador Robert Louis Wilken, en su obra I primi mille anni (Los primeros mil años), sobre el Papa Nicolás I: «En un famoso enfrentamiento el Papa desafió al rey Lotario II de Lotaringia, que se había divorciado de su esposa Teutberga porque no le había dado un heredero varón. Cuando los arzobispos de Colonia y de Treviri llegaron a Roma con los verbales de un sínodo que había reconocido la validez del divorcio, Nicolás excomulgó a los dos obispos. Por toda respuesta, el emperador Ludovico II (hermano de Lotario, ndr) hizo marchar sus tropas sobre Roma, acusando a Nicolás de ‘querer erigirse como emperador del mundo’. El Papa se mantuvo firme en su posición y al final Lotario tuvo que aceptar a Teutberga como su esposa legítima».
ROMA Y LOS "LOTARIOS" DE HOY
Ahora bien, además de resaltar lo que gestos como estos, repetidos muchas veces a lo largo de la historia, han significado para la defensa de la dignidad femenina, a menudo expuesta en el pasado a la mayor fuerza masculina, se puede concluir esta breve reseña histórico actualizándola.
También hoy un prelado alemán querría cambiar la doctrina, apoyado por los Lotarios de hoy (el poder mediático, etc.).
Pero Roma es Roma y no puede cambiar la doctrina. No es por “maldad” hacia los divorciados vueltos a casar, sino por fidelidad a Cristo y por el bien de las generaciones futuras, a las que es oportuno volver a enseñar la grandeza y la felicidad inherentes en el amor para siempre.
Ciertamente, es tiempo de sanar heridas y curar a los que sufren (este es el deber pastoral que se puede perfilar para el futuro), pero también de construir lentamente, de las ruinas de este viejo mundo, una nueva civilización, más humana porque más cristiana.
Recordando a San Pablo cuando habla del amor (también el conyugal, obviamente): «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad; Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El amor no acaba nunca».
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
Son demasiadas, hoy, las personas divorciadas vueltas a casar para que se mantengan en vida reglas antiguas y viejos esquemas.
Se trata evidentemente de una idea frágil, según la cual la verdad está sometida al arbitrio del número.
Fue utilizada por los radicales en la época del divorcio (entonces se decía “son ya millones los divorcios de facto para que se siga ignorando la posibilidad de un divorcio reconocido”), y siempre los mismos la utilizaron para legalizar el aborto: “puesto que los abortos clandestinos ya son la norma, más vale regularizar el aborto sin más”.
Pero el objetivo de este artículo no es el de valorar un razonamiento como éste a nivel lógico; tampoco desde un punto de vista teológico.
LO QUE CRISTO ENSEÑÓ...Y ENSEÑARÍA
El objetivo es entender, sencillamente, desde un punto de vista histórico, si esta posición es compatible con la enseñanza de Cristo.
Las preguntas que queremos plantearnos son, por tanto, las siguientes: ¿cómo se comportaría Aquel que es sumamente bueno y misericordioso, Jesucristo mismo, si viniera hoy?
¿Cambiaría la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, considerándola inadecuada a los tiempos y no respetuosa del gran número de divorciados vueltos a casar que existen hoy en día?
¿Introduciría excepciones, casuística, problemáticas distintas como las propuestas por el cardenal Kasper?
¿Haría Jesús un poco más flexible ese lacónico y lapidario mandamiento que dice: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mt 19, 8)?
LA SITUACIÓN EN ÉPOCA DE JESÚS
El primer punto desde el que, indudablemente, hay que partir es éste: el matrimonio, en el mundo antiguo y precristiano era de dos tipos, a saber, monógamo o polígamo.
La monogamia estaba presente en Grecia, en el pueblo judío y en Roma. En otras civilizaciones regía la poligamia.
La enseñanza de Cristo sobre la familia no es, por tanto, una novedad del todo inaudita: distintos pueblos intuyeron que la monogamia, repito, era el pilar de la sociedad.
Estamos frente a lo que es llamado normalmente el “derecho natural”: también los pueblos no cristianos llevaban en su corazón el sonido de exigencias morales universales. Del mismo modo que Hipócrates había entendido que abortar es asesinar en una época en la que el aborto era, sin embargo, la norma, así los romanos habían entendido realmente que el optimum, en la relación hombre-mujer, era la fidelidad y la duración del matrimonio.
