Me gustaría abundar un poco más en el tema del que hablé ayer. Me gustaría reflexionar sobre el tema, pero os aseguro que no tengo una respuesta.
Ciertamente, no es lo mismo el caso del marido adúltero que abandona a la buena esposa que siempre le ha amado, y quiere que la Iglesia dé la bendición a la nueva relación pecaminosa.
Todos los maridos pecadores
siempre dirán lo mismo en todos los lugares del mundo: El amor se acabó, el
matrimonio fracasó. Lo intenté con todas mis fuerzas pero no lo logré. Hice
todo lo posible por salvar mi matrimonio, pero lamentablemente no lo conseguí.
Y cosas por el estilo.
¿Debe la Iglesia abalar una
traición a una promesa que nunca se debió quebrantar? ¿Es que el matrimonio es
sólo una promesa?
No, el sacramento del matrimonio
no es sólo una promesa, es un vínculo, una ligadura sagrada, invisible pero
real.
Si la Iglesia dijera, este tipo
de situaciones no las ampararemos, sólo las justas. Entonces, la Iglesia se
vería inmersa en la labor imposible (absolutamente imposible) de juzgar cosas
que sólo Dios puede juzgar.
Ahora bien, nos encontramos
asimismo con la situación opuesta. El cónyuge abandonado, joven, con toda una
vida por delante, que tiene una relación de amistad con alguien y que, poco a
poco, sin desearlo lo más mínimo, queriendo ser fiel a la Iglesia, resistiendo
con todas su fuerzas durante meses o años, nota que el amor está naciendo hacia
otra persona. Y que la otra persona siente ardientemente ese amor por ella.
Ninguno lo ha buscado, pero el amor ha nacido.
Se trata de una situación que
parece tener de su parte el sentido común. ¿La situación del joven esposo
abandonado para siempre no sería similar a la de la esposa joven cuyo marido
desaparece en la guerra y su cuerpo nunca se halla?
Ahora bien, si apelamos a este tipo de razones, ¿no podríamos justificar
también la masturbación del joven, la eutanasia del incurable con terribles
sufrimientos, la anticoncepción, la fecundación in vitro, y otras muchas
cosas?
Si aceptamos ese criterio de la primacía del amor frente a la ley objetiva, ¿no
estaríamos anulando, en el fondo, la ley? ¿No estaríamos convirtiendo la ley
(=obligatoriedad) en sugerencia, en invitación, en un ideal? ¿Podría quedar
alguna ley en pie bajo estos criterios? ¿No sería razonable negar a Dios,
alguna vez, para salvar la vida del martirio? Los criterios que valieran para
el matrimonio, valdrían para toda la ley moral.
Como se ve, el tema es
complicado. Yo mismo que escribo estas líneas no quiero pecar de inhumano. Pero
tampoco puedo aceptar sobre mi conciencia la responsabilidad de la destrucción
de todo el orden moral.
¿Qué se debe hacer? Lo que se
está haciendo ahora en Roma: estudiar el asunto, pedir consejo a los más
sabios, orar al Espíritu Santo.
Pero, mientras tanto, no lo olvidemos, la doctrina sobre el matrimonio
es la misma que hace diez años y hace cien años. La verdad sobre el matrimonio
que ha enseñado la Iglesia, es la verdad de Dios. Es decir, es lo que Dios nos
ha enseñado a los hombres a través de su Iglesia.
P.
FORTEA
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