A guisa de anécdota…, comenzaré
esta glosa, diciendo que en Jerusalén, había hace unos veinte años, a la
entrada del muro de las lamentaciones, supongo que ya no estará allí, un
mendigo vestido de rey David con una citará en las manos, que cuando veía un
grupo de peregrinos españoles, en un perfecto español, empezaba a entonar el
himno: Alabaré al Señor. Vi varias veces a este falso rey David y como iba
solo, esperaba que apareciese un grupo de peregrinos españoles, pues siempre
había alguno a mano para ver el espectáculo que desencadenaba este rey David.
Que me imagino que sería algún hebreo sefardí, pues después de 500 años ellos
se entusiasman con todo lo que se refiere a España, casi tanto de lo que yo me entusiasmaba
oyéndole alabar al Señor.
Como siempre sucede con los temas
de nuestra alma, el amor divino todo lo impregna, con razón decía San Juan “Dios es amor y solo amor”. (1Jn
4,16). Y tant,o la alabanza como la adoración, son dos bellas formas de decirle
al Señor: “Te quiero ante todo y sobre
todo”. Si nos dedicamos al amor a Dios, en la medida que esa dedicación, va
siendo más fuerte y profunda, cada vez que veamos y contemplemos, cualquiera de
las muchas maravillas de su obra, interiormente sentiremos la necesidad de
alabarlo y agradecerlo todas las maravillas que ha creado para nosotros.
Y no me refiero solamente a las
llamadas “maravillas de la naturaleza”, (estúpida expresión que se usa para no
tener que reconocer, que es Dios y solo Dios el autor de todo) sino también a
los ingenios, máquinas cálculos, investigaciones que el hombre ha realizado y
continuamente realiza, porque todo ello se crea porque Dios lo dispone. El
hombre que trabaja es solo un instrumento de Dios. El hombre es un ingenio soberbio,
que se cree que vale mucho, porque tiene mucha ciencia. Aquí conviene recordar
la frase de San Agustín que le preguntaba al hombre: “¿Qué es lo que tú tienes, que no hayas recibido antes?”.
Nacemos con la obligación de
alabar a Dios, absolutamente por todo lo que tenemos, y también por todo
aquello que Dios en su plena omnisciencia, para nuestra bien no ha querido que
tengamos y si lo hemos tenido antes y ahora no lo tenemos, démosle gracias por
habérnoslo quitado, porque evidentemente elo nos perjudicaba nuestra salvación.
Porque como decía el Santo Job: “Si
alabamos a Dios y le agradecemos los bienes, ¿acaso no estamos obligados
también a darle las gracias por nuestros males?” Todo absolutamente todo ha
salido de sus manos.
Leí ayer un artículo en esta
revista de RenL sobre el hombre más rico del mundo, o por lo menos uno de los
más ricos, llamado Bill Gates fundador de Microsoft, que decía: “Tiene sentido creer en Dios. El misterio y
la belleza del mundo son abrumadoramente asombrosos, y no hay explicación
científica de cómo llegaron a ser. No tiene sentido cree que todo se generó al
azar”.
San Agustín decía: “Dios quiere
ser alabado; pero, no para con ello ser enaltecido, sino porque te sirve para
tu provecho”. En un segundo pensamiento también de San Agustín, nos decía:
“Bien es verdad que no es posible fracasar alabándote a Ti, porque alabarte a
Ti es como tomar alimento, y cuanto más te alabo, tanto mayor será mi
fortaleza”. Y Jean Lafrance escribe: “Estamos hechos para adorar, alabar, amar
y servir a Dios. Desgraciadamente, hemos olvidado a Dios y nos hemos apartado
de El en persecución de nuestras ansias carnales”.
Si estamos hechos para alabar y
adorar, es de ver que esta obligación que es conveniente tenerla, no acabará en
el cielo porque allí adoraremos y serviremos a Dios durante toda la eternidad.
Dios no necesita nuestra alabanza, pero si la desea porque ella es a nosotros a
quienes beneficia, porque alabándole a Él, somos nosotros, los que aumentamos
nuestra humildad. Y ya sabemos que la humildad es la más perfecta de todas las
virtudes y la que más nos acerca al amar a Dios.
En el cielo los elegidos “no
tendrán descanso ni de día ni de noche, repitiendo; Santo, Santo, Santo, Señor
Dios Todopoderoso…” Claro está, que quien siempre se cansa es nuestro cuerpo
material, el alma nunca se cansa y mucho menos si está loca de amor y enamorada
del Señor. Este enamoramiento de las almas hacia el Señor, hace plenamente
lógico lo que podemos leer en el Apocalipsis en el que se puede leer: “8 Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos
todo alrededor y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: « Santo,
Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, "Aquel que era, que es y que va a
venir". 9 Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de
gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, 10
los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y
adoran al que vive por los siglos de los siglos, y arrojan sus coronas delante del
trono diciendo: 11 “Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el
honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, no existía
y fue creado”. (Ap 4, 8-11).
Escribe Vicente Borragan
diciéndonos: “La invitación apremiante a la
alabanza, está resumida en una sola palabra: aleluya, término formado por la
yuxtaposición de dos palabras hebreas: alelu, que es la tercera persona plural
del imperativo del verbo hallel, que significa alabar; y yah, que es el nombre
de Dios yah-veh, en su forma abreviada. Aleluya significa literal y exactamente
alabad a Yahve, alabad al Señor”. Y las repetidas exclamaciones del término
aleluya, dan fe en los fieles, del deseo que tienen de alabar al Señor.
Alabar al Señor, es una necesidad
que tenemos, si somos creyentes, porque la alabanza al Señor nos fortalece en
nuestra fe y bien se sabe que fortalecer nuestra fe, es fortalecer también
nuestro amor y nuestra esperanza, porque las tres virtudes teologales, siempre
crecen y decrecen al unísono. No desaprovechemos pues de alabar a Dios, en
cualquier momento, porque siempre viene al caso y si carecemos de una, razón
concreta, en todo caso nuestro amor al Señor, tiene que ser una razón lo
suficientemente fuerte para no avergonzarnos o llamar la atención indebidamente,
al menos hagámoslo mentalmente y no olvidemos las palabras del Señor que dicen:
"32 Pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo
también le confesare delante de mi Padre, que está en los cielos: 33 pero a
todo el que me negare delante de los hombres, yo le negare también delante de
mi Padre, que está en los cielos”. (Mt
10,32-33).
Mi más
cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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