RITUAL DE LA BODA ROMANA
Por esto, en la época republicana, es decir, antes de Cristo, en Roma se preveía el compromiso mediante una ceremonia oficial que incluía el intercambio de anillos (puesto en el anular porque, según Aulo Gellio, existía “un nervio muy delgado que parte desde el anular y llega al corazón”).
Al compromiso le seguía el matrimonio: una ceremonia solemne, marcada por una especie de comunión delante de un altar, sobre el que se ofrecía a Júpiter un pan de cebada. También se sacrificaba un animal cuyas vísceras eran leídas por un arúspice.
Una mujer, casada una sola vez y, por tanto, signo de buen augurio, unía las manos de los esposos frente a los sacerdotes y los testigos, demostrando también la función social del matrimonio.
Hombres y divinidades eran, por tanto, llamados como testimonios de un hecho, repito, cuya importancia era muy clara.
Pero, en verdad, si profundizamos descubrimos que también la monogamia romana, tal vez la más sólida del mundo antiguo, estaba viciada por mil excepciones: el hombre, por ejemplo, podía tener relaciones tranquilamente con las esclavas, sin que ello constituyera una escándalo ni siquiera para la esposa; además, podía repudiar a su esposa por una serie bastante abundante de motivos.
También la monogamia judía era casi una ficción, pues las escuelas rabínicas podían ampliar sin medida la posibilidad de repudio, permitiendo así que los hombres se casaran, en sucesión, con muchas mujeres. No solo eso: también la poligamia era bastante practicada.
LA FAMILIA EN CRISIS EN ÉPOCA IMPERIAL
Volviendo a Roma, en la edad imperial, es decir, en la época de Cristo, y después en los siglos siguientes en que el cristianismo se fue afirmando gradualmente, las costumbres se relajaron.
Todos los historiadores están de acuerdo en afirmar que la monogamia, que ya antes en la edad republicana se podía disolver, entra en una grave crisis. La duración media de los matrimonios disminuye; los divorcios aumentan; incluso la ceremonia nupcial, perfectamente acorde con la gradual disminución del sentido del matrimonio, es cada vez más simple, rápida, casi banal.
Como escribe Igino Giordani en su obra maestra Il messaggio sociale del cristianesimo (El mensaje social del cristianismo), «para divorciarse ya no se necesitaban formas complicadas. Como para casarse. Era suficiente avisarlo oralmente o por escrito o en un mensaje»; todo era más simple respecto al pasado republicano y el divorcio «se convierte en una plaga que gangrenó la institución del matrimonio y desgastó a la familia».
El gran Séneca, contemporáneo de Jesús, escribe que las personas ya «se divorcian para casarse y se casan para divorciarse».
Juvenal, en el siglo I d. C., recuerda el nombre de una mujer que se había casado 8 veces en 5 años, mientras Marcial describe la crisis del matrimonio contemporáneo citando a Telesilla con sus 10 maridos.
El gran historiador romano Carcopino, en su La vita quotidiana a Roma (La vida cotidiana en Roma), confirma el concepto: el divorcio en edad precristiana, en Roma, era raro; en edad imperial, en cambio, estaba muy difundido. También porque, según nos recuerda la historiadora Eva Cantarella en su L’ambiguo malanno (El desastre ambiguo), a la posibilidad del divorcio pedido por el marido, con la mujer normalmente como víctima impotente, se había ido afianzando la posibilidad de que también las mujeres se divorciaran.
Es un hecho incontestable: cuando llega Jesús y en los siglos sucesivos, en el imperio romano el matrimonio y la familia estaban más que nunca en crisis, una crisis que afectaba también a la sociedad y que al final tuvo también repercusiones demográficas.
JESÚS NO FUE "REALISTA" SINO "REVOLUCIONARIO"
En este contexto, citando de nuevo a Cantarella, la predicación de Cristo sobre el matrimonio indisoluble fue indudablemente poco “realista” y bastante “revolucionaria”, sobre todo si tenemos en cuenta que para los paganos el matrimonio duraba mientras duraba la voluntad de estar juntos, mientras los cristianos “tomaban en consideración solo la voluntad inicial, fijándola, por decirlo de algún modo, en el tiempo, y atribuyéndole sólo a ella un valor determinante”.
De aquí las legislaciones de los emperadores cristianos, que poco a poco empezaron a limitar los divorcios, imponiendo «por primera vez una casuística de circunstancias que los justificaban».
En lo que se refiere a la enseñanza y la educación cristianas, un apologeta como Justino, en su Apología para los cristianos, del siglo II d. C., expone el pensamiento tradicional de la Iglesia, condenando los segundos matrimonios y el divorcio de sus contemporáneos, invitado a respetar en todo la enseñanza de Cristo que, ciertamente, no se impone fácilmente, sobre todo en las clases más alta.
LA IGLESIA ANTE LOS MAGNATES MEDIEVALES
Parece ser que Ludovico el Pío, hijo de Carlo Magno, fue el primer soberano franco que tuvo una sola esposa, mereciendo también por este motivo el apelativo de “Pío”.
En los siglos siguientes la Iglesia luchará para enseñar, sobre todo, la importancia y la grandeza de la indisolubilidad matrimonial, defendiéndola al mismo tiempo, sobre todo, de la prepotencia masculina.
Todos recuerdan que por esta posición intransigente se llegó incluso a un cisma, el de la Inglaterra de Enrique VIII, cuando habría bastado anular el matrimonio del rey inglés, o concederle el divorcio de Catalina, para evitarlo.
Pero los casos similares son muchísimos. Recordaba, efectivamente, el historiador Jacques Le Goff en Avvenire (21/1/2007): “A menudo se dice que en caso de adulterio no hay igualdad entre hombre y mujer. Ahora bien, en un cierto número de casos muy particulares, y a menudo famosos, el hombre fue severamente condenado por la Iglesia; pensemos en el rey de Francia Roberto el Pío o en Felipe Augusto. Roberto el Pío, en los primeros años del siglo XI tuvo que separarse de su segunda esposa, Berta de Blois, porque el clero lo consideraba bígamo, pues la primera esposa aún vivía, e incestuoso porque ambos eran familiares de tercer grado. El Papa Inocencio III, por su parte, elegido en 1198, lanzó el interdicto contra el reino de Felipe Augusto, que había repudiado en 1193 a su esposa, Ingeborg de Dinamarca, y se había casado con Inés de Merania. En los estados urbanos del siglo XII en Italia y del siglo XIII en Francia existían artículos sobre el castigo del adulterio, que preveían duras penas tanto para los hombres como para las mujeres. Por ejemplo, las Costumbres de Toulouse de 1293 recomendaban e ilustraban en un dibujo la castración de un marido adúltero…”.
Podemos citar otro caso interesante, que nos relata cómo la indisolubilidad ha sido para la Iglesia una verdad no negociable, ni siquiera para los más poderosos. Es el caso de Teutberga.
Cuenta el historiador Robert Louis Wilken, en su obra I primi mille anni (Los primeros mil años), sobre el Papa Nicolás I: «En un famoso enfrentamiento el Papa desafió al rey Lotario II de Lotaringia, que se había divorciado de su esposa Teutberga porque no le había dado un heredero varón. Cuando los arzobispos de Colonia y de Treviri llegaron a Roma con los verbales de un sínodo que había reconocido la validez del divorcio, Nicolás excomulgó a los dos obispos. Por toda respuesta, el emperador Ludovico II (hermano de Lotario, ndr) hizo marchar sus tropas sobre Roma, acusando a Nicolás de ‘querer erigirse como emperador del mundo’. El Papa se mantuvo firme en su posición y al final Lotario tuvo que aceptar a Teutberga como su esposa legítima».
ROMA Y LOS "LOTARIOS" DE HOY
Ahora bien, además de resaltar lo que gestos como estos, repetidos muchas veces a lo largo de la historia, han significado para la defensa de la dignidad femenina, a menudo expuesta en el pasado a la mayor fuerza masculina, se puede concluir esta breve reseña histórico actualizándola.
También hoy un prelado alemán querría cambiar la doctrina, apoyado por los Lotarios de hoy (el poder mediático, etc.).
Pero Roma es Roma y no puede cambiar la doctrina. No es por “maldad” hacia los divorciados vueltos a casar, sino por fidelidad a Cristo y por el bien de las generaciones futuras, a las que es oportuno volver a enseñar la grandeza y la felicidad inherentes en el amor para siempre.
Ciertamente, es tiempo de sanar heridas y curar a los que sufren (este es el deber pastoral que se puede perfilar para el futuro), pero también de construir lentamente, de las ruinas de este viejo mundo, una nueva civilización, más humana porque más cristiana.
Recordando a San Pablo cuando habla del amor (también el conyugal, obviamente): «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad; Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El amor no acaba nunca».
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
